miércoles, 24 de febrero de 2021

Fabián

Me encontraba sentado esperando en cualquier hospital, cuando la puerta de una sala contigua se abrió y una voz meliflua, pero en tono elevado, me llamó por un nombre que no era el mío: ¿Fabián? ¿Es usted Fabián? Entonces me hubiera encantado dejar el uso de mi móvil para responder que sí, que era él. Conocer así el grado de su pesadumbre en la consulta o su pronta mejoría y repunte. Hubiera entrado, frente al especialista, con cierta cojera o tos leve, para meterme mejor en el papel. Y aunque, más tarde, me hubieran descubierto por los datos de la edad o el lugar de procedencia, no me hubiera importado lo más mínimo. Habría colocado la manga de la camisa, el cuello de mi abrigo, reajustado la mascarilla para que no vieran cierto atisbo de Juan José Millás en todo esto.

A los pocos segundos un hombre desgarbado y algo despeinado entró en esa misma sala. Debía ser él. Menos mal que el desconocido no era yo, que también tengo otros problemas. Luego cerró la puerta tras de sí, y el mundo de los formalismos y la paciencia volvió a su ser. 

Ir de acompañante en un hospital es extraño. Parece como que el asunto no va con uno y no es así, en absoluto. La vida va muy en serio hasta para los temerarios, los mezquinos, los que creen dilatar el tiempo entre suspiro y suspiro. Existir es estar fuera de cualquier burladero. La arena aguarda, espera tranquila. 

Por último, fui a la máquina dispensadora, tras la esquina (siempre tienden a esconderlas). Me saqué un descafeinado o una invitación directa para ir al cuarto de baño en menos de quince minutos. No diré más. Lo bebí de un modo aséptico, como cuando uno degusta cualquier sucedáneo. Luego se me fue la cabeza pensando en la vida tan dichosa de los fruteros. Madrugaban igual que los panaderos para conseguir su mercancía, pero luego se pasaban todo el día rodeados de aromas y colores, algo impagable, de veras. 

Sin querer, volví a cruzarme con Fabián que salía de su consulta, mientras yo había retomado la compañía ficticia del teléfono móvil. Salía con una media sonrisa delatora; de esas que expulsan el mal durante cierto periodo de tiempo. Y yo, sin querer, también dibujé ese gesto. Al fin y al cabo, las buenas noticias siempre me aplacan, vengan de quien vengan. 

sábado, 4 de abril de 2020

Un piloto


Amanece. El sol decora de un naranja rosáceo las nubes del cielo. Regreso con el cargamento de test rápidos para detectar el Covid-19, que se han adquirido en una empresa asiática.
Voy con viento a favor, por lo que llegaré antes a mi destino. El avión de mercancías va sin tripulación, solo con un par de escoltas. Ello no evita que esté más tenso ante la posibilidad de algún contratiempo en las alturas. Tengo la sensación de transportar un tesoro; una de las flechas para enfrentarnos al virus, hasta dar con la vacuna. Podría ser un Atlas cualquiera; lo cierto es que solo soy un desconocido uniformado cruzando el firmamento. Cuando se distribuyan los test, quizá nos anticipemos a la pandemia. Puede ser una ventaja ante este enemigo hostil, letal, atroz y lacerante.
Una vez en casa, intento conciliar el sueño. Pienso en algunos de los lugares hermosos que se esconden tras mis ojos en duermevela. El corazón de la Selva Negra, las estepas en Mongolia, las márgenes del Nilo, el cañón del Colorado.
Poco después, debí caer en un sueño reparador, como los que concede el alma satisfecha.
Tal vez, fue a la mañana siguiente cuando el café caliente no me supo a nada y la acidez del tomate se me antojó inexistente. ¿Qué es una persona sin el disfrute de cualquiera de sus sentidos?
Ahora, seguro que pertenezco al recuento. Da igual si mi desenlace queda reflejado en cifras rojas o verdes en cualquier telediario. Fui uno de tantos y tantos granitos en esa montaña de empeños, para enfrentarse con denuedo a lo que jamás estábamos preparados.
Y no es poca cosa, si cada uno de nosotros notara el peso del mundo sobre su espalda. Entonces, el devenir, quizá, fuera un poco más sencillo.

domingo, 29 de diciembre de 2019

Ruido

Allí estaba. En la centralita viendo algún video de Internet. Goles, partidos, futbolistas destacados. Dennis Bergkamp. Qué maravilla. 
Aquel trabajo no era malo, ninguno lo es porque de todo se aprende. Pero había que estar centrado para combatir el tedio. Hace tres años iba al norte de Madrid, a un centro de investigaciones. Mis labores consistían en ser el encargado de realizar las rondas, controlar el aparcamiento y coordinar las  visitas a las instalaciones. 
Era un edificio de cinco plantas, con muchísimos despachos y bastantes laboratorios. 
Lo peor era cuando llegaba una hora de la noche en la que se apagaban todos los automáticos y yo, acompañado únicamente de una linterna iba, planta por planta, encendiendo cada fase. 
Al principio lo cumplía con respeto, luego había días que me invadía el miedo, lo reconozco, y otros llegó a visitarme la desidia (un estado que tolero menos). Esa que consigue echar en falta algo de adrenalina, suspense, acción. 
Por supuesto. No soy Ewan McGregor en La sombra de la noche, ni lo quisiera. Donde él interpretaba a un vigilante de seguridad en un depósito de cadáveres. Claro que no. La vida no es cinematográfica. Desde luego. Menos mal. 
Aunque pasé un momento en ese lugar, que hubiera preferido evitar. Eso sí, el salario es el salario. 
Ese lapso fue el siguiente. Cuando no quedaba nadie en el edificio, cuando todos los despachos estaban vacíos, en los laboratorios solo zumbaba el runrun de las cámaras frigoríficas, el teléfono estaba tranquilo, las puertas automáticas permanecían cerradas, bloqueadas por seguridad, es decir, estaba solo en toda la instalación. Allí, a priori, no había ni Cristo.
Permanecía sentado en la recepción con el ordenador encendido, como siempre. Solía contemplar la amplia cristalera que se erguía frente a mí. Una estructura de cristal con la misma altura del edificio que mostraba la oscuridad del invierno allá fuera. Me embelesaba. Me distraía, hasta que de pronto un ruido ensordecedor casi me tiró del asiento. Duró ¿Cuánto? ¿Un segundo, dos? Cuando terminó lo primero que intenté razonar fue qué había escuchado. Aquel ruido era como cuando un altavoz suena muy grave y se distorsiona por la reverberación. ‘Altavoces’, pensé. La sala de conferencias estaba cerrada a cal y canto, con todo apagado. El único sistema de sonido preparado para ello se encontraba allí, pero no iba a revisarlo. Qué va. Lo tuve claro. Si hubiera sido una llamada de auxilio. Esto era algo bien distinto. Me armé de valor y como el estruendo vino desde mi izquierda cogí el llavero y fui puerta por puerta abriéndola, para cerciorarme de qué había sido. Actúe así hasta que el vello volvió a su ser. La dentera siempre me ha descolocado. Allí no había nada ni nadie. Tampoco era una broma pesada de algún estudiante de las prácticas que allí realizaban. 
Finalmente, decidí dejarlo estar con la tranquilidad que concede el asumir algo irracional e inexplicable. Media hora más tarde, cumplí mi horario. Días más tarde me salió otra oportunidad, que no dudé en aprovechar. Ese trabajo pasó a formar parte del pasado. A día de hoy sigo sin comprender qué fue aquello. Aunque tampoco ha de importar mucho, porque como dijo, más o menos, Groucho Marx, la vida no hay que tomarla demasiado en serio. 

viernes, 14 de junio de 2019

Nos escuchan

Ustedes quizá no lo habrán percibido, ni notado o peor aún; lo saben desde hace años y permanecen como yo: intranquilos, indefensos, expectantes. Al leer 1984, de George Orwell, uno piensa en pamplinas como concursos televisados donde hay cámaras y donde el mayor logro es acostarse con las más guapa, la que pille más cerca o la que más beneficio contribuya una vez se salga de ese dichoso programa. Pero hete aquí que corresponde ir más lejos. 
El problema no es lo paranoide que uno se pueda volver con estos hechos que describiré a continuación, sino el tinte kafkiano que cubre y amenaza a los miembros de una sociedad cuando el velo de lo público y privado se nos arrebata inhumanamente. 
Señores, nuestros móviles son un ventanal con las cortinas descorridas frente a la indiscreta mirada de vayan a saber quién. A ciencia cierta, no sé si existe un organismo oficial que recopile todas nuestras conversaciones telefónicas. Quizá sea un lobby colmado de información personal de cada usuario o tal vez detrás de este asunto no exista más que un chiflado en una garita para dar acceso a un cuchitril con trabajadores, cuya única finalidad sea recabar datos privados de toda la población. 
Algunos pensarán que estoy perturbado y es cierto, nada me constriñe más el alma, que un estúpido aparato tecnológico creado para comunicarse y que ahora, no solo registra llamadas, sino que emplea y utiliza información a su antojo. 
Es probable que el sector de la publicidad esté detrás de ello. No hace mucho, diarios como El País y El Mundo publicaban lo que, más o menos, vengo a destacar. En sus páginas se leía que Amazon grababa todas nuestras conversaciones para su uso personal. Y si esa empresa puede, lo mismo hay más vinculadas con acceso a todo lo que filtran nuestros labios. 
Ahora, me hago esta pregunta: ¿Qué lógica existe si las leyes protegen los derechos fundamentales y, a su vez, se permite este abuso? ¿No es contradictorio?
Lo decía al principio. Algunos de ustedes habrán notado que su teléfono les manda publicidad cuando activan los datos o al levantarse de la silla cuando lo llevan encima (disculpen si uno ya se inclina a pensar como si hubiera algo oculto de sumo valor en acciones cotidianas mundanas y de escasa repercusión). Esto va a más. También les llegará información a sus receptores cuando el día anterior han hablado de cualquier tema. Por ejemplo, si hablan con su madre de una comida, la publicidad será de restaurantes o de recetas. Si mencionan el tiempo, lo mismo les aparece alguna oferta de vuelos o un viaje exótico que les quede por realizar. Sigo. El trasfondo del asunto es mucho más amplio de lo que parece. Ellos, esas entidades que se dedican no ya a vulnerar derechos, sino a abrirnos en canal y saber lo siguiente: que preferimos el filete muy hecho, cuál es nuestro estado de salud, qué gustos sexuales tenemos, cuánto dinero hay en nuestras cuentas bancarias, a quién votamos en las últimas elecciones, y continúo... a quién podríamos elegir en las siguientes votaciones, cuánto estamos dispuestos a gastar en la siguiente compra, con quién nos vamos a acostar (Sí. Los baremos preestablecidos podrían ser más fidedignos que la lámpara de cualquier genio).
Y créanme, cuando se obtiene la predisposición de cualquiera de nosotros frente a un hecho futuro es cuando el problema adquiere una repercusión de una escala considerable. No obstante, demasiado bien nos va para todo lo que pueden saber de nuestra vida. Ahora bien, permanecemos tan vulnerables como cualquier otra persona ante este posible peligro. 
Ante ello, solo se puede actuar con resignación porque somos ciudadanos; a priori gente sin relevancia ni mayor trascendencia (¿O sí?). Quién sabe. Lo mismo hay alguien moviendo los hilos, y detrás otros que mueven esos hilos y detrás otros, así hasta el infinito. Esto parece una broma soviética de la Guerra Fría o una idea sacada de cualquier argumento de espías. 
Lo bueno, como decía, es que nos va bien dentro de lo que cabe. Esa estabilidad, ¿la logramos nosotros o la conceden ellos al no interferir demasiado en nuestro día a día? Estas dudas dan para una conferencia de los servicios de inteligencia, una charla entre cafés o descarrilar en el delirio de un demente. Depende de cómo lo interpreten. 
Aun con todo, hablen alto y claro. Que las frases conserven su cometido para siempre. 
No hay palabra mal dicha si no fuese mal entendida. Y esto, señores, puede ser la clave. 

