lunes, 23 de noviembre de 2015

Coma

Entré en el bar de siempre a ver a los de siempre. La noticia del día era la de una antigua compañera a la que habían operado de un tumor cerebral y para ello le indujeron un coma. Sí. Uno no puede hablar de margaritas aunque se empeñe en imaginar primaveras a través del vaho de los cristales en cualquier ciudad o localidad por la que transcurrir durante el invierno.
Lo peor, sin duda, estaba por llegar. A pesar de la ‘victoria’ de esa desconocida intervenida a cabeza abierta; he de destacar su supervivencia durante y después de la operación. Cómo no. Algunos hicieron de ello un Telecinco muy personal y no tardaron en enseñarme una grabación en el móvil donde se la oía dar las gracias a todos por el apoyo recibido.
Pensé dos hechos: uno. Era increíble la buena dicción de sus palabras durante la grabación. Sentí algo de envidia por la capacidad de expresión, aunque, no obstante, su tono del habla me heló un poco la sangre. No la conocía, pero me daba una pena profunda... con esa voz como desde el fondo, o desde muy lejos. Sonaba a hueco, a lentitud, como a alguien cuando habla y se nota que está tumbado, convaleciente y sin mucha fuerza.
Dos. Algo tan íntimo no se debe enseñar a la primera de cambio. Estaba con un menta-poleo en la mano y cogí el móvil con la otra casi por inercia y educación, a ver qué chiste me iban a enseñar esta vez. Cuando comenzó el audio; no sé cómo, pero mi cerebro la retuvo con demasiada exactitud, al igual que si hubiera un código secreto en ella o algo primordial. Me aferré a sus palabras a pesar del ruido de la cafetería. Luego el estómago se me estiró un poco cuando explicaron el suceso.
Dejé mi consumición sobre la barra. No me apetecía.
En verdad, me ocurrió como las películas de terror cuando alguien pasa un móvil al protagonista y escucha algo que no debería haber oído. Una amenaza, una cuenta atrás, o peor aún, un ojo por ojo siempre a destiempo.
Y por las noches, desde entonces, antes de conciliar el sueño, pienso unos segundos en esa voz lejana traída a los oídos casi por error o descuido de alguien incauto. A veces, cuanto más grande es el bache, más enorme y heroica es la respuesta.
Eso sí. La próxima ocasión no aproximaré mi oído tan cerca de la muerte por mucho júbilo que despierte. No es momento para ello. Sobre todo, para los que imaginan entre reflejos amapolas, brezo, y extensión campestre en los escaparates donde, hoy por hoy, no veo nada.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Exigente por naturaleza (O cómo acabar hablando de fenómenos astrológicos)

Soy mi peor enemigo. No doy tregua. Siempre intento exprimir lo mejor que llevo dentro, tanto laboralmente como en el plano personal. Aunque he de admitir que he bajado un poco el listón de un tiempo a esta parte. Antes, cultivaba el gen militar: intentaba controlarlo todo. Y mira por dónde. Si intentas amarrar las riendas de la vida... te perderás lo mejor de ella. Dejarse llevar. Probar y equivocarse. Intentar detener ese vendaval puede que, a estas alturas, me haya costado caro (aunque cuando tomo decisiones nunca sé si me arrepentiré o no. La inseguridad se hace mar entre mis charcos). Lo bueno es aprender de los casos donde uno falla. Sonará sentencioso, pero es así.
Entre lo bueno y lo malo, tengo una facilidad innata de recordar los baches del camino. Consumo y devoro los grandes momentos, como si no hubiera nada más. Escucho todas las conversaciones y aprendo de ellas. Por ello puedo asumir con plenitud la rentabilidad de los silencios. En las distancias cortas resulto pesimista o, incluso, agorero. Pero a grandes rasgos, los que me conocen bien saben de mi vitalismo (no obstante, esa intimidad suelo reservarla del balcón para adentro. Con lo fructífera que podría ser dándole más salida). Además, antes refería lo pernicioso de ser uno mismo cuando no te queda más que eso. Tú; de principio a fin.
He buceado entre los credenciales de unos pocos, y he leído sus recomendaciones novelescas por querer sentirme igual, nunca parecido. Me gusta copiar, por qué no, lo idóneo de cada cual.
Estas palabras vienen para quitarme la ropa y llevársela bien lejos. Imagínense que ahora les escribo desnudo sentado plácidamente en el sofá. Es broma. Nunca pierdo la compostura. A veces, se me antoja, podría resultar un tanto impostor por no revelar las cartas del ser. Para qué. Para quién.
Ahora bien, créanse lo siguiente: mientras he escrito casi toda esta fruslería literaria, he de admitir que tenía la música demasiado alta, composiciones británicas de otra década incluso para amenizar mi soledad, hasta dejar de estarlo. Porque la puerta de casa suena y con ella entra mi ilusión. Sin ella soy una triste mitad mal acompasada. Una pobre figura sin lanza ni porvenir inmediato (con todo lo que ‘el aquí y el ahora’ significa).
Y mañana, vaciaremos de los bolsillos la arena sobrante de unos sueños con nostalgia marítima, cuando nadie nos espíe por las ventanas y todo esté en calma.
El rocío de la mañana, como cada día, traerá más metas, cometas, sin otro Hale-Bopp en la retina de nuestro dulce pasado.