jueves, 14 de octubre de 2010

El taxi del taxista (Corregido)

Todavía no había amanecido pero una gruesa capa de hielo cubría ya, como un manto áspero y gélido, los cristales de su taxi. Anoche, una vez más, tuvo que dejarlo estacionado en la calle porque las pilas del mando, que abrían el garaje, llevaban gastadas tres días, y nunca se acordaba de cambiarlas. Era Irene la que se lo recordaba cada cierto tiempo. Qué básicos eran algunos hombres. Así que, aquella mañana, también le tocaba rascar. Por si fuera poco algún gracioso había obstruido el panel de la llave, que abría la puerta principal de los aparcamientos en casos como estos. Hoy Ana se preocupaba de que no olvidara otras cosas. Como que estaban bajo el fulgor del instante. Cuando llegara el momento inevitable… los dos irían en distintos sentidos. Sin más puentes entre almohadones ni estrechamientos de cinturas.
Cuando le pareció que ya tendría suficiente visibilidad se montó en su Seat Toledo. La tapicería en cuero también padecía de frío y, a veces, su primer contacto glacial con su espalda, desprotegida por la camisa, le hacía desperezarse en unas milésimas.
Luego encendía la radio y presionaba el sintonizador al tuntún a ver qué salía… total era casi el mismo mensaje, pero en distintas cadenas. Así, por azar, la mayoría de la ocasiones el dial se detenía en la COPE; casi por arte de magia.
De ese modo dejó el barco Tomás y Valiente anclado un día más en Fuenlabrada.
Una vez en Madrid comenzaba de nuevo su carrera contra el tiempo: cuantos más clientes más dinero; mayor bienestar para su familia. El sentido principal de su existencia y también… el último.
Los primeros que se subieron al taxi en aquel jueves de octubre fueron una pareja de jóvenes. Él era alto y moreno; ella de estatura media y rubia. Tras decirle la calle a la que se tenía que dirigir Serafín, el chico sacó una cámara profesional de su macuto.
—No fuerces. Sé tú —dijo él. Que a los ojos del conductor parecía un fotógrafo de la moda—. Imagina que en este taxi no hay nadie más que tú.
—Es que me deslumbra el sol.
—Perfecto para tu melena. Sube un poco más la barbilla. Bien así.
El fotógrafo pretendía realizar esas instantáneas en blanco y negro donde el fondo quedaba distorsionado y sólo se veía nítida la belleza de la modelo rubia en este caso.
De repente el joven bajó la lente y se quedó absorto observándola. Deslumbrado por un destello que emanaba de su pintalabios. No se lo piensa y la besa.
—¿Qué haces? —le replicó ella sorprendida.
—Me he dejado llevar, lo siento.
Serafín, a través del retrovisor, su ojo oblongo, los observaba mientras pensaba «Cómo empiecen a magrearse los bajo aquí mismo».
La belleza rubia tampoco pudo evitar el impulso y se lanzó sobre su retratista.
De pronto el taxi frenó en seco en mitad de la calle Serrano. Su conductor se apeó y les abrió educadamente la puerta. Los clientes salieron algo avergonzados. Él era tan alto como Serafín, pero éste estaba más corpulento; hecho que le disuadió de cualquier discusión.
—¿Tengo cara de recepcionista? —les preguntó con gesto serio, como el que se sabe vencedor en una apuesta elevada.
­—No —contestó el joven. Ella ahora permanecía muda.
—Pues pagadme lo que me debéis y marcharos pronto a un hotel.
Había que tener la sangre siempre caliente en este trabajo. Nunca se sabía lo que podía suceder, ni los peligros que estaban por venir.
Conocía a algunos compañeros de profesión que habían sido primero acuchillados y luego hurtados; por ese orden. Por lo tanto ser conductor tampoco era fácil. ¿Es que algo lo era en este mundo?
Su reloj digital insertado en el salpicadero marcaba ya las once. Tras la pareja abusiva había recogido a otro par de clientes y la ausencia del café rutinario ya le estaba rugiendo en el estómago.
Sacó su termo cilíndrico y el vaso para servirse dos cafés con leche, con poca azúcar, que pasaron rápido por el coleto sin saborearlos.
Ya se encontraba mejor. La carretera parecía más cuesta abajo. El frío exterior seguía igual de severo.
A los pocos minutos un hombre le dio el alto en un semáforo y Serafín detuvo el vehículo en ese mismo paso de peatones. Con el cuidado, siempre, de que un coche próximo no estuviera muy pegado a la parte trasera del Toledo y no le metiera un buen viaje y aun así…
El nuevo cliente estaba despeinado y mal vestido. Parecía haber salido de casa a toda prisa con el cepillo de los dientes olvidado dentro de la boca.
—Se me han pegado las sábanas macho. Llévame lo más rápido a Tirso de Molina.
La gente no paraba de cruzarse en cada paso. Ahora que era invierno iban demasiado parsimoniosos. En otras estaciones los madrileños van más dinámicos y con prisa; como si tuvieran ansiedad por tomarse la copa antes de entrar al bar o ver la película antes que empezara en el cine o sacar algo de dinero sin tener que llegar al cajero o a la propia sucursal.