miércoles, 19 de septiembre de 2018

Cuando

Cuando en vuestro barco reine el silencio, sin tripulantes, sin arengas, durante la última batalla. Cuando sintáis que os socavan el alma con una cuchara de servir helados. Cuando os convirtáis en el Napoleón de vuestras propias miserias. El tiempo, capaz de pulir una vez aquello que fue punta, no será la salvación. Porque siempre va en contra de quien sobrevive; pónganse como se pongan.
De un tiempo a esta parte, pronto se cumplirán 10 años de aquella devastación. Iluso de mí, por pensar que solo habría una en el camino. La siguiente, sibilina, maléfica, mordiente, llegó por la espalda; algo tan suyo como ya mío..., pero reconocimos rápido su hedor. Fue más fácil de encauzar. 
Escuchen. He ido y regresado de lugares que es mejor olvidar. Contemplé un reflejo quebrado en un atardecer infinito. Sufrí lo indecible bajo los acantilados de aquellos peligrosos muros. Y aún, con todo, arañé los remos para llegar a cualquier costa. No. No me refiero a Nona, Décima y Morta. Traspapelé el sentido común, el saber estar; raciocinio, al fin y al cabo. Ahora escojo sonreír cuando vienen mal dadas, cuando se incendía el pensamiento y me pregunto ¿Adónde se encuentra la tercera, eh, adónde? Solo el silencio se cobija en mi nuca. Y este dolor de entre costillas ¿no cesa nunca mi vida, eh, no acaba? No deseo el final de los finales, ni a tiros, ni en broma. Aferrado a alzar el guante rojo, mientras disfruto levantando también el pómulo. Hablo simplemente de paz y quietud. De comer uvas. De mirarnos un segundo y ver que estamos presentes aquí y ahora. Compartir una ilusión por insignificante que parezca. Desde el filo de tus comisuras hasta la firmeza de la planta de nuestros pies. Así es.
Y perdonen si en ocasiones una marabunta parece asomar por el rabillo de mis ojos o si considero el hecho de que existan pocas prendas más horribles que una minifalda negra manchada con pelos de gato, si la tiza me produce dentera, si el ocaso se antoja único e irrepetible, si me enfado con los que más quiero porque son lo que más quiero, si no he visto Amelie y he aborrecido el azúcar blanco. 
Estos pequeños párrafos son una pequeña parte del propio anacronismo. Tan especial como el de cada uno de vosotros. Porque nadie es ideal, ni mucho menos. 
‘La vida es muy corta y muy larga’; escuché en cierta ocasión. Quizá sea por eso: unos días se pasan en un parpadeo, otros duran demasiado. Y al final, de bisabuelos a abuelos, de abuelos a padres, de padres a hijos, se transmiten las mismas ansias por dominar la supervivencia. Cuando lo bueno y lo malo nos es otorgado sin ningún control o parámetro preestablecido. La carta aleatoria o comodín también forma parte de la baraja. Toque cuando toque, pero siempre nos alcanza.

viernes, 18 de mayo de 2018

La memoria de un lápiz

En 2015 me encontré tremendamente cómodo y complacido de poder contemplar cómo una novela salía a la luz, materializándose delante de los asistentes. Por entonces, uno podía pasar por escribidor o tramoyista; realizando el mayor truco posible: concebir una historia, mejor o peor, pero con inicio-nudo-desenlace más la presencia de dos protagonistas un tanto siniestros y sórdidos, que me acompañarán allá donde vaya. Ahora, tres años y medio después, las ganas de seguir creando siguen intactas. 
No engañaré a nadie. La vitrina está hambrienta de reconocimientos, pero con encontrar una editorial decente para el siguiente libro me sentiría satisfecho. La decencia en el mundo literario (y en el de verdad, el de carne y hueso) permanece en desventaja. En este caso concreto es así porque la perspectiva de otros escritores a la hora de publicar un texto es, más o menos, bastante similar a la mía: no hay apoyo al autor ni respaldo comercial. 
Tras el auge de los creadores noveles, donde las pequeñas editoriales han visto el campo cultivado y verde, queda la supervivencia real del escritor. Donde el porcentaje de ganancia es muy bajo o la posibilidad de ampliar las presentaciones es poco menos que una lamentable utopía. Es doloroso contentarse obligatoriamente con vender ejemplares a los asistentes en un único evento. La solución tampoco ha de pasar porque el autor forme parte de la cadena de comercialización de su libro, comprándolos para venderlos más tarde, donde quiera y como pretenda. El creador no es un simple mercader que trapichea con su mejor producto, la inversión del tiempo en frases, mensajes e ideas tan laboriosas como gratificantes.
Ahora, el lápiz que sostengo entre los dedos, manejable, sencillo, ligero ¿No es la mejor herramienta que existe junto al martillo? Me invitan a reflexionar sobre todo el proceso que tendré que recorrer hasta lo venidero.
Por descontado. No pretendo ganarme el pan con lo escrito, pero una ayuda estatal, por ejemplo, entraría dentro de lo correcto (como la medida de bajar el IVA el año pasado en las bibliotecas). Aunque creo que esperar los incentivos del exterior también pueden ser muestra de debilidad o parsimonia. Mejor pongámonos a escribir, aunque todo lo demás no esté como debiera. Es mejor disponer de un cajón repleto de contenidos, a un panorama literario fructífero e inmejorable sin nada por ofrecer.

sábado, 7 de octubre de 2017

Mientras se escribe

Solo cuando la rendición me trepa por las piernas lo considero un aliciente fidedigno como para ponerse a escribir. Nanai. De pronto descarto el portatil cerrándolo con un golpe seco, hostil, frenético, casi desesperado, para darme cuenta de lo mucho que me ocupa esta labor, la de crear y transmitir, aunque, a veces, no se consiga todo a la vez (o nada en su mayoría). De todos modos y como diría Groucho Marx no hay que tomarse la vida muy en serio puesto que no saldremos vivos de ella. Y es verdad. 
Las musas o esas perversas de tal que se ríen de uno por invertir horas en construir una frase recta, como una zanja bien hecha y no un mero surco, se unen a la fiesta de ideas que monto a diario para ensamblar el bloque de letras, donde dedico parte del tiempo libre.
A veces, mientras escribo, observo a contraluz el desgaste de las teclas. Algunas permanecen prácticamente intactas conservando la pátina de polvo reveladora del poco roce de las yemas. Otras ya brillan un poco como las letras a,s,d o la e, de un modo jerárquico y de cierta petulancia como diciendo nosotras predominamos en tu castellano. Más tarde llegan las ideas banales (como si las anteriores no lo fueran). Y una de ellas es la existencia universal de una división entre todos los escritores del planeta. Los hay de corto aliento y de largo. Llevo bastante trabajando junto a los segundos, porque lo fácil, lo que llega a un posible receptor quizá sea de textos escuetos, simples, eficaces. En cualquier caso, al ser una idea intrascendente, pronto se camufla en una de gran calado y pienso que lo importante es ser leído. Todo lo demás es simple cháchara. 
Al mirar al horizonte el sol se ha escondido dejando unos contornos que pertenecen más a la noche que al día. Las musas partieron hace mucho. El sueño y el reconocimiento se instalan uno en las sienes y el otro en el pecho. La noche domina ahí afuera. Mañana, en el cruel Día de la Marmota, volveré a sentir la rendición en las perneras y una quemazón interior que no libra de nada.

miércoles, 19 de abril de 2017

La polilla

Abrí el armario y, al principio, pasó desapercibida. Luego, arengada por la intromisión o quizá fue el leve movimiento llevado a cabo por la puerta de madera al abrirse, no tuvo reparos en dejarse ver. Por el rabillo del ojo, capté un ligero movimiento que me crispó un poco los nervios, porque, a día de hoy, me siguen asustando los seres ocultos escondidos en los muebles viejos. Y este ser no era menos. Allí estaba, trepando por uno de los cuellos de esas camisas que ya nunca me he vuelto a poner. En el fondo la miré con más tristeza que respeto. Era como si me ahorrara el hecho de donar la ropa inservible a un punto de recogida o a la asociación para fines benéficos donde solemos llevar algunas prendas en desuso, como solía. 
El insecto alado me despertó una curiosidad infinita: ¿Por dónde había entrado? ¿Cuáles eran sus sensores nerviosos que le habían indicado que lo antiguo era más delicioso que cualquier tipo de moda? 
Fueron unos segundos, tan solo, nada más; lo que decantó la balanza a mi favor que para eso era el humano. En un periquete la polilla ya estaba revoloteando, esparciando inevitablemente el poco oxígeno que yo oprimía para no dejarla escapar y echar por tierra, tal vez, sus pretensiones osadas y lascivas en degustar con morbo y apetito (por lo visto son sensaciones muy vinculadas entre sí) nuestras cortinas o quién sabe, incluso la ropa interior. Al fin y al cabo era la mano y no mi boca quien la estaba reteniendo. Ya se sabe que, en el fondo, las zonas más alejadas de nuestro cuerpo, en un momento dado pueden dejar de considerarse parte de este. Sucede con los dedos, pasa también con los pies.
No la maté, en absoluto. Me apresuré a abrir la ventana del cuarto para que escapara. La escena, vista desde fuera, me estaba resultando un poco desagradable y el vello de los brazos ya empezaba a erizarse.
Cuando extendí toda la palma, la extensión de un hombre abierta para recibir la claridad del cielo, y la dejé marchar me dejó un rastro como de polvos argentados, y, en menor medida, áureos. Al fin y al cabo, no era un insecto tan repelente porque a pesar del mal rato que le infligí, lo compensó dejándo plata y oro a su paso.
Ya lo decía. Los seres escondidos en lo oscuro me generan una imperiosa intranquilidad.

