martes, 8 de septiembre de 2015

Un dinosaurio

Acudió allí junto con dos amigos de la infancia para comprar bebidas energéticas. Cuando todavía no importaba ingerir azúcares añadidos en exceso. Adquirieron los botes de líquido venenoso y se fueron a la caja del comercio. Daniel había trabajado allí hacía seis años o más y, de vez en cuando, solía acudir a los sitios que, una vez, fueron su casa. Miró (como si todavía formara parte de aquella empresa) de arriba abajo; todo. Aunque siempre se suele escapar algún detalle mínimo e insustancial.
Recordó los hornos del pan y la bollería, el patio exterior, la sala de descanso, y de pronto se le agolparon los recuerdos de situaciones vividas.
Frases célebres de jefes y compañeros: ‘He visto cosas que no creerías’. Esta le rememoraba continuamente a Blade Runner, aunque la persona que la expresó se refería a temas lujuriosos ocurridos en la gran urbe de Madrid. Lo cual, a día de hoy, sigue sonando, un tanto, a ciencia ficción. A saber.
También recordaba a una compañera mayor que él. Un día le soltó: ‘Me recuerdas a mi hijo’. Y Daniel, sonrosado, callado, cabizbajo, no supo qué decir a sus veintipocos (aunque, con total seguridad no sabría reaccionar a tal afirmación en la actualidad). Uno no sabe cuándo le van a sacar los colores. Soflama siempre traicionera.
Así pues, los tres amigos iban a pagar los botes cuando de pronto la reconoció. Estaba ahí, enfrente, cobrando a los de delante de la fila. No recordaba su nombre, pero era ella. Mayor, con canas y coleta. La madre que un día le dijo que era similar o parecido a su hijo era la única superviviente de toda la plantilla que estaba cuando él trabajó en aquel lugar perdido de la mano de Dios. Estaba en cajas. Quién sabe si ahora se había hecho con el puesto de jefa de cajas, a saber. Se conocía todo los entresijos de los compañeros y del puesto de trabajo. Sabía de charcutería, pescadería, alimentación, reposición... era una especie en extinción, un dinosaurio de los que apenas quedaban.
Ella no le reconoció. Eso o se hizo la sueca. Pero estaba feliz, o eso parecía, sabedora de todos los trucos del oficio. Ufana en sus labores del cobro se quedó allí, mientras que Daniel abandonó el lugar. Pronto sonaron los ‘Chss’ al abrir las latas. El trasiego de lo juvenil. La puerta automática se cerró tras ellos. Dentro quedó una parte de su pasado. Lapsos siempre bien recordados y, tal vez, imperecederos por lo pronto.


martes, 1 de septiembre de 2015

La muerte de James Gandolfini

Europa. Un hombre como el que soy no podía desperdiciar regresar a un país tan bello, y a una ciudad tan especial, Italia, Roma. Sobre estas calles gastadas me siento bien. Tras las gafas de sol apenas me identifican por donde camino. Eso o los italianos son muy educados y prefieren no importunarme. Ser célebre... menuda patraña. Durante un tiempo me esforcé en ser alguien de la industria cinematográfica, y al final ha sido la televisión por cable la causante de mi fama. Ya ven.
Durante, no sé, veinte años, me he aprendido los guiones mientras bebía vodka barato comprado en un 7-Eleven. Los mismos supermercados que han visto como el propio Al Pacino entraba a comprarse un helado y tras mancharse la camisa con él, fue fotografiado por los paparazzi. La imagen dio la vuelta al mundo. La celebridad y sus consecuencias.
Nadie hablará sobre ello. Sobre mi aliento trasnochado vertido en los gestos de la mayoría de compañeros de rodaje. Ninguna biografía datará sobre eso puesto que dichas narraciones siempre suelen estar falseadas. O quizá sí. Importa poco.
Mis pies marcan los pasos ahora en las calles de este país tan de Federico Fellini, Roberto Rossellini, Vittorio De Sica, Luchino Visconti, Pier Paolo Pasolini, Sergio Leone o Michelangelo Antonioni. Todos muertos. Todos eternamente recordados.
Tiene sorna. Tal vez sea la última ciudad que visite y algunos pensarán que debí morir en otro lugar más mío. A los americanos no se nos adopta tan fácilmente; ni cuando se está en la cima. Y puede que esa sea mi situación. He llegado a lo más alto; todo lo que venga de ahora en adelante será la bajada, el descenso, agachar la cerviz.
Ya diviso el cartel del restaurante de lujo donde he quedado con alguien a comer. Como el corazón no responde del todo, voy a dedicarme un festín al paladar y estómago. De ese modo, en la digestión, tal vez me dé el viaje que anhelo.
Los camareros, tras una buena propina, no sospecharán de mi propósito. Como soy corpulento creerán que ingiero así siempre. Falso. No suelo ir de banquete en banquete por mucho que me guste comer. No sé si alguien podrá llegar a pensar que estoy deprimido, falto de ganas, agotado, extinguido. A los cenizos he de decirles a cara de perro: ¡Me encanta vivir, pero todo pasa y llega!
La verdad absoluta no existe. No hay, casi, ni una a medias. Así que nadie sabrá con certeza lo ocurrido. Como no sé el tiempo restante, voy a darle un acelerón a la vida. Quién sabe si luego me permitirá dar otros. La verdad es que, a estas alturas, no me queda nada por hacer y no me he privado jamás de cuanto se me ha antojado. Soy un hedonista bárbaro por naturaleza.
Ale. Allá voy.
Me siento en la mesa de siempre. Saludo al servicio y este sonríe al verme. Piensan que soy como la jodida ficción. Esta dista mucho y esa longitud es, tal vez, la que separa a los artistas de la realidad.
Mientras llega mi acompañante pido el vino y dos raciones de carpaccio de carne, macerado con aceite de oliva y limón natural. Criticarán mi falta de exquisitez. ¿Se dan cuenta de lo irreal y contradictorio de todo?
Llega ella. Un vestido rosa palo muestra la rigidez de sus gemelos. Todavía se siente joven. No recuerdo cuando perdí esa percepción de mí mismo. Probablemente en el fondo de cada vaso cuando leía ‘Made in China’. Probablemente ahora eran la primera potencia mundial. Repugnante. Con total seguridad lo consiguieron hace años.
Me muestro pusilánime. En realidad me apetece acostarme con ella, pero no sé lo que aguantará mi corazón tras la digestión de lo que pienso pedir.
El carpaccio estaba tan suculento que me paso al marisco. En los lugares donde suelo comer no me lo permiten por mi intolerancia. El ácido úrico dentro de mí está por las nubes. Aquí no lo saben. Peor para estos ricachones comensales que degustan en las demás mesas. Si palmo, quizá, les fastidie el día. Es lo que suele pasar cuando uno contempla a alguien apunto de cruzar al otro lado. Se llama empatía y cada vez hay menos.
Conocen el final de esta historia. Pero lo importante es lo que siento ahora. Nada. Una jodida ausencia de prioridades y un empacho de banalidad. No me importa cómo me servirán el café luego si eso es lo que les preocupa. Todo pasa y llega. Qué más da lo que puedan pensar sobre lo que pueda suceder.