De ahí la rareza del espécimen que ahora se había sentado en medio del asiento trasero. Menos mal que conducía con los espejos laterales. El retrovisor interior era su televisión particular. Unos segmentos de realidades variopintas.
—La primera función y ya llego tarde —dijo lo que parecía un actor.
Serafín estaba pendiente de la conducción pero el pasajero se estaba recogiendo el pelo en un moño para taparlo todo con una peluca bastante realista, por cierto. En el siguiente cruce comenzó a empolvarse la cara con pintura blanca. El cliente era tan mañoso en ello que no necesitaba ni mirarse al espejo. Su respiración, en cambio, cada vez era más rápida y nerviosa; según se aproximaba al punto de destino.
—Es una obra dedicada a los mejores momentos de la carrera de Ingmar Bergman. El texto me ha dado quebraderos de cabeza en su memorización.
El conductor contestó con otro de sus silencios prolongados, hasta que lo rompió con un—: pensé que eras un mimo.
—Que va. Pertenezco a un grupo de teatro. Siempre sin ánimo de lucro hasta que un productor vino a una representación y contrató a tres de doce miembros que éramos.
Mientras el profesional charlaba con el taxista escuchaba con los ojos cerrados para repasar las frases aprendidas.
—Y con los otros nueve restantes ¿qué habéis hecho?
—Oh, pues otra asociación. Lo que sea por el buen ambiente y las ganas de disfrutar de lo que nos gusta.
En una curva el vehículo giró bruscamente a la derecha y el maquillado intérprete se golpeó levemente con el cristal de la ventanilla contraria.
«Eso le pasa por ir en medio sin cinturón», pensó Serafín.
—¿Está bien? Si no giro me llevo a ese tío por delante. Conducen sin mirar; no me digas…
—Estoy bien —y, mientras decía esto, el cliente se quedó distraído mirando la silueta de pintura que había dejado impresa en la ventanilla previendo el chichón que le saldría. No hizo ni ademán de limpiarla.
Su respiración seguía alterada por el estado de nervios. Antes de los estrenos siempre se imaginaba una oscuridad densa por la que sólo sobresalían decenas de blancas manos que aplaudían. Sin caras. Sin cuerpos. Sólo la blancura de las extremidades dibujando una palmada estática y sonora.
Cuando llegó al teatro pagó ocho con cincuenta.
—Muchas gracias. Llego, incluso, con tres minutos de antelación.
—No hay de qué. Relájese, que le va a dar algo.
—Tranquilo. La vida es una interpretación de la vida —dijo marcando el punto de su frase mientras cerró la puerta del taxi.
«Estos artistas andan tocados del ala», pensó mientras no le daba la mayor importancia a lo referido.
Poco a poco la tarde se mezclaba con el mediodía cambiando las sombras verticales por las oblicuas, los aromas gastronómicos por, de nuevo, el de la contaminación de la urbe.
Una mujer se subió al taxi. Era una «señora bien»; lo indicaban las gafas de sol oscuras adheridas a la piel, su tocado con remilgos, su posición corporal siempre contenida y delicada.
Tantas horas sentado era un pequeño castigo a su espalda. Por eso, ahora, Arturo Soria le quedaban tan lejos.
Al menos la mujer era de las calladas. Se encontraba tan agotado que eso le vino bien.
El sol brillaba sobre los pendientes de oro de ella como lo había hecho antes sobre los labios de la modelo. Aunque no era la misma luz. Esta mostraba los tonos naranjas del atardecer del día y de su vida.
Serafín encendió la radio presionando el sintonizador para probar suerte: Radio Olé.
«¡Perfecto una rumba!».
A la pasajera, no pareció hacerle tanta gracia y comenzó a moverse impaciente en el asiento.
Al llegar al número impar indicado en Arturo Soria, ella le dio lo que debía. Su tacto estaba helado, pero las monedas estaban ardiendo. Sin embargo él era honrado y el dinero nunca le había quemado en las manos.
La vio alejarse, perderse a lo lejos entre la ausencia de ajetreo del gran distrito. ¿Sabía realmente a dónde se dirigía?
Decidió salir para estirar el cuerpo entumecido y fumarse un cigarro.
Los pisos que estaban en derredor reflejaban una vida que él nunca conseguiría porque conocía lo complicado que era hacerse rico sólo con trabajo.
Qué importancia tenía. Su hogar era mejor. Con la simiente que se había preocupado de proteger, lo justo, para disfrutarla en su vejez. Esmeralda. Un nombre precioso que no enturbiarían los tatuajes, los piercings, ni los chicos de paso.
Y tras pensar esto una ráfaga de viento se levantó estremeciendo su cuerpo. El invierno había entrado con fuerza. En seguida volvió a introducirse en su medio de trabajo para reanudar la marcha.
Pronto vendría la noche.
Alcohólicos. Drogadictos. Desesperados; en medio de una de las ciudades más importantes del planeta. Llegaba el momento del do de pecho. El sprint final para que al día siguiente el cuentakilómetros vuelva a ponerse a cero, casi a cero.