domingo, 2 de abril de 2017

Un tributo

20 años de exclamaciones y comas. Un tango que emana de cada bolígrafo, lapicero o desde la propia mano de quien ha escrito aquí durante todo este tiempo.
Mientras recuerdo lo vivido, una imagen de blancura se me viene a la memoria. Al principio La buena letra creaba y se expandía desde el subsuelo, como los árboles; en un sótano al que se accedía por unas escaleras de barandilla blanca que, poco más tarde, daban a un estrecho pasillo del mismo color. Abrí la puerta, con más miedo que vergüenza, y allí estaban todos los que todavía me asaltan a veces desde el pasado, porque los otros llegaron más tarde y tomaron el relevo. Siendo el complemento y toda la suma. Yo rondaba la veintena; ellos sonreían y escuchaban por encima de la edad que nos separaba. Con distintos métodos eran capaces de generarme una envidia sana desde el punto de vista humano y literario. Ya saben eso de querer correr cuando primero se ha de andar.
Y aprendí todo lo que pude, en las idas y venidas, en algunos de mis holas y en todos mis adioses. Porque esta asociación, que todavía late tras las densas, oscuras y teatrales cortinas de estos escenarios, es una superviviente nata. Capaz de sobreponerse a las peores adversidades. La cultura es la sangre que los habita, la piel de estos merodeadores de letras que esculpen sus sentimientos por doquier. Han sabido cultivar una buena vía de escape, la literaria; como un modo de vida imperecedero y enriquecedor.
Podría dar nombres de todos los miembros que han formado parte de este camino, pero rememoro esa experiencia en la línea de la vida. Les contemplo desde la lejanía, en la distancia. Y ahora, una vez más, se agolpan las ideas con las que los vinculo: ‘vocalizar bien’, ‘leer despacio’, ‘leer mucho’, ‘para escribir hay que tirar lo que no sirve’, ‘pégate al micrófono’, ‘tranquilo’, ‘risasֹ’, ‘abrazos’, ‘aplausos’ y ‘cariño’. Valores aprendidos junto a ellos, que me han hecho crecer e ir hacia delante.
Por último, desearles que el techo de los 20 años sea el suelo de su mañana. Porque lo merecen, porque en Fuenlabrada se han labrado un surco creativo, porque quién va a ser, sino ellos, los elegidos para seguir creando el presente de la asociación. Con toda mi admiración y respeto: aquí siguen. 

miércoles, 8 de marzo de 2017

Un 8 de marzo

Confieso mi profunda admiración hacia las mujeres. Desde las que han hecho historia (como Marie Curie, Amelia Earhart, Chavela Vargas, Frida Kahlo, Mary Shelley, Kathryn Bigelow o Meryl Streep), las desconocidas que captan la atención solo con un caminar y, por supuesto, todas las que pasaron y siguen en mi vida, gracias a Dios o a la fortuna.
He de admitir, con cierto reparo, que sustentado por la timidez he podido observarlas, en algunas ocasiones, tal y como si fueran completamente distintas a los hombres. Puede que tal afirmación me haga jugarme el tipo, pero a día de hoy, y puedo estar profundamente equivocado, las sigo mirando con ese respeto, incertidumbre y júbilo de quien ha descubierto un tesoro secreto, un enigma indescifrable, un ático con vistas al mar. 
Milan Kundera con La insoportable levedad del ser hace un buen acercamiento con uno de sus personajes hacia lo que los hombres podríamos desear/necesitar de las mujeres. Más allá de esa recomendable lectura, lo que verdaderamente me fascina del género femenino es la vitalidad con la que preparan al mayor rival que (supuestamente) la sociedad les ha colocado, el hombre. Bien por medio de una reinvención de la esposa para con su marido, bien por los métodos de los lazos familiares si son hermanas, madres, tías y abuelas aplicando el cariño y los buenos modales. En todos estos roles detecto una profunda implicación en la finalidad de moldear grandes hombrecitos y mujercitas, que luego han de poner en práctica el aprendizaje para ver de igual a igual a las féminas y estas para con sus semejantes masculinos.
Hasta el papel de mujer fatal ha dejado una huella en el celuloide con multitud de intérpretes que han hecho de la presuntuosa virilidad del macho lo que bien les ha dado la gana. Y bien por ellas. 
Pero voy a ir a lo concreto. Rememoro a la abuela que se esforzó en hacerme más educado y gentil, a la tía con la que comparto confidencias sobre la vida, a mi madre que es un ejemplo de coraza, perseverancia y un tributo a la idea del esmero hasta el último minuto de existencia, a esa suegra que ocupa mi pensamiento y con la que siempre me esmero en dar la talla y a Cris por ser vértice en toda esta escultura vital que configura nuestras vidas, el día a día. Por ella pondría la otra mejilla, la mano en el fuego, y la concedería hasta la propia cartera. Porque se puede contar en todo y para todo, porque representa los anhelos más inmediatos. Es lluvia, arcoíris, primavera y festividad para los sentidos. Un regalo que esperaba sentado en un banco al merodeador despistado, que un buen día subió unas escaleras y se topó, de lleno, con la más exitosa de sus suertes.

domingo, 19 de febrero de 2017

¿Adónde vamos?

Caminaba por el municipio donde crecí, con la tremenda sorpresa de no reconocer los establecimientos ni tiendas que se habían abierto en los últimos años. Me entró una especie de nostalgia. Y aunque suelen decir que los lugares de la infancia son inalterables, en vez de la mirada y vida de quien regresa, no me lo creía. Entre tanto, mis inquietudes comenzaron a sembrar la alerta psicosomática. De pronto, una molestia empezó a cobrar forma. Esa especie de dolencia se hacía presente y ganaba enteros, muy adentro, bajo el entrecejo y sobre la nariz. El dolor afortunadamente no fue a más, a pesar de comprobar, cómo uno de los negocios más memorables de mi juventud, se había ido al garete también. Llevaba el cartel de la peste, digo ‘se alquila’. La guadaña económica había alcanzado ese lugar, donde el dueño fue quien, en un pasado adolescente, me grabó todos los videojuegos piratas en el instituto. Estaba perplejo por la nueva situación de su, ya extinguido, negocio o empresa. Supongo que cuando a uno le dan cierto cogotazo es mejor levantar la mirada lo antes posible; eso es lo que hice. Fue entonces cuando contemplé, con más asombro todavía, los muchos comercios, para mi gusto demasiados, portando el famoso ‘se alquila’ que tanto se ha puesto de moda. 
Es como si en medio del pasado de los caminantes y el futuro de las calles, se hubiera instalado de por medio un presente crítico, inmoral, indecente o ventajista, a la larga y en la corta. 
La jaqueca amenzaba con abrirse paso entre mi cráneo, tendones, nervios, músculos y piel. Era una verdadera jodienda subcutánea, pero lo realmente engorroso y de cierto peligro para la sociedad era esa tipografía naranja fluorescente y chillona; como diciendo: ‘Aquí estoy yo, con mi rictus mayúsculo con el fin de ser un verdadero quebradero de cabeza’. Decidí seguir adelante en mi rumbo un poco dubitativo, como quien se gira de vez en cuando para ver si alguien se estaba riendo o había una cámara oculta. En la desesperación todos los males hincan. Este del que os refiero puede ser una nueva adversidad, como tantas otras. Un problema de complicada solución para los que esperan con las manos cruzadas enfundados en trajes y corbatas. 
Los transeúntes en su día a día saben dónde fijar la mirada. Es una verdad agria, incómoda, nociva. Un pasatiempo imposible, un Scrabble con las letras predefinidas en los huecos justos o premeditados. Desde arriba sueltan los letreros; abajo se consiente el resultado.

sábado, 7 de enero de 2017

El profesor de historia

Es como una aparición de la serie A dos metros bajo tierra. Una de esas en las que los personajes secundarios que morían al principio del capítulo aparecían más tarde durante el mismo para aleccionar a los protagonistas cual fantasmas con un tema vital que, a priori, se les pasaba por alto. Este parecía uno de esos casos, aunque a mí, este hombre no me hablaba; tan solo me lo encontraba en la sección de frutería del centro comercial donde, por lo visto, solíamos acudir a realizar nuestras compras. Pero algo no cuadraba. Ya era muy mayor cuando impartía clases en el instituto al que fui, por lo que con el paso del tiempo una de dos: o no era él y es un hermano pequeño que en la actualidad dispone de la edad con la que le recuerdo por entonces o podría ser alguien increiblemente parecido. Ser profesor, aunque dispongan de bastantes días de vacaciones, no es una profesión fácil (cuál lo es) por lo que algo de vejez debería notársele. Quizá sea eso lo que más me enoja, el simple hecho de que él se mantenga tal cual y yo haya cambiado. Aunque en el propio cauce vital de la enseñanza los que más terreno disponen por abonar son los alumnos, los maestros pueden cambiar de centro, pero van encauzados. Los adolescentes tienen un mar de incertidumbre por delante. 
Voy andando por el centro comercial y tras una robusta columna exterior de piedra, cerca del aparcamiento sentado en un banco con gafas de sol y un niqui añil, aparece su silueta, sus contornos plácidos y su gesto un poco arrogante. Este Platón modernista aprovecha el sol de las doce de la mañana, como quien disfruta de una merecida jubilación. Un Richard Jenkins pepinero, con la ‘nueva vida‘ por delante. Es entonces cuando me dan ganas de soltar mis bolsas, todavía vacías, y agarrarle por el cuello de la prenda para espetarle: ‘El truco de tus esquemas no me sirvió de nada’ o ‘¡Qué haces aquí!’. Pero en seguida desisto en mi acometida. No puedo increpar nada a alguien que sopesa tanto si los plátanos son buenos o no, porque hago lo mismo. En el fondo, supongo que sigo respetando, ahora que soy un hombre a ese ‘garbancito’ con el que primero suspendí, luego obtuve un sobresaliente para más tarde quedarme en la tercera evaluación en un notable. Seguiré espiando su meticulosidad en ese gran desconocido que pasea como si nadie le reconociera, como si fuera uno más y no hubiera dejado cierto poso de aprendizaje en un alumno del pasado. Por lo tanto todo permanece igual. La tiza por las patatas, las zanahorias por el parte de asistencia. Siempre hay alguien mirándonos o simplemente observando lo que pasa. Es la única historia que conozco, la que ven nuestros ojos. Esa también merece ser contada.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Aún se está a tiempo

