lunes, 28 de julio de 2014

Reos

Desde su celda podía divisar la verja de acero que cercaba su libertad y le mantenía, a la fuerza, por ley, fuera de las calles y sus conocidos. La veía no a través de una ventana propia, si es que alguien podía apropiarse de algo en prisión, sino mediante el hueco de la puerta principal que quedaba tras ella al abrirse.
Por un momento, pudo hasta sentir la leve corriente que el invierno empujó hacia el interior del pabellón. Tan solo duró un instante.
En general, algunos convictos caían en el aislamiento o simplemente se perdían en ellos mismos porque no les suministraban las dosis adecuadas en cada caso. Otros, en cambio, sabían que había más vida tras la condena.
Él comenzaba a obsesionarse en respirar todo el aire que pudiera cuando los dejaban estar en el patio. Lo hacía con ociosidad y calma. Este hecho llamaba la curiosidad de otros condenados, pero nunca le llegaron a hacer algo.
Como dije antes, el aislamiento podría ser el mayor problema de algunos, no era el suyo. La soledad buscada no hiere el alma de un hombre cabal, por muchas atrocidades que la conciencia le traía en sueños como el mar dejaba en ocasiones sus despojos en la orilla.
Aquella situación, el estar encerrado por ser un presunto culpable, apenas le mellaba. Sabía de dónde sacar fuerzas.
En algunos momentos solía detenerse a pensar en Nelson Mandela. Al final tuvo la recompensa frente a la injusticia que sufrió; no obstante ¿cuántos mandelas existían sin tal reconocimiento? Me refería a hombres encerrados en un calvario cíclico, cual maldición de Prometeo y que serán devorados por el olvido.
Cuando no te quedaba nada por perder... nada, cuando la devastación del hombre se volvía en su contra, cuando el ayer y el mañana se emborronaban de pronto del mapa del destino. Entonces se ha de partir desde el comienzo. Sin rejas ni muros, sin cerraduras ni hormigón. Desde dentro, muy hondo, el ser vivo se abrirá camino. Mientras tanto, él respiraba lento no disponía de nada mejor por hacer que sentir cómo caerían sus años, yermos, como hojas de otoño secas y consumidas. Solo se preocupaba de ingerir, nunca de comer, los alimentos que le suministraban en el comedor, excretarlos e intentar descansar cuando se dormía. Así un día y otro.
En alguna ocasión se le vio hablar con otros presos, sin interesarle los motivos por los que permanecían allí. Las malas compañías son las mejores según en qué momentos. Y cuando le preguntaban por su condena respondía que lo peor que había hecho era no apreciar las oportunidades de la vida.
El ser humano era capaz de todo y una vez logrado enseguida encontraría otro motivo por el que entretenerse. Todo inconcluso. Todo falto del fin primario.
Las personas son exploradoras de sus días. Los consumen buscando cambios y avances, pero rara vez se acuestan satisfechos.
Se debería de dar el caso de que cuando se sustraiga la libertad apareciera la única idea primitiva y veraz: el hallazgo de la felicidad. No habrá fortaleza que cerque semejante labor. Sobre todo porque hasta cuando uno cree ser libre, no existe la plenitud.