sábado, 9 de octubre de 2010

Solteros y solteras

Guy de Maupassant llevaba la lección aprendida y así lo transmitía: Los solteros son los mendigos del cariño. Van de casa en casa cobijándose al calor de la calefacción en invierno y a la brisa fresca en verano. Amenizan las reuniones con su retahíla de chistes, historias y nuevas buenas. Nunca excediéndose en los tratos para evitar caer en aborrecimiento y no perdiendo de vista la puerta por la que entraron; no vaya a ser que…
El silencioso siempre tendrá algo con lo que romper la rutina; mientras que el dicharachero aburrirá desde los primeros minutos.
Comedidos, educados, respetables… Saben conceder los mejores apretones de manos y las sonrisas más cálidas. De estar en medio de un conflicto armado serían los mejores compañeros de trinchera… por lo que ofrecen y por lo que ya no tienen qué perder.
La mayoría, si no se han dejado arrastrar por la desidia, el demérito o porque alguna situación les ha colocado de cara a la pared, suelen ser competitivos y siempre se muestran seguros de sí mismos. Ellas son las amantes prohibidas del compañero felizmente casado o, cuando menos, su escondida fantasía. Los cuellos suaves donde el perfume femenino encuentra la esencia en sí misma.
Sus herramientas son más sencillas de lo que la publicidad se empeña en definir. El café es uno de los mayores premios y placeres de estos ligeros transeúntes. El roce reconfortante del vaso o la taza repleta de esta semilla sola o con leche, sobre la palma, les reporta las energías necesarias para poner punto y final a su alto en el camino y seguir la marcha hasta otro portal con pinta sombría, por mucha luz que tenga, u otro timbre donde se les recibirá con los brazos abiertos tras apretar un solo botón.
Otro tesoro es el cigarro o pitillo. A veces, uno entre tantos, sienta tan bien como el humo más vistoso de la victoria. Sabe distinto. Como la primera calada pero sin el mareo posterior. El premio a una buena noche… sin más complicaciones. El punto y aparte entre los albas y su amanecer.
Solteros y solteras son gente con don de palabra, pero estrechamente vinculados a un modo de vida basado en hechos… como cualquier pareja común. Sólo que ellos (algunos) ya vienen de vuelta.
Unos adulan en exceso mientras las otras pecan de individualistas. Hormas en búsqueda de un zapato o, simplemente, improvisan porque el mapa del itinerario hace ya tiempo que dejó de mostrar escalas.

jueves, 7 de octubre de 2010

Va fan culo

Ayer fue un día atípico. Uno de esos que me acontecen cada diez o doce años.
Una compañera expresó públicamente sus ganas por darme un cachetazo al verme con mallas (mujercilla, si no tengo culo). Eso fue por la mañana; por la tarde unas pokeras zafias me gritaban por la calle que les enseñara el trasero, que con la camiseta no veían (bakalutis, si no tengo). Ambas situaciones, antes, me hubieran enaltecido, pero estaba tan concentrado en la entrevista de trabajo que iba a soportar, que casi no les di la menor importancia. Tampoco la tenían, sobre todo las segundas.
Cuando llegué a mi destino, tras un tren y dos metros (a mí que el coche me parece un don divino para los desplazamientos), las ganas de expresar mis necesidades laborales se habían esfumado. Pero como era la empresa que era… merecía la pena otro pequeño esfuerzo de apariencias, de humo sin fuego.
Dentro, en la sala de espera, había otras ochenta personas dispuestas a competir contra mí, aunque en realidad era a la inversa. Como había, a lo largo de la jornada, tres turnos significaba que en total se entrevistaban a doscientas cuarenta personas diariamente. Na´, un peo vamos.
En el interior de las instalaciones un hombre, casi tan afable como La tribu de los Brady al completo, nos resumía cómo eran los puestos de trabajo. Luego nos entregó una prueba psicotécnica que realizamos en diez minutos.
A su conclusión nos dijo que no hiciéramos cola para entregar el “examen” y otro curriculum que habiamos rellenado (con desgana). Hicimos caso omiso. Mientras todo el mundo esperaba yo sigo retocando un resultado matemático. Espié a los demás y nadie hizo trampas…; eso no era excusa para la amoralidad momentánea. Dejé tres sin contestar y una sabía que estaba mal. También me consta que aunque se saque un diez en la prueba de reclutamiento no significaba el éxito: posibilidad de un trabajo.
Al llegar el momento otro hombre trajeado y bien peinado me llamaba como había hecho con los demás para interrogarte unos segundos. Curiosamente me percaté que cuando los demandantes se despedían para irse, este hombre les miraba el trasero… daba igual el sexo (conmigo lo llevaba claro). Ayer, claramente, fue un día para ir de culo.