Caminaba entre el dolor ‘ajeno’de los boxes de urgencias. Un desconocido con una herida profunda en la frente, otro con la minga en la mano sin expectativas de orinar en el baño, una mujer mayor con la cabeza ida produciendo unos lamentos que, a mi entender, ya venían más de allí que de aquí... y la zorra de su hija maltratándola en público. Algo ha cambiado en esos pasillos durante los últimos años. Pero aún se está a tiempo de sostener la mano de un padre en medio de todo ese fragor y tragarse el ansia por imaginar que uno se lo echa a la espalda, antes de que llegue el verdadero enemigo con su dalle. Todavía es pronto para tomar el último trago de lo que demande el coleto en ese momento trascendental. Nunca es tarde para volver a caer y levantarse o recompensar con una mirada las buenas amistades, contemplarse a sí misma frente a la propia imagen y sentirse atractiva, comerse fugazmente la comida del plato como quien pretende devorar el mundo, erradicando todos los males con el buche lleno. Aún se está a tiempo de marcarse un pericón, rock and roll o ponerle música a vuestras escenas de vida. Ahora que vienen mal dadas o buenas (qué más da, si en los dos casos hay que relativizar y en la mayoría de ocasiones las circunstancias escapan de nuestro dominio) es el momento presente; el único instante fugaz para los sentidos es el que más huella debería dejar y ni por esas. Porque siempre se preocupan de lo perdido, pasado, y lo inalcanzable, futuro. Se vive en el pasillo de un tren que en la juventud parece interminable y cuando se llega al último vagón solo se anhela el primero, sin disfrutar siquiera de ese momento final y crucial. Pero aún se está a tiempo de cerrar temas, de sentarse a charlar, de mirarse a los ojos, de seguir creando, de ayudar al prójimo y que su felicidad sea la vuestra, pero solo de quien ustedes consideren oportuno. Porque ya decía que el trayecto acaba y su conclusión sorprende, siempre llega pronto y ese dolor suele hacerse bruno en nuestro costado. Asi que ya saben. Declárense de una vez. Minimicen las actuaciones de sus jefes sabiéndose que sin los rangos inferiores no habría mandos superiores. Arreglen sus deudas. Vayan siempre con la mejor de las tarjetas, una sonrisa. Y el mundo, tras estas fiestas les parecerá igual, pero, al menos, habrán cambiado la tendencia, el sino, la levedad de los seres humanos en su carrera por la vida.

viernes, 29 de julio de 2016

Incertidumbre literaria

Muchas veces he sucumbido a las malas ideas sobre la escritura. Primero me asaltan como si formaran parte de un problema mayor, luego cuando se apaciguan... miento; rara es la ocasión en la que cierta duda literaria abandona los resquicios de mi pensar. Aunque la consulte en la RAE o en alguna cuenta de ortografía de las redes sociales. Siempre permanece ahí y la incertidumbre, una vez resuelta hace yesca en la imaginación, preparando el terreno para la próxima. 
¿Se pueden colocar comas entre preguntas? Las he visto emplear en mis autores favoritos, pero el que lo hagan muchos buenos no significa, ni por esas, que sea norma de escritura (porque el ser humano siente un contínuo desafío en quebrantar lo establecido). 
En esas, detesto los quizá con una ese final. Pueden llegar a nublar el día, la tarde o el rato de lectura. O el procedimiento de las ediciones más selectas de algunas obras famosas y transcendentes que tildan la tercera persona del pretérito del verbo dar con un dió hiriente y enervante. 
Todo ello me altera porque si uno cree disponer de unos cimientos literarios comunes y lógicos, cuando ve algunos de estos casos le asalta la desconfianza miedosa y descorazonadora. Nadie quiere ser la oveja descarriada, aunque muchos chulearán de ello y de su intentona. Habla alguien que ha visto también como dos comas cercaban a la siempre ágil i griega (perdón la ye), como pretendiendo generar una pausa demasiado prolongada en el tiempo; casi como un punto, vamos.
Los hay, eruditos ellos, que siguen tildando el solo y el pronombre este como si no se adecuaran a la última actualización de la RAE de 2010. ¿Acaso debe haber modas y modelos a la hora de componer un texto? 
Algunos, podrán tacharme de pedante, pero se equivocan; porque también cultivo errores, de vez en cuando. Lo único es que no pretendo prolongarlos durante las 400 páginas de una novela. 
Los males escritos se pueden remediar. Solo es cuestión de prestar la suficiente atención o interés; aspectos a la alza en esta sociedad que trafica con la prisa y lo irrelevante. Existe un gran vacío en este guion; no todo vale; seamos, por tanto, juez y parte del asunto.

martes, 31 de mayo de 2016

La última de Paolo Sorrentino

He visto La juventud y aunque ha habido fragmentos de la historia que no he entendido del todo ha sido una película muy grata de ver e interiorizar (pensar en ella en los momentos insustanciales cuando no hay nada mejor por hacer, de pronto te asalta una imagen o un diálogo).
No obstante, tiene el defectillo de que en la vida real los diálogos no son tan profundos como los describen aquí, donde todos razonan de sobremanera bajo una retórica envidiable, obviando eso; sí me la creo con creces.
Cada vez me pierdo más entre escudos con una sola estrellita y batallas de explosiones Marvel o DC. Debe de haber de todo, por supuesto, pero con tanta reelaboración donde se repiten las ideas, copia de ellas a lo largo de décadas y seguimiento innecesario de sagas de los comics o de vayan a saber el qué, cuesta encontrar un entretenimiento memorable más de lo que suele durar una serie de televisión.
Regresando a la película que acontece. Me encanta Michael Caine (resurgido tras Sangre y vino) y cómo no, Harvey Keitel, con el que me topé por primera vez en Teniente corrupto y me fascinó su papel; y no la nueva versión de Nicolas Cage, aunque no se la debería considerar ni eso.
Por si fuera poco, actúan junto al tándem una tal Rachel Weisz tan lacrimógena en esta ocasión como bella siempre. Y Paul Dano, del que he leído en algunos periódicos y del que apenas he visto algo, hace bien las coberturas. Empleo esta metáfora futbolística porque también sale, según he entendido, Diego Armando Maradona en este largometraje, o alguien que se le parece mucho a él.
Lo mejor, sin duda, las escenas donde aparece Miss Mundo, por erotismo y complejidad, a partes iguales (la escena donde el personaje de Caine se la imagina por primera vez sobre una pasarela es bastante significativo).
Un largometraje digno de ver y de emplear o perder dos horas de dichosa juventud. Mucho más enriquecedor que jugar a los juegos de la telefonía móvil; que me perdonen los seguidores de ese fútil entretenimiento. No pretendo desprestigiarlo... o sí.
Para gustos los colores y más si dan puntos por ello. En fin. Cuestión de perspectivas, necesidades y motivaciones. Sobre eso no hay nada escrito.

domingo, 15 de mayo de 2016

Alien

Es un alienígena que se abrocha la chaqueta a expensas de junio, que baja por unas escaleras mecánicas a decenas de metros bajo el suelo apoyado en la goma negra deslizante para evitar que lo anodino se resquebraje en un mal tropiezo, que se mira al espejo sin ver lo que muestra...
Y también se siente un extranjero en su tierra por las nubes de humo reales (Seseña) y la que descorren los políticos, porque tratan a los ciudadanos como si fueran estofa. La Tierra no explotará jamás; hasta que reviente.
Se relame en los postres y ha encontrado las puertas a un nuevo inframundo: las pelusas del ombligo.
Inventa realidades tanto en lo que escribe como en lo que lee, porque el día a día le resulta un llaga en el alma.
Sabe regatear a la desidia rememorando canciones que su padre escuchaba para obrar de igual modo. Acodado en el suelo del salón, antes fueron los LP (retornan), ahora CD o ni eso, Internet. De ese modo no habría podido conocer nunca a grupos sudafricanos como Savuka y otras rarezas varias. Sin referencias, solo hay datos. El padre mostraba el camino y luego el primogénito inculcó al hermano.
Amigo de sus amigos (vaya redundancia) y amigo de sus enemigos, una consideración más que loable. No escatima a la hora de involucrarse con todos ellos por igual sabiendo que el tiempo es pérdida.
Se preocupa en exceso de los males de los demás, aunque sabe, a ciencia cierta, que la vida son subidas y bajadas, por lo que la importancia debe ser relativa ante todo. Permanece en el justo medio de las cosas; ahí donde los impávidos empatan con los diligentes, en veda de nadie. Del tiempo libre del que dispone permanece sentado la mayoría de las ocasiones. Un hecho que para los griegos clásicos no es ni bueno ni malo; peor sería estar tumbado y mejor permanecer de pie elaborando y creando (perdiendo el ocio, vamos).
En definitiva, un extraterrestre a lo Eduardo Mendoza, venido a menos, con el pecho henchido de porvenir para quien sabe esperar en terreno sembrado; cultivando y cultivándose como un bien de reserva, una ilusión fugaz durante el amanecer, un sueño que se atrapa.

jueves, 7 de abril de 2016

Horror vacui

Mateo se encerró en otro habitáculo. Había notado que las paredes de toda la casa eran semejantes al cartón. Este pensar le hizo percatarse de las conversaciones ‘privadas’ transmitidas sin pretenderlo a sus vecinos. Qué sabían ellos y qué desconocía él. Puso música a través del móvil. James Hetfield no tardó en enarcar las cejas con Frantic. Ahora, le iban a oír. Una sintonía diabólica y pegadiza generó en su espalda la segregación de un sudor resbaladizo y cálido. Nadie le veía en ese balanceo hipnótico y frenético. No bailaba; se arrastraba sobre el piso. Por un momento pensó en darse una ducha y despejarse, pero algo no andaba bien. La noche anterior tuvo la típica pesadilla dotando de desconfianza sibilina a toda la realidad envolvente. Cuando estas se producían debía de actuar con cautela. Primero se incorporaba suavemente en la cama oteando en derredor o mirando fijamente a un punto imaginario. Un Cristopher Lee o Béla Lugosi despertando de su ataúd; con esa lentitud y tiento, me refiero. Más tarde iba al baño a refrescarse las muñecas, sienes y nuca con agua fría. Sí. Las pesadillas de este tipejo no eran normales, ni mucho menos. Necesitaba de, al menos, un cuarto de hora largo, para volver a pisar sobre seguro. O eso pensaba él. Siendo honestos estaba rotundamente convencido que, cuando sufría esos malos sueños, un fragmento de él se perdía con ellos. Por decirlo así, era como si no despertara entero. ¿Qué pretendía rememorar su alma? Sentía como si la mente le garabateara el pensamiento al bajar la guardia.
Este pobre Bartleby, ahí es nada, se columpiaba entre los chispazos de sus neuronas y el vacío de los recuerdos sublevándose, incluso, desde el duermevela. Los sueños, para vosotros, serían tan inofensivos como las palabras; con el tiempo los días los subyugan. Pero él era algo diferente. Recordaba gran parte de las pesadillas y también guardaba con recelo un montón de frases de sus círculos ancladas en la memoria a largo plazo. Lejos de ser removidas y extraviadas por el viento. Porque si había algo más divertido para su soledad era el echar por tierra el dichoso refranero popular. Él contra todos. Con este caldo de cultivo difícilmente se podría sacar algo loable. Así era Mateo.
También sufría lo indecible a la hora de relacionarse. Se mordía las uñas hasta incluso la mitad de las mismas. Esto confería un aspecto innoble a sus dedos... los ojos de las manos, el previo rostro en cada saludo. Y aunque, en ocasiones, le salía un poco de sangre, tampoco importaba demasiado. Nunca había vivido de apariencias ¿O sí? De lo contrario no se acomplejaría de las escuchas vecinales. De cómo sus chillidos nocturnos le dejaban en evidencia. Al fin y al cabo, quien más y quien menos mantiene un pulso consigo mismo.
Y cuando la batería del móvil estaba llegando al final, se quedó adormilado sobre la cama, ese rectángulo acolchado de tortura para los insomnes. Así, sin la luz de la pantalla, pero con la del despertador en rojo, su silueta se fue entrelazando con la oscuridad hasta casi difuminarse por completo. Como si nada de lo descrito hubiera sucedido antes. Todo en calma, en quietud, como otrora, cuando estaba ella a su lado y sabía apaciguar al monstruo de las tres de la mañana y al de las cinco y pico. La calidez de una buena compañía. Aquello sí que fue una realidad aplastante.

