jueves, 10 de abril de 2014

Otro agosto

Cruzo andando una carretera de sobra conocida. Es una de tantas que presentan ese mapa de grietas en el asfalto elaborado por la erosión de la lluvia y el calor. Pienso en eso, en pequeñas fracturas del tiempo en un devenir ajado. Camino sobre alquitrán otrora negro, ya casi blanco. Voy de medio a medio. Miro a ambos lados aunque la dirección sea de un único sentido. No viene ningún vehículo. El 12 de agosto es una fecha más en el calendario, solo que el medidor de los días sigue tan nuevo como al principio. Todavía no amarilleado. Por supuesto. Esos objetos amarillean en las montañas de desechos. Doce meses no es tiempo suficiente para envejecerlo, luego, en seguida, lo arrojamos al cubo de basura donde se mezcla con otros residuos que lo mancharán y lo convertirán en "uno de ellos". Porque la basura no es tal hasta que no pertenece a esa bolsa negra.
Sigo caminando y me detengo en un parque con unos álamos que comienzan a reverdecer sus ramas, los pocos que la concejalía de medioambiente ha dejado sin talar. Porque caray, un árbol sin hojas bien puede dejarte sin sombra un caluroso día de verano. Sé que sonará ridículo, dramático y quejumbroso, pero me parece absurdo dejar a los cimientos vegetales tan en tabula rasa. Con lo agradable que es intentar percibir el viento agitado entre las hojas allí, tan arriba. ¿Dónde percibir el movimiento cuando se está en la calle? Algunos dirán «en los coches que pasan, en las propias personas, en los gorriones y mirlas...». No. Nada me produce mayor satisfacción cuando paseo que contemplar un buen árbol con sus ramas mecidas con levedad.
Miré a lo alto y no había ni una ligera brisa. Ahora es agosto y casi nadie sale por la ciudad. Y menos a estas horas. Apoyé la espalda junto a un tronco. La ligera camiseta no impedía notar su rigidez. No las veía, pero seguramente que tras de mí, en la madera, había insertadas unas cuantas grietas por el pasar de los años. Parece ser que vivir conlleva eso: pliegues, arrugas, hendiduras de las materias deformadas por la gravedad y el deterioro molecular. Algo pasaba sin duda entonces. Desde el automóvil no se perciben cuando se está en marcha y mira que se pisan. Los enamorados no ven tampoco las marcas orgánicas de los álamos cuando escriben sus nombres para ser inmortalizados y si las ven intentan que la erre de Ramón no toque esa imperfección de lo que ya estaba escrito antes de ellos, la grieta. Pues algo sucede, sin duda, cuando una mayoría no repara en ello y la minoría, es decir uno mismo, sí.
Imagino que solo son cavilaciones de un verano abrasador, sin mayores planes que los de sentarse en un banco y ver ocultarse la tarde tras los bloques de ladrillo y cemento (seguro que algunos presentan pequeñas grietas en algunas habitaciones) de más de cuarenta años. Me acaricio el rostro con mis manos, las bolsas bajo los ojos, la piel flácida, un tupido bigote completamente níveo. El viento debería de estar agitando mi pelo también cano, vestigios de lo que una vez fue. El extraño del parque nunca llevará bastón ni boina. La cara, mapa del alma, se me quemará como le pasó a mis antepasados. Un rostro curtido ahora en mitad de un agosto vacío y hueco de personal es lo único que espera aquí afuera. La soledad cuando es alcanzada y elegida parece no ser tan agria. Siempre quedará un sol tras otro y seguir soñando vivencias. La dureza de este asiento tiene gracia, pero hay una pequeña planta que está brotando de su hormigón. La miro. La veo. Todo queda. Un amanecer de días pasados me hacen sentir como si tuviera los bolsillos repletos de ilusión. Estoy pleno y satisfecho, listo para recibir el porvenir.