miércoles, 23 de julio de 2014

Época estival

El sol se alza todavía en su cielo. Digo suyo porque en verano el cielo parece una extensión en forma de calor. Al igual que en el invierno son las nubes las que lo pueblan y Lorenzo parece que era un secundario más, pero ahora no. Hoy es el protagonista, él y muchos más.
Las calles huelen a comida recién cocinada. En el mejor de los casos calamares y fritura que, quizá, alguien estuviera degustando con una cervecita edulcorada con limón en cualquier terracita de bar. Ahí están todos y nadie reparaba que a partir de ese día (21 de junio) empezaría a anochecer un poco antes, pero solo un poco, era algo imperceptible casi. Pero no deja de ser la cúspide del año en cuanto a alegría solar, luego... la bajada, el abrigo, la lluvia y el paraguas con su respectivo ¡achís!
Por los parques están los niños, que, al no haber colegio, los padres los "liberan" con un horario prefijado. Así corrían y chillaban como si fueran sus últimas vacaciones (la vida debería vivirse en un continúo de últimas vacaciones. No sé cómo se conseguiría con los trabajos y los problemas que te sobrevuelan solos). Cuando uno se divierte no asume el hecho de que hay alguien a quien le puede molestar. Como al anciano en su siesta, al sonámbulo, a mí y punto.
Los aparcamientos permanecen semivacíos a la espera de que alguien motorizado los ocupe. Ese hueco representaba el lleno de los estacionamientos en la primera línea de playa. El aire, en Madrid, es seco y quema hasta en la sombra.
Una chica cruza la carretera con unos tacones demasiado altos. Sabe caminar sobre ellos. Por su contoneo debe ser azafata o algo por el estilo. Sus hombros siempre rectos, como si quisieran mirar hacia lo más alto, parecen desertar a la siempre inesperada vejez. Desde lejos se puede adivinar que era, incluso, impertinentemente guapa. Se encuentra con alguien que ha quedado. Un desconocido también atractivo y que tal vez podría ser su acompañante momentáneo o no, a saber. Ambos pasean por las aceras sin agarrarse de la mano, pero juntos. Él con las gafas apoyadas en el cuello del niqui, ella en su cabeza, solo que los anteojos apuntan hacia el cielo, como si tuviera el rostro en la parte más arriba del cráneo.
No entiendo cómo había días en los que la ciudad quedaba fantasmal y otros en los que no echas en falta nada para crear moldes de personajes literarios. Por último, quiero destacar la fugaz presencia del hombre que nunca termina de pasar. Por su discapacidad en el sistema nervioso periférico, no coordina bien su cuerpo y cuando camina parece que lo hace con espasmos y a trompicones. Por ello se apoya y descansa en cada banco y exhala una bocanada de aire nuevo en cada esquina. Le cuesta desplazarse demasiado. Además ha cogido la rutina de caminar (pasear requiere más placer) todos los días durante un rato. Cuando aparece a lo lejos pienso en la canción Heroes de David Bowie. No es que disfrute viéndole cruzar una calzada; digamos que percibo la belleza de a quien la vida no se lo ha puesto nada fácil. La urbe es el caldo de cultivo, la única que ha seguido ahí tiempo ha. La verdadera destinataria cuando en la iglesia doblan las campanas. Lo demás es el vestido en su conjunto.

viernes, 4 de julio de 2014

Señoras del pelo

Siempre me ha parecido llamativo el mundo de la peluquería. Que te acaricien y froten el pelo considero que son acciones tanto privadas como personales. Por eso suelo estar incómodo en esos lavabos donde la peluquera intenta contener el agua para que no pase de la nuca del cliente o de la toalla que te colocan alrededor del cuello. Todo tan pulcro y a la vez tan inhóspito. Olores de laca, gomina, el motor del secador zumbando sobre una melena sexagenaria y teñida, el aroma a tinta impresa de las revistas del corazón (algunas muy manoseadas, otras casi caducas), la emisora de radio en una sintonía mal elegida. Trabajar con el pelo se podría llegar a sostener que es un oficio de exquisita precisión. Esa tijera próxima a tu iris mientras te recortan el flequillo (si aún te queda). ¿Acaso hay otras ocasiones donde uno pueda ser tan vulnerable? En caso de pánico no nos podríamos defender porque nuestras manos están bajo la sotana negra para evitar mancharnos. He dicho pánico porque no me explico como hay casos donde una profesional puede hacer tres acciones a la vez: cortar, pensar en lo próximo que te va a preguntar y hablar a la vez.
Las hay fumadoras que no se reprimen en contener el olor a nicotina que desprenden sus manos. Las hay impertinentes preguntando aspectos quizá demasiado personales para el estrecho margen que debería haber entre profesional y cliente y en ocasiones ni existe. Es cierto, no soy uno más. Me gusta que haya cierta distancia cuando trato con las personas. No me gusta que me pregunten dónde vivo, ni qué funciones desempeño en el trabajo. Intento estar lo menos posible en los sitios donde más se me pide que intervenga. Habrá clientes que estarán gustosos de desinhibirse con el primero que pase... no es mi caso. 
Como todo, también hay aspectos positivos. Hay peluqueras agradables que mantienen a raya su rol. Es como si pretendieran hacerte sentir cómodo, pero de un modo innato. Se me han dado casos donde me ha parecido hasta algo interesante lo que me contaban. Es más, semanas más tarde he seguido pensando en lo que me habían dicho: sus hijos, sus proyectos... hasta que he tenido que volver a ir para asear, meses más tarde, mi imagen. Entonces hay otra peluquera que me cuenta su historia y la nueva narración tapa a la anterior y la solapa. Unas por otras, siempre acabo preguntándome por qué no cambio de peluquería. Pero las historias se multiplicarían y mi mente, capaz de memorizar el más absurdo de los detalles, acabaría escribiendo sobre ello.
En cualquiera caso soy de los que opina que todos nacemos para desempeñar una función. Hay otra corriente progresista que afirma que cualquier labor se puede aprender y poner en práctica por cualquiera y donde sea. Tenga quien tenga la razón, a todos nos ha pasado que al caer en manos del profesional adecuado nos hemos despedido pensando: «Ha nacido para esto». Luego nos remorderá una envidia un tanto insana que nunca hará tambalear los cimientos, pero ahí estará. Presente como el lunes, inexorable como los domingos.