sábado, 19 de marzo de 2016

La caja de hojalata

Abrí la caja de recuerdos y aspiré como un niño el aroma que de allí salió. Nada. Mi pituitaria se había contaminado también de nihilismo.
Habría pagado una gran suma de dinero porque hubiera escapado del cofre de los vientos una delicada esencia de los días olvidados. El primer sentido anulado; vamos con los demás. Dejé a la vista y al tacto todas mis esperanzas de socavar información oculta, guardada y en salvaguarda.  El problema de generar un cajón desastre es eso; al final nuestros recuerdos se acaban convirtiendo en materia varada y extraída de algunos lugares recónditos sepultados por la colcha de olvido.
En el interior de la lata, allá dentro, había multitud de objetos.
Lo primero que cogí (aunque sospecho que acabó por ser él quien vino a mi mano) fue un coletero de color negro. Mi mano diestra lo sujeto con mimo, mientras lo observaba con infinita curiosidad. Debía de ser una de las gomas que utilizaba para anudarme la coleta cuando era joven.
En seguida, como una polea que influye movimiento a la siguiente y esta a la de más allá, mis ojos (extensión del cerebro) recorrieron prestos todo el contenido de Pandora, y como un refusilo buscaron con rapidez y avidez algo que echarse a la memoria.
Había dos hojas, de tilo y otra de eucalipto, perfectamente conservadas o esa parecía, porque la más pequeña y delgada, al inspeccionarla, se resquebrajó en decenas de añicos entre los dedos.
No recordaba su función allá dentro. Lo mismo, de chiquillo, el viento las arrastró allí y cerré la tapadera adrede, con el único fin de recordar siempre ese momento.
Luego me detuve en un piedra, resto de otra roca, que había firmada con una frase en color azul desgastado. Dicho rotulador no debía de ser muy bueno, porque me costó descifrar el mensaje. La frase sobre su superficie prefiero no desvelarla, puesto que fue como un mazazo seco en el omóplato. Otra lástima, no saber, tampoco, el autor o autora de semejante unión de palabras.
Por supuesto, también había pendientes de aro. Tanto de plata como los de coco permanecían allí olvidados tan oscuros ya casi los primeros como los segundos. Y he de reconocer mi predilección por la plata más que el oro. Hago esta comparación porque el modo de ‘herrumbrarse’ de mi elemento químico favorito era asombroso. Como si el tiempo le mellara y con un simple trozo de tela o aclarado con bicarbonato diluyera el roce del pasado y lo devolviera al presente con su aspecto impertérrito, el de siempre, el de antes.
También había relojes. Cuatro concretamente. Desconozco mi antiguo afán por conocer el paso de las horas anclado en la muñeca. Hace años que me deshice de ese lazo. Ahora, unos sin pilas otros parados anhelando el roce de la piel humana, permanecían desamparados observándome con sus vértices oculares.
Y allí, tras colocar la tapa de latón sobre todos ellos más algunas cartas procastinadas a ser leídas en el futuro de otro momento de intimidad, decidí colocar mis recuerdos a la espera de volver a ser descubiertos y desenterrados. Ocultos, guardados y en salvaguarda... hasta que llegase el día en donde los abriera y fueran solo fragmentos descabalados de uno mismo.

viernes, 19 de febrero de 2016

Maraña

Hay algo en la gente, de un tiempo a esta parte, que me disgusta. Puede que la visión objetiva sobre el asunto esté distorsionada, es decir, un mea culpa. Pero de no ser así podemos estar peor de lo esperado. No estoy cuestionando el nivel de educación de los desconocidos con los que me cruzo, sino algo más profundo y dañino. ¿Estamos otorgando la mejor versión de nosotros mismos?
Desde luego hay un innegable caldo de cultivo para los iracundos. Lo veo en la manera de devolver las monedas en un cambio, lo aprecio en las prisas del empleado en abrir tu depósito del vehículo, lo siento en la impaciencia de algunos en saltarse las normas preestablecidas y lo sufro en las medias tintas de la sanidad pública.
Nada más lejos de ahí. Una colisión de miradas y malos gestos, una mala contestación, siempre a destiempo; una pérdida de principios colosal a coste cero.
En otras sociedades, cuando vienen mal dadas no solo se arrima el hombro, más bien aprenden a vivir con nada desde la cuna. Aquí no. Ahora, según dónde me encuentre parece prosperar la altivez de los improperios, la mala baba.
Por supuesto; siguen existiendo bellas personas allí donde la misantropía todavía es un mal sueño. Ancianos extraños y extrañados de que se haya perdido la costumbre de exhibir un pañuelo impoluto desde el bolsillo superior de la americana o mujeres impedidas sin dónde sentarse en el vagón sin nadie que se preste.
El desplante, ignominia y animadversión parecen estar a la última moda. La bondad kantiana, ahora más que nunca, se me antoja una utopía.

sábado, 30 de enero de 2016

El caso de Funnydent

Antes de nada, quería destacar que esta empresa de clínicas dentales ha cerrado de la noche a la mañana sin dar explicaciones tanto en Madrid como en Barcelona. Es decir, en toda España.
Recuerdo la última vez que fui, hace apenas dos semanas, a la consulta de Leganés. Me pareció que seguía habiendo ese ligero desorden en el aire, pero si una entidad se acostumbra a trabajar así, bien por ella. Percibí, también, que no quedaban profesionales en plantilla de los que me habían tratado en mi último año. Un claro indicio pernicioso o dañino si se poseen dotes detectivescos; no es el caso.
Este hecho podría producirse en las grandes superficies comerciales, pero el dato permanecía ahí: el grueso de la plantilla se había modificado en un breve lapso.
Captó también mi atención la ‘apuesta por el blanco’. Si antes tenían sofás (sí, sofás. Ni butacas, ni sillas) negros y blancos, ahora todos eran ese mismo color inmaculado. Por si no fuera poco, la puerta del servicio la habían reformado y no quedaban indicios de la anterior. Ahora era una puerta solemne de cristal corredera y opaca. El toque ostentoso seguía impregnando las baldosas del suelo, subrayado por el ambientador de matices afrutados.
Con todos estos detalles estéticos (más la característica televisión de plasma en la pared) y vanguardistas, quién se iba a imaginar tal espantada.
De mis sesiones, solo quiero rememorar a Clara (fue el alba tras una interminable noche) la especialista que me colocó el implante de titanio. Un ángel con el pulso y la delicadeza de un ducho cirujano.
Y es que, por esa vez, he tenido suerte. Porque he pagado el tratamiento completo y se concluyó antes de toda esta parafernalia silenciosa e insidiosa.
A otros no les ha ocurrido lo mismo. Habrán pedido incluso préstamos o estarán sufriendo dolores físicos convertidos ya en una cuestión lamentablemente bursátil. Me estoy refiriendo a los ancianos de la localidad. A los abuelos de todos y cada uno, porque el número de fichas con las que Funnydent se manejaba era cuantioso. Eran los amos del cotarro, ya dueños del ayer.
Duele escribir sobre esto. Las estafas escenifican la supremacía eterna del fuerte sobre el débil y, en mi caso, he estado posicionado en ambos bandos: vigoroso cuando me sentaba en sus sofás y pensaba en lo bien atendido que iba a estar; endeble cuando se me volvía a desplazar la pieza y entraba directamente hacia el mostrador con cara de pocos amigos o de engañado, traicionado, vencido, al fin y al cabo.
Y es esta, la última de las sensaciones con la que me quedo.
La comisaria debe estar repleta de denuncias por este altercado. Bajo ningún concepto debería quedar impune.
El tiempo dictará su sentencia. Ese gran sabio que todo lo iguala.
De la justicia desconfío. Y si cae todo esto en saco roto, al menos que el tema a tratar nos haga removernos desde el suelo donde se deposite.  

sábado, 23 de enero de 2016

Miedo informativo

En la vida cotidiana, todos somos héroes de nuestro hogar, pero ¿Quién nos protege de las posibles pandemias? Necesitamos a Watchmen, los vigilantes de los vigilantes, sin lugar a dudas. Son los únicos que podrían mitigar definitivamente el Ébola, y ahora podrían actuar de igual manera con Zika, un virus que no sé por qué, pero me da en la naricilla su ligero tufo informativo.
Desapruebo las teorías del miedo y más cuando las crean vayan a saber quién. La Tierra ha asido asolada en incontables ocasiones (no es la primera vez que escribo sobre ello) por los virus y su consecuente propagación. Desde las vacas locas a la gripe aviar y siempre la humanidad ha salido adelante. Aunque para Stephen Hawking tengamos las horas contadas gracias a otros temas... y al afirmarlo él, por algo será. Adquiere todos mis respetos.
Mi mayor incertidumbre es que si no existen superhéroes (habiendo nombrado ya uno) cómo es posible la oportuna desaparición de esas ‘catástrofes’ emitidas desde los medios de comunicación.
Bueno, es cierto, lo confieso. El único Superman real fue José María Ruiz Mateos que se enfundó la elástica azul y la capa roja. Más allá de ahí... Ah, sí, lo olvidaba; ese hombre anónimo de la Plaza de Tiananmen en 1989. Se colocó delante de una hilera de tanques y sus únicas armas de combate para detener su marcha militar fueron una camisa blanca y la bolsa de la compra.
Ya lo decía al principio, hay superhombres y supermujeres ocultos bajo el día a día y sus rutinas. Qué se le va a hacer. Esos desconocidos no se arrugarán jamás ante las enfermedades de racimo que lucen en la televisión o reverberan en los tímpanos desde las emisoras de radio, en esas peluquerías de antaño donde se escuchaba RNE.
Me imagino a todos esos Aquiles domésticos con la mente despejada en sus respectivas salas de estar. Con la única preocupación real que ocupe sus mentes. Luego se relajarán, quizá y se echarán la manta sobre el regazo. Lo extraño de todo es que los óbices de la humanidad se describen, una y otra vez, en todos los soportes escritos y hemerotecas, pero cuando el mal se nos instala, tan de pronto, siempre parece nuevo y desconocido. Con lo cual podrían sobrar esas noticias con sabor a humo y poco más; las que se empeñan en introducirnos tiritonas en el cuerpo. Tan nocivas, tan entusiasmadas en apagarnos la preciada luz del candil de la supervivencia.

jueves, 14 de enero de 2016

Un pececillo llamado Wanda

El conglomerado chino Dalian Wanda, un gigante del sector inmobiliario, pero con negocios en turismo, cultura o deportes, casi lo vuelve a conseguir. Lo bueno es que, de momento, no ha colado su esplendorosa y magnífica idea de reformar el edificio España convirtiéndolo en un centro comercial y hotel de lujo. Su idea de mercado, un proyecto con ese toque a lo magnate por su ostentosidad, se ha visto truncada.
Qué quieren escuchar. Me alegro, y mucho.
Aquí, no se transige  ya la gran oportunidad laboral del megafastuoso empresario de turno. Algo que parece la condición sine qua non de todo idealista megalómano, ni el hecho por el cual se matizaba que la fachada del carismático y emblemático edificio situado en Plaza España se dejara intacta. ¡Bravo!
La propuesta de Wanda, como sostenía en el principio de este texto, toca muchos y cuantiosos palos: es dueña del 20 % del equipo de fútbol Atlético de Madrid, ha puesto sus ojos en Marina d´Or en Oropesa del Mar y por unos módicos 3.200 millones de euros acaba de adquirir, no hace demasiado, la productora cinematográfica Hollywood Legendary quien colocó el sello comercial a la película Jurassic World el pasado año.
Con esto quiero mantener que estos no se andan con chiquitas porque saben apuntar y tiran a dar. Además, les gusta y disfrutan con ello. Cómo no.
En cuanto a la marca España, decir lo encomiable de exportar jamones y aceite a China, pero si a cambio se va a permitir la presencia, un tanto parasitaria, de algunas empresas o negocios de allí... Virgencita déjame como estoy.
Ahora, ni me considero xenófobo (Vivo en un Estado donde se siguen fabricando armas para las guerras) ni seguidor acérrimo de la teoría del contrato social. No obstante, chirría en grandes dosis el capitalismo como máxima y única expresión; sea la bandera de cualquier color. Y con esto se pierde demasiado, al dejar de lado todos los descartes, desechos o despojos marginados por la competitividad de la raigambre política soterrada en cada país.
Colaborar es una suma óptima; por el contrario, si se compite se disecciona a la sociedad.  

lunes, 11 de enero de 2016

Un genio implacable

David Bowie ha fallecido a los 69 años víctima de un cáncer. Así lo anuncian los medios de comunicación hoy. Una pena, la verdad.
Lo bueno de estos artistas es que al ser tan genuinos en su legado generan un hecho para mí vital: la inmortalidad de su trabajo, puesto que nunca dejarán de sonar sus melodías y composiciones, aunque se intente escapar de ellas porque forman parte de una cultura, digamos universal y reconocible allí por donde se pase. Por comparar es como la Coca-Cola para hacerse una idea. Aunque los seguidores acérrimos del cantante piensen que no estoy acertado, saben que hasta un aborigen australiano es capaz de tararear Starman, Blue Jean, Space Oddity, Heroes o Life on Mars?
El músico británico no solo fue un excepcional artista, sino que también fue un icono de lo ambiguo y lo transgresor; hasta tal punto que a día de hoy no sé si fue Mick Jagger el que se inspiró en él o viceversa. Tanto da.
A su vez, la figura de David Bowie está tan insertada en la cultura Pop como el personaje de Superman. Y explico tal anacronismo. Cuando Richard Donner estrenó Superman en 1978 hubo una corriente de niños que a punto estuvieron de saltar por la ventana y ‘echar a volar’, bien, pues aunque no viví por entonces, estoy seguro del boom generado por adolescentes que se tiraban de las melenas por no haber nacido con heterocromía (un ojo de cada color).
Y no es desacertado hablar de cine puesto que el músico también dejó su sello en dos largometrajes para mí magníficos.
El primero de ellos es Dentro del laberinto. Película de culto por la magia que transmite su argumento y sobre todo el papel de Jareth, el Rey de los Goblins; papel que uno no concibe sin la caracterización del propio artista. Es de admitir. Le iba como anillo al dedo.
Años más tarde, fue el propio Christopher Nolan quien pensó en él para encarnar a Nikola Tesla. Un personaje que en la vida real hizo grandes contribuciones y descubrimientos en electromagnetismo, robótica e innumerables aportaciones a la ciencia (sin ser sus patentes reconocidas en muchos casos).
Me refiero a El truco Final. Una película, que, a estas alturas, podría ser considerada también de culto y que trata sobre la rivalidad entre dos magos.
Regresando al David Bowie musical. Considero que quizá haya grabado el mejor dueto de la historia del rock, así de fácil. Under Pressure es una canción cantada junto a Freddie Mercury. He de admitir, que cuando la escuché por primera vez no me resultó llamativa ni diferente; con el paso de los años mi idea sobre ella ha variado. Es ágil, sencilla y repleta de ligeros matices que se pueden apreciar en cada nueva reproducción.
No lo obviemos. Algunos, ya hemos ido al espacio de la mano de Walking on the moon de The Pólice y de Space Oddity. Otra composición mayestática de ‘el Camaleón’.
Lo dicho. Ya es leyenda. Se ha ido un músico inigualable. Una de esas voces entonadas hasta el final de los tiempos. Y qué más.

sábado, 9 de enero de 2016

La locura nunca pasa de moda

El siguiente enlace os mostrará la crónica de la que hablo en esta entrada del blog:
Ese texto titulado ‘Las mil y una caras de la locurame gustó por su rigor informativo y porque no ahonda en el sensacionalismo que tanto El Mundo como El País recurren en demasiadas ocasiones. Como por ejemplo, y no hace demasiado, mostrando cadáveres en las costas del Egeo. Sin esas imágenes la noticia parece no llegar al lector de los diarios o eso pensarán los creadores de ese tipo específico de corriente (ya digo: va y viene, según).
Hay cierto toque humorístico en lo descrito. No olvidemos lo importante que es reírse de los grandes problemas sociales, pero en su justa medida... a ver si se nos tomará por lo que no somos.
En fin. Como decía, me gusta esa nota de ingenio. En la crónica, reconocer el hecho de tener un trastorno mental (ojito con esta expresión y todos los estigmas que atrae como un sumidero repleto de agua cuando se extrae el tapón) lo llaman ‘salir del armario’. De acuerdo, se acepta la comparación, pero quizá estar loco está hoy en día peor visto que ser gay. Y no sostengo esta afirmación para hacer de menos a los gais. Por comparar lo incomparable. Miren cómo celebran a bombo y platillo el Día del Orgullo Gay y cómo se auto silencia el Día Mundial de la Salud Mental. La primera parece un carnaval brasileño; y tanto que me alegro y la segunda, por cierto es el 10 de octubre, es una ligera brisa en cualquier calle asolada de ausencia. Sí. De acuerdo. Aparecer aparecen en los telediarios, no obstante todavía me da la ligera sensación de ser noticias de relleno, en vez de principales; como de no apertura. Gracias a Dios, que cada cierto tiempo en TVE2 emiten algún documental digno sobre las enfermedades referidas.
También comparto la idea de crear un programa de radio elaborado exclusivamente por personas con algún tipo de enfermedad mental, solo que con ello la inclusión social se quedaría en nada porque el fin último de cualquier discapacidad, no lo olvidemos, es el ser considerado como uno más. Desde el puesto de trabajo hasta el cuarto de estar en cualquier casa.
Todos los estigmas y dificultades que acarrean el padecer trastorno bipolar, esquizofrenia o cualquier otro óbice de la testa aparecen muy bien reflejados en el libro del publicista Carlos Mañas Mi cabeza me hace trampas. En el cual desmitifica la creencia, por ejemplo, de considerarse genios a los pacientes con trastorno bipolar. Es cierto, Virginia Woolf, Sylvia Plath, Edgar Allan Poe, Friedrich Nietzsche, Mark Twain, Tennessee Williams, Anne Sexton, Hermann Hesse, David Foster Wallace o Herman Melville, entre otros, lo padecieron, pero el llevar ese mal no acarrea el hecho de ser a su vez la panacea.
Y en el párrafo anterior solo he mencionado algunos protagonistas en el campo de la literatura. Con lo cual, el porcentaje de personas con algún tipo de traba psíquica o física es considerable.
No obstante, he de afirmar que se me heló la sangre cuando leí en dicha crónica de El País que el Instituto Psiquiátrico José Germain, de la calle Luna de Leganés, inmortalizado por Torcuato Luca de Tena en su obra Los renglones torcidos de Dios, alberga a 96 pacientes en su interior. 96, evidentemente no son 100, pero es un número elevado, sobre todo si uno pasea por esa calle disfrutando de un cálido y apacible día. En su interior todo permanece inmóvil. Parece como si sus ventanas mostraran un vacío sepulcral, incentivado y acentuado despectivamente por unas rejas de hierro pintadas en negro, fruto de un pasado peor.
Ahora, en 2016 se cumplirán 30 años desde que una ley de sanidad facilitara el cierre de los manicomios en España. Este dato os obligará a pensar dos hechos: o bien permanecen los enfermos en pisos tutelados o están en la calle. No teman. En ocasiones, la bestia no es tan fiera por mucho que las noticias violentas de sociedad se esfuercen en resaltar el estado mental del agresor en vez de los motivos reales, casi siempre desconocidos o extraviados entre pesquisas burocráticas. Mientras la sociedad vaya a lo fácil, los estigmas sobrevolarán por las mentes. En el fondo 30 años son solo un tango y medio (20 de la canción y 10 que añado yo). La posibilidad de subsanar los estigmas en estos temas es hercúlea.
Aunque me gusta creer en la existencia de personas capaces de hacer un vistoso tachón sobre la ‘insignificante’ línea que separa la locura de la cordura.

lunes, 4 de enero de 2016

En la buena dirección

Jack Kerouac
En la carretera/ En el camino
Barcelona. Trigésima cuarta edición. Noviembre 2014.
10.00 €
396 páginas.
Anagrama.



