sábado, 7 de octubre de 2017

Mientras se escribe

Solo cuando la rendición me trepa por las piernas lo considero un aliciente fidedigno como para ponerse a escribir. Nanai. De pronto descarto el portatil cerrándolo con un golpe seco, hostil, frenético, casi desesperado, para darme cuenta de lo mucho que me ocupa esta labor, la de crear y transmitir, aunque, a veces, no se consiga todo a la vez (o nada en su mayoría). De todos modos y como diría Groucho Marx no hay que tomarse la vida muy en serio puesto que no saldremos vivos de ella. Y es verdad. 
Las musas o esas perversas de tal que se ríen de uno por invertir horas en construir una frase recta, como una zanja bien hecha y no un mero surco, se unen a la fiesta de ideas que monto a diario para ensamblar el bloque de letras, donde dedico parte del tiempo libre.
A veces, mientras escribo, observo a contraluz el desgaste de las teclas. Algunas permanecen prácticamente intactas conservando la pátina de polvo reveladora del poco roce de las yemas. Otras ya brillan un poco como las letras a,s,d o la e, de un modo jerárquico y de cierta petulancia como diciendo nosotras predominamos en tu castellano. Más tarde llegan las ideas banales (como si las anteriores no lo fueran). Y una de ellas es la existencia universal de una división entre todos los escritores del planeta. Los hay de corto aliento y de largo. Llevo bastante trabajando junto a los segundos, porque lo fácil, lo que llega a un posible receptor quizá sea de textos escuetos, simples, eficaces. En cualquier caso, al ser una idea intrascendente, pronto se camufla en una de gran calado y pienso que lo importante es ser leído. Todo lo demás es simple cháchara. 
Al mirar al horizonte el sol se ha escondido dejando unos contornos que pertenecen más a la noche que al día. Las musas partieron hace mucho. El sueño y el reconocimiento se instalan uno en las sienes y el otro en el pecho. La noche domina ahí afuera. Mañana, en el cruel Día de la Marmota, volveré a sentir la rendición en las perneras y una quemazón interior que no libra de nada.

miércoles, 19 de abril de 2017

La polilla

Abrí el armario y, al principio, pasó desapercibida. Luego, arengada por la intromisión o quizá fue el leve movimiento llevado a cabo por la puerta de madera al abrirse, no tuvo reparos en dejarse ver. Por el rabillo del ojo, capté un ligero movimiento que me crispó un poco los nervios, porque, a día de hoy, me siguen asustando los seres ocultos escondidos en los muebles viejos. Y este ser no era menos. Allí estaba, trepando por uno de los cuellos de esas camisas que ya nunca me he vuelto a poner. En el fondo la miré con más tristeza que respeto. Era como si me ahorrara el hecho de donar la ropa inservible a un punto de recogida o a la asociación para fines benéficos donde solemos llevar algunas prendas en desuso, como solía. 
El insecto alado me despertó una curiosidad infinita: ¿Por dónde había entrado? ¿Cuáles eran sus sensores nerviosos que le habían indicado que lo antiguo era más delicioso que cualquier tipo de moda? 
Fueron unos segundos, tan solo, nada más; lo que decantó la balanza a mi favor que para eso era el humano. En un periquete la polilla ya estaba revoloteando, esparciando inevitablemente el poco oxígeno que yo oprimía para no dejarla escapar y echar por tierra, tal vez, sus pretensiones osadas y lascivas en degustar con morbo y apetito (por lo visto son sensaciones muy vinculadas entre sí) nuestras cortinas o quién sabe, incluso la ropa interior. Al fin y al cabo era la mano y no mi boca quien la estaba reteniendo. Ya se sabe que, en el fondo, las zonas más alejadas de nuestro cuerpo, en un momento dado pueden dejar de considerarse parte de este. Sucede con los dedos, pasa también con los pies.
No la maté, en absoluto. Me apresuré a abrir la ventana del cuarto para que escapara. La escena, vista desde fuera, me estaba resultando un poco desagradable y el vello de los brazos ya empezaba a erizarse.
Cuando extendí toda la palma, la extensión de un hombre abierta para recibir la claridad del cielo, y la dejé marchar me dejó un rastro como de polvos argentados, y, en menor medida, áureos. Al fin y al cabo, no era un insecto tan repelente porque a pesar del mal rato que le infligí, lo compensó dejándo plata y oro a su paso.
Ya lo decía. Los seres escondidos en lo oscuro me generan una imperiosa intranquilidad.

domingo, 2 de abril de 2017

Un tributo

20 años de exclamaciones y comas. Un tango que emana de cada bolígrafo, lapicero o desde la propia mano de quien ha escrito aquí durante todo este tiempo.
Mientras recuerdo lo vivido, una imagen de blancura se me viene a la memoria. Al principio La buena letra creaba y se expandía desde el subsuelo, como los árboles; en un sótano al que se accedía por unas escaleras de barandilla blanca que, poco más tarde, daban a un estrecho pasillo del mismo color. Abrí la puerta, con más miedo que vergüenza, y allí estaban todos los que todavía me asaltan a veces desde el pasado, porque los otros llegaron más tarde y tomaron el relevo. Siendo el complemento y toda la suma. Yo rondaba la veintena; ellos sonreían y escuchaban por encima de la edad que nos separaba. Con distintos métodos eran capaces de generarme una envidia sana desde el punto de vista humano y literario. Ya saben eso de querer correr cuando primero se ha de andar.
Y aprendí todo lo que pude, en las idas y venidas, en algunos de mis holas y en todos mis adioses. Porque esta asociación, que todavía late tras las densas, oscuras y teatrales cortinas de estos escenarios, es una superviviente nata. Capaz de sobreponerse a las peores adversidades. La cultura es la sangre que los habita, la piel de estos merodeadores de letras que esculpen sus sentimientos por doquier. Han sabido cultivar una buena vía de escape, la literaria; como un modo de vida imperecedero y enriquecedor.
Podría dar nombres de todos los miembros que han formado parte de este camino, pero rememoro esa experiencia en la línea de la vida. Les contemplo desde la lejanía, en