viernes, 21 de febrero de 2014

Pensar en ello

Jacinto estaba triste. Las plantas se le estaban marchitando. La mayoría de las hojas amarilleaban hacia el centro, perdiendo así su color inicial. El pobre las había puesto nombre. Estuvo varios días mirando a las macetas para averiguar cómo debía llamarlas. No sé si alguien habrá reparado en semejante pérdida de tiempo, pero, no obstante, era lo único casi que le quedaba. Eso y las facturas que sin trabajo no podría solventar. Así eligió Ana para la pilistra, Sergio para el geranio y Doroteas para las petunias.
De nada le sirvió aquello. Tampoco fue eficaz el hecho de cantarlas mientras las regaba o dejarles un disco de música clásica cuando salía a comprar.
La tierra, encharcada y estéril, comenzó a ser criadero de mosquitos y otros insectos. La naturaleza era sabía; creaba vida de lo que se estaba muriendo. Luego pensó en su debilitado cuerpo, en sus ganas de salir ileso en aquella realidad, pero era imposible, sus miembros también se iban entumeciendo hacia el centro. Su corazón no bombeaba bien. Pensó en gusanos, en fuego y luego, de nuevo, en tierra... se moría.
El pánico se adueñó de Jacinto y se agarró con fuerza, la poca que aún le quedaba, a un cojín del sofá. No había reparado hasta ese momento en el sensual carmín que manchaba el vaso de anoche. Estaba tan vació de güisqui como falto de plenitud. Porque, para él, cuando un recipiente estaba sin su contenido carecía de entidad. Así, por ejemplo, un tornillo es más tornillo cuando le acompañan madera y destornillador.
Esa mujer, nunca suya, se mantendría a flote. Las mujeres, en verdad, aguantan mejor el dolor sentimental que el hombre. Que rehaga su vida, no importaba. La imaginó con otro y no le pareció mal. Era lo justo, lo esperable y respetado. Así debía ser. Un tablón, a la deriva, solo aguantaba el peso de una persona. Ella flotaría en los sueños de otro y Jacinto se volvió a mirar a las plantas mientras pensaba que lo mejor de la vida era no dejar raíces.
Cuando se tranquilizó recapacitó sobre si la desesperación era un lastre solo en la ficción.
La existencia no es tan venérea. Lo peor del vacío es hasta que se salta o sueltan porque dejó caer, uno a uno, los tiestos por la terraza y no paró de sonreír al sentir un alivio tremendo en el resquebrajar de la cerámica sobre la acera.