La historia que cuenta Jack Kerouac es tan ácida como entretenida y apasionante. El lector ve cómo en la edición (muchas hojas y letra pequeña) la novela se lee con gran rapidez por la proeza del autor.
En el texto hay dos protagonistas (dos amigos inseparables) que son los que soportan todo el peso de lo narrado. Por un lado está Dean, al que se le define como un Ahab, el propio diablo o Groucho Marx, entre otras atribuciones. Es un hedonista cuyos razonamientos filosóficos sobre la vida en general no dejan indiferente a quien los sufre (Sal) o casi cualquiera que se precie (nosotros). Por el otro lado, está Sal, el narrador principal de todas las aventuras y desdichas que les van sucediendo mientras recorren Estados Unidos de este a oeste y viceversa o yendo hasta el sur (terrenos prácticamente vírgenes de México de aquella época). Recordamos por ello que la novela transcurre entre 1947 y 1950. Lo peculiar del libro de este escritor americano es que En la carretera todo se convierte en liviano. Lo pernicioso, como la soledad no buscada o la simple existencia, deja un regusto ácido, pero pasable y aunque los personajes lleguen a practicar en algún momento orgías, saben moldear las normas éticas, al menos no revelando ninguna escena explícitamente. Este hecho genera una ligera distorsión en el decoro de los personajes. Es como si el narrador no quisiera contarlo todo. Algo muy a tener en cuenta.
Jack Keoruac sabe cuándo estos dos tipos se pasan los límites por donde quieren sin ser necesario describir o contar el extenso abanico de grietas en sus personalidades.
En el fondo, tanto uno como otro no saben qué buscan, pero perciben y sienten la llamada de la carretera o del paisanaje y no se detendrán, bajo ningún concepto, hasta que la gasolina, el dinero o el medio de transporte elegido o hurtado les deje tirados en cualquier cuneta desangelada. ¿Será este el deseo impune de vivir y buscar el anhelado sueño americano?
Resulta fascinante la pasión que pone Dean al escuchar música jazz o las peripecias que sufre con la policía; cuando parece que el viaje se acabará truncando surgen fragmentos vitalistas para evocar un típico final abierto donde se entrevé el paso del tiempo en los casos de las personas inamovibles... e invencibles.
En ningún momento he afirmado que la novela sea autobiográfica, aunque el autor sale en la imagen de la portada del libro. La crítica literaria no es quien para afirmar tal dato. ¿Acaso las biografías son totalmente ciertas? Si un relato como este se plasma en papel escrito y recobra la viveza y la magia de la literatura... ¿Se podría afirmar su autenticidad? Sobre todo porque da lo mismo. A casi nadie o a nadie puede importarle el letrero vulgar de ‘Basado en hechos reales’. Esta historia no necesita ese toque de autenticidad cutre y cínico. El caso es que la novela como producto funciona con creces. Tanto, que es el icono del llamado movimiento beat, que ni sigo ni seguiré.
A los lectores les debe servir la sensación de pérdida cuando el ejemplar llega a su fin; es el fundido en negro de las letras. Una reacción que solo puede movernos a buscar más historias complementarias, allí donde verdaderamente las haya. Porque rara vez está uno mejor solo que bajo la soledad de un buen libro. 

lunes, 21 de diciembre de 2015

Vocal en unas elecciones generales

Cuando me dieron la mala noticia, esa notificación entregada en mano por dos agentes de la ley, me sentó como si una tormenta (de las de antes, de las que casi ya no se aprecian) cayera de pronto sobre mí. Y eso que el agua no daña, solo incomoda. Pensé ‘Otra más en toda la frente’. Pero, por suerte, no fue todo tan malo como se creen los ciudadanos que todavía no han pasado por ahí.
De acuerdo, es mejor ir a votar en bicicleta o con toda la familia del hogar o con el perro o empujando la silla de la abuela para desarrollar el pleno derecho de cualquier ciudadano: introducir los sobres secretos en sus respectivas urnas; para luego regresar uno a casa y seguir el resultado electoral desde los medios de comunicación... o por qué no, ver cómo un poderosísimo Real Madrid endosaba una contundente goleada de las que no se recuerdan en 55 años. Nanai. Más de lo mismo. No nos engañemos.
Como os contaba, ahí estaba yo, en la mesa electoral. Primero con muchos nervios (Aunque la política no me interese demasiado, me hacía ilusión participar en una jugada maestra y ver cómo a los dos partidos principales se les desencajaba el rostro sin pormenorizar en sus consecuencias), luego, lentamente y según iba cayendo la claridad de la tarde entre las ventanas del colegio de turno, la espalda y el cuello de los miembros de la mesa se fueron plagando de dolores y tensiones. Al fin y al cabo fueron 16 horas de concentración, atención y rigor en nuestras labores dominicales, Día del Señor.
En una de esas bandadas de votantes me encontraba escribiendo en una lista todos sus nombres cuando de pronto me percaté. Debía de cerrar un ojo para poder seguir escribiendo o leyendo todos los DNI que la presidenta me dejaba cerca. La vista nunca ha sido mi fuerte y llegó un momento en que las líneas divisorias donde debían ir las casillas de los votantes se cruzaban entre mis pupilas... las perdía. Fueron minutos delicados y eternos. La paciencia y el orden tiraron de mí. Pero con un ojo y sin jaqueca (extraño en esta ocasión) pude aguantar hasta el final, lo cual no es poco.
Desde aquí agradezco la colaboración de los interventores tanto de PSOE como de PP en dichas votaciones. En muchos casos sirvieron de guía con una claridad encomiable.
Lo peor viene ahora. ¿Habrá unas nuevas elecciones? ¿Cómo se podrían coaligar los partidos políticos?
Es verdad. Queríamos y necesitábamos un cambio, pero los partidos expuestos parecen no ser suficiente y de ahí esta marisma. A veces, ganar y perder es posible analizando lo sucedido.
En esta ocasión extraña nos hemos convertido en la escenificación propia de la indecorosa agresión sufrida por Mariano Rajoy días previos al evento electoral. Lo pernicioso es que todos hemos sido a la vez la mano que ‘golpea’ y el rostro que la ‘sufre’.
Con unos partidos más honestos tanto en lo propio como en lo ajeno, unas elecciones deberían ser algo más. Mucho más.

viernes, 4 de diciembre de 2015

Lluvia y basura

Olía a petricor. Esa leve señal olorosa le transportó al pasado. Así eran las reminiscencias. Cuando en los otoños no paraba de jarrear y la ‘boina’ contaminante y contaminada no estaba ni inventada, si acaso.
La hojarasca seca sobre el suelo de los parques en esa hora de la tarde donde los chavales ya se habían comido su merienda y permanecían tranquilos en los cálidos hogares, viendo un programa infantil en la televisión. Eso se extinguió hacía demasiado.
Del espacio antes descrito solo quedaban dos protagonistas: las hojas caídas en la acera y los barrenderos o jardineros encargados de ellas.
Sí. Lo admito. Los barrenderos han salido de la chistera porque no estaban desde un principio. Es cierto, pero vienen a colación porque son figuras tiempo ha para mí estaban desprestigiadas y ahora los miro con bastante respeto; no solo porque algunos madrugan, cobran y sobreviven mejor que muchos otros empleados públicos, sino (y aquí incluyo a los basureros a su vez) son los dueños de la calle en deshoras.
Unos con sus cascos MP3 y otros tarareando o silbando una simple melodía a las siete y media de la mañana. ¿Acaso se puede dar mejor predisposición para afrontar el día? Algunos iban un poco mal arreglados con la ropa amarilla nuclear fosforescente por fuera del pantalón de tanto agacharse. Los había mal peinados con una coleta con más calva que pelo y, sin embargo, también se veían los que el uniforme con líneas reflectantes les quedaba como un guante, el frac perfecto para barrer, recoger y rastrillar. Todos pendientes de los restos orgánicos de los árboles y algún que otro animal, todos al tanto para crear un ejemplo evanescente de la limpieza y el orden de toda urbe donde al día siguiente, a la misma hora, volvería a estar casi igual de sucio; aquí y allá, bajo los vehículos y sobre ellos, en las bocas de las alcantarillas y alrededor de los contenedores residuales cual maldición de Prometeo. Medio policías de lo impoluto y mendigos entre sus sombras.
Con un olor y no un hedor. Con esto comenzaba este texto. Sin limpieza y sin lluvia es complicado captar el petricor, pero cuando aparezca, reténganlo en la pituitaria de su nariz todo lo posible. Ya que hay innumerables factores externos para acompañar a semejante aroma ancestral. Esos pequeños detalles nimios pueden llegar a configurar toda una memoria a largo plazo. No lo subestimen. Detrás de un simple recuerdo puede haber semioculto mucho más.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Coma

Entré en el bar de siempre a ver a los de siempre. La noticia del día era la de una antigua compañera a la que habían operado de un tumor cerebral y para ello le indujeron un coma. Sí. Uno no puede hablar de margaritas aunque se empeñe en imaginar primaveras a través del vaho de los cristales en cualquier ciudad o localidad por la que transcurrir durante el invierno.
Lo peor, sin duda, estaba por llegar. A pesar de la ‘victoria’ de esa desconocida intervenida a cabeza abierta; he de destacar su supervivencia durante y después de la operación. Cómo no. Algunos hicieron de ello un Telecinco muy personal y no tardaron en enseñarme una grabación en el móvil donde se la oía dar las gracias a todos por el apoyo recibido.
Pensé dos hechos: uno. Era increíble la buena dicción de sus palabras durante la grabación. Sentí algo de envidia por la capacidad de expresión, aunque, no obstante, su tono del habla me heló un poco la sangre. No la conocía, pero me daba una pena profunda... con esa voz como desde el fondo, o desde muy lejos. Sonaba a hueco, a lentitud, como a alguien cuando habla y se nota que está tumbado, convaleciente y sin mucha fuerza.
Dos. Algo tan íntimo no se debe enseñar a la primera de cambio. Estaba con un menta-poleo en la mano y cogí el móvil con la otra casi por inercia y educación, a ver qué chiste me iban a enseñar esta vez. Cuando comenzó el audio; no sé cómo, pero mi cerebro la retuvo con demasiada exactitud, al igual que si hubiera un código secreto en ella o algo primordial. Me aferré a sus palabras a pesar del ruido de la cafetería. Luego el estómago se me estiró un poco cuando explicaron el suceso.
Dejé mi consumición sobre la barra. No me apetecía.
En verdad, me ocurrió como las películas de terror cuando alguien pasa un móvil al protagonista y escucha algo que no debería haber oído. Una amenaza, una cuenta atrás, o peor aún, un ojo por ojo siempre a destiempo.
Y por las noches, desde entonces, antes de conciliar el sueño, pienso unos segundos en esa voz lejana traída a los oídos casi por error o descuido de alguien incauto. A veces, cuanto más grande es el bache, más enorme y heroica es la respuesta.
Eso sí. La próxima ocasión no aproximaré mi oído tan cerca de la muerte por mucho júbilo que despierte. No es momento para ello. Sobre todo, para los que imaginan entre reflejos amapolas, brezo, y extensión campestre en los escaparates donde, hoy por hoy, no veo nada.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Exigente por naturaleza (O cómo acabar hablando de fenómenos astrológicos)

