viernes, 6 de junio de 2014

Lo que nadie cuenta de la emancipación

Uno se va de casa pensando que no perderá a los suyos, pero lo que desconoce es que se abre una grieta, bastante profunda, entre la familia y el emancipado. «Es normal», pensarán algunos, «ley de vida» dirán otros, incluso los habrá que ya estén buscando un cabeza de turco por disgregar la unión sanguínea y seguir su propio camino. Así lo hizo mi padre, su padre, el abuelo de este... y no paro de contar. No es que la relación empeore, es que se vuelve muy distinta. Sonará descabellado, no obstante cuando uno sale del hogar familiar ya no regresará nunca bajo el rol que dejó. Primero porque el que se va comienza una nueva vida y porque los que se quedan se acostumbran a su ausencia y la rehacen o reconstruyen. Si ha pasado siempre... seguiré aconteciéndonos. Da igual que se haga una visita dos veces en semana, o tres, o una. Uno se ha trasformado en un invitado de lo que antes era su techo.
La comunicación también es distinta. Sobre todo si eres un chico. Quieres soltarlo todo en un corto periodo de preguntas y al final te dejas lo más importante en el tintero y piensas: «La próxima vez será» y no es. Porque el tiempo, imagínense que es como el retrato de Frida Kahlo, La columna rota,  de 1944. Ahí se escenifica muy bien lo que pretendo transmitir. La columna es la familia y se va deteriorando en lapsos (ni los clavos la sostienen) porque la ausencia del arropo anhelado la va mellando. Es una línea de hormigón que te segmenta el alma. ¿Es lo adecuado estar lejos de ellos? Claro que sí porque el hombre y la mujer, cualquier individuo capacitado, debe y puede edificar su propia familia, repleta de buenos momentos y de costumbres propias (para mí la verdadera riqueza de la independencia). ¿Cómo es pues que la vida sin emancipar con respecto a la emancipada parece tan diferente a la otra?
Desde mi punto de vista ahora somos adultos que no han aprendido a deshacerse del vínculo infantil que los protegía. Estamos a lo nuestro, sí, solo que no sabemos arreglar una cañería, un simple enchufe o anudar una corbata. De repente hemos crecido con todos los caprichos o facilidades y nuestras facultades a la hora de desenvolvernos en el mundo se han visto afectadas. Hay acciones o labores que solo los padres saben llevar a cabo y ahora que estamos en esta soledad buscada, y por lo tanto benigna, nos damos cuenta de que algo parece no encajar. Si a ellos les salía tan bien instalar el riego automático ¿debemos conformarnos con no saber descifrar unas instrucciones de un mueble Ikea? Tampoco es tan difícil, claro que no, a base de intentar uno aprende; como decía así ha sido hasta la fecha y seguirá siendo.
No pretendo ver nada más que lo malo, de hecho cuando uno se encuentra frente a un problema y no hay nadie que te pueda ayudar es cuando más autónomos nos sentimos y es cuando mayores logros se consiguen. "Lo conseguí sin ayuda de nadie". ¿Hay mejor recompensa que esa? Sin embargo, lo único que perdemos, y aquí vuelve a aparecer el tiempo, es que dejamos de estar junto a los nuestros con la asiduidad de antes. Perdemos viveza porque al no verles parece que la vida va a grandes saltos... enormes piruetas descontroladas en tu contra, sin frenarlas. Lo que antes era inexorable y bien avenido se antoja, de un tiempo a esta parte, cruel, antinatural e impropio...
De aquí esta pequeña reflexión varada en las cuerdas de un reloj. Las manijas que con su tictac se establecen como las verdaderas enemigas. Lo más cínico es que no habrá jamás padres que puedan retenerlas o frenarlas con todo el amor y cariño que arrastran para el consuelo y descanso de todos. Tampoco hijos.