Soy mi peor enemigo. No doy tregua. Siempre intento exprimir lo mejor que llevo dentro, tanto laboralmente como en el plano personal. Aunque he de admitir que he bajado un poco el listón de un tiempo a esta parte. Antes, cultivaba el gen militar: intentaba controlarlo todo. Y mira por dónde. Si intentas amarrar las riendas de la vida... te perderás lo mejor de ella. Dejarse llevar. Probar y equivocarse. Intentar detener ese vendaval puede que, a estas alturas, me haya costado caro (aunque cuando tomo decisiones nunca sé si me arrepentiré o no. La inseguridad se hace mar entre mis charcos). Lo bueno es aprender de los casos donde uno falla. Sonará sentencioso, pero es así.
Entre lo bueno y lo malo, tengo una facilidad innata de recordar los baches del camino. Consumo y devoro los grandes momentos, como si no hubiera nada más. Escucho todas las conversaciones y aprendo de ellas. Por ello puedo asumir con plenitud la rentabilidad de los silencios. En las distancias cortas resulto pesimista o, incluso, agorero. Pero a grandes rasgos, los que me conocen bien saben de mi vitalismo (no obstante, esa intimidad suelo reservarla del balcón para adentro. Con lo fructífera que podría ser dándole más salida). Además, antes refería lo pernicioso de ser uno mismo cuando no te queda más que eso. Tú; de principio a fin.
He buceado entre los credenciales de unos pocos, y he leído sus recomendaciones novelescas por querer sentirme igual, nunca parecido. Me gusta copiar, por qué no, lo idóneo de cada cual.
Estas palabras vienen para quitarme la ropa y llevársela bien lejos. Imagínense que ahora les escribo desnudo sentado plácidamente en el sofá. Es broma. Nunca pierdo la compostura. A veces, se me antoja, podría resultar un tanto impostor por no revelar las cartas del ser. Para qué. Para quién.
Ahora bien, créanse lo siguiente: mientras he escrito casi toda esta fruslería literaria, he de admitir que tenía la música demasiado alta, composiciones británicas de otra década incluso para amenizar mi soledad, hasta dejar de estarlo. Porque la puerta de casa suena y con ella entra mi ilusión. Sin ella soy una triste mitad mal acompasada. Una pobre figura sin lanza ni porvenir inmediato (con todo lo que ‘el aquí y el ahora’ significa).
Y mañana, vaciaremos de los bolsillos la arena sobrante de unos sueños con nostalgia marítima, cuando nadie nos espíe por las ventanas y todo esté en calma.
El rocío de la mañana, como cada día, traerá más metas, cometas, sin otro Hale-Bopp en la retina de nuestro dulce pasado.

jueves, 29 de octubre de 2015

Por un puñado de monedas

Muchas veces, como en esta, no sé qué digo con certeza. Además, todos los versos son eneasílabos menos dos, en los que hago trampas y llego hasta el decasílabo a lo Sabina (qué más quisiera él, jeje). Sin más. Aquí os dejo otro poema denuncia tan afilado como siempre.






Por un puñado de monedas,
las familias en el alambre.
Destino oculto tras la estepa.
Ahora cáncer en el fiambre.




Una guerra civil tardía.
A perder no te enseña nadie.
Las noches siguen siendo frías,
por mucha farola que irradie.




Ya no quedan  más mandolinas,
en los tímpanos de este tiempo.
Un gallifante huye tras la esquina.
De nuestra niñez a este Lempo.




Mítines hasta el purgatorio,
hombreras sin hombres bajo si.
Nuestro buen esfuerzo es notorio
al sonreír... España cañí.


























viernes, 23 de octubre de 2015

Iznatoraf

En lo alto de una colina, desde donde se ve gran parte de la sierra de Cazorla, próxima al municipio de Villanueva del Arzobispo (Jaén), se encuentra Torafe o Iznatoraf, un pueblo tan recóndito como acogedor.
De momento pintaba muy bien. Me gustan los municipios con varios nombres y este era uno de ellos.
Las calles estrechas y pequeñas, adornadas con macetas y flores por doquier, daban pie a una plazoleta empedrada custodiada por una estatua de un caballero de piedra, vestido y posado como para un juramento o nombramiento, con la empuñadura mellada. No pude conocer el nombre. Aunque también añadía encanto, como todas las localidades con una digna efigie para el recuerdo (le pasaba también a Pedro Bernardo, en Ávila, con la figura esculpida en homenaje a Arturo Duperier) esta no se quedaba atrás.
Pronto divisé un bar que me gustó en el centro (La Yedra) y nos dispusimos a tomarnos el refresco de rigor. De refrigerio unas aceitunas sabrosas a lo verde, muy lorquiano... aunque en ese poema el ‘verde que te quiero verde’ no me acaba de convencer porque no lo veo ni positivo al color, ni halagador.
Todavía nos temblaban un poco las piernas de los nervios por haber subido con el vehículo por la carretera vieja. Curvas donde solo cabía un automóvil. Tuvimos suerte. Honestamente, sostengo esto por darle un poco de dramatismo. Más allá de los extremos del asfalto solo había olivos y no se apreciaba la escalada que se lleva a cabo para acceder a Torafe. No se apuren. Hay una segunda entrada, pero menos espectacular.
Si quieren ir en domingo, hay un mercadillo en el centro del casco histórico, junto a uno de sus arcos de la antigua muralla musulmana.
Para concluir, me pareció un páramo idóneo para perderse unos días, lejos de Internet y con un buen libro en la mano. Allí, en lo alto, se debe vivir mejor.

miércoles, 7 de octubre de 2015

Ya no le quiere

Al principio parecía una pareja de la comunidad más. Pero ahora que lo pienso, no lo son, ni mucho menos. Rondarán los ochenta años. Él camina mal. Ella tira de él.
El hombre, siempre con la cabeza cubierta por una boina, va con una muleta con más miedo que vergüenza, paso a paso, pie tras pie y no atina, no puede. Desconozco la enfermedad que padece, no obstante no es a lo que pretendo referirme.
Una vez vemos la profundidad al pozo (la muerte) la vida cambia, sin duda. Hasta ahí bien (o mal, porque significa ‘ir para abajo’). Lo que no consiento como vecino es que esa anciana grite, menosprecie, ningunee a su marido. Además, suele llevar a cabo su filípica en el descansillo del edificio, como para oírla todos o vayan a saber los verdaderos motivos. Le increpa su torpeza en público con una vileza inhóspita e inusitada, como si no se conocieran o peor aún, porque hasta los desconocidos muestran a veces su educación en determinadas circunstancias.
Si de jóvenes pudieron  ir agarrados de la mano ¿Por qué ahora le sujeta nada más del jersey como si de una simple pinza se tratara? Es como si el hecho de tropezar no la llegara a preocupar del todo, a poner en alerta.
A veces, pienso en ella más que en él. Lo que pretende, quizá, es la caída. Algo pernicioso a esas alturas de la vida. Donde todo se complica y resta.
Luego se me viene, de pronto, el marido a la testa. Permanece acoquinado con tanto grito. No sé a dónde va la furia y la ira de las personas con el paso de los años, pero en este caso debería de manifestarse a las claras.
Con que levantara la garrota suya por encima de la cadera bastaría. Nada más pido eso. Con ello le diría ‘para, hasta aquí’. No imagino ni deseo una agresión, simplemente la escenificación de un límite o barrera que en adelante no se debería traspasar.
Tampoco sé cómo se comporta ese anciano de puertas para adentro. Solo sé de la continuidad de los berridos increpantes y a deshora.
A saber. Lo mismo la mujer se ha cansado de lavarle la ropa interior durante tanto tiempo. Eso y de atenderlo en su aseo personal. Hasta ahí es comprensible. Ahora, no me vendan la moto hoy. No trago con un posible caso de alcoholismo, maltrato y hedonismo de un machito octogenario. Cada uno siembra lo que recoge y no está de más afirmar la injusta situación captada en este vecindario. Si es denunciable el maltrato de algunos hombres despiadados, debe constar en acta... haberlas, haylas.   

martes, 8 de septiembre de 2015

Un dinosaurio

Acudió allí junto con dos amigos de la infancia para comprar bebidas energéticas. Cuando todavía no importaba ingerir azúcares añadidos en exceso. Adquirieron los botes de líquido venenoso y se fueron a la caja del comercio. Daniel había trabajado allí hacía seis años o más y, de vez en cuando, solía acudir a los sitios que, una vez, fueron su casa. Miró (como si todavía formara parte de aquella empresa) de arriba abajo; todo. Aunque siempre se suele escapar algún detalle mínimo e insustancial.
Recordó los hornos del pan y la bollería, el patio exterior, la sala de descanso, y de pronto se le agolparon los recuerdos de situaciones vividas.
Frases célebres de jefes y compañeros: ‘He visto cosas que no creerías’. Esta le rememoraba continuamente a Blade Runner, aunque la persona que la expresó se refería a temas lujuriosos ocurridos en la gran urbe de Madrid. Lo cual, a día de hoy, sigue sonando, un tanto, a ciencia ficción. A saber.
También recordaba a una compañera mayor que él. Un día le soltó: ‘Me recuerdas a mi hijo’. Y Daniel, sonrosado, callado, cabizbajo, no supo qué decir a sus veintipocos (aunque, con total seguridad no sabría reaccionar a tal afirmación en la actualidad). Uno no sabe cuándo le van a sacar los colores. Soflama siempre traicionera.
Así pues, los tres amigos iban a pagar los botes cuando de pronto la reconoció. Estaba ahí, enfrente, cobrando a los de delante de la fila. No recordaba su nombre, pero era ella. Mayor, con canas y coleta. La madre que un día le dijo que era similar o parecido a su hijo era la única superviviente de toda la plantilla que estaba cuando él trabajó en aquel lugar perdido de la mano de Dios. Estaba en cajas. Quién sabe si ahora se había hecho con el puesto de jefa de cajas, a saber. Se conocía todo los entresijos de los compañeros y del puesto de trabajo. Sabía de charcutería, pescadería, alimentación, reposición... era una especie en extinción, un dinosaurio de los que apenas quedaban.
Ella no le reconoció. Eso o se hizo la sueca. Pero estaba feliz, o eso parecía, sabedora de todos los trucos del oficio. Ufana en sus labores del cobro se quedó allí, mientras que Daniel abandonó el lugar. Pronto sonaron los ‘Chss’ al abrir las latas. El trasiego de lo juvenil. La puerta automática se cerró tras ellos. Dentro quedó una parte de su pasado. Lapsos siempre bien recordados y, tal vez, imperecederos por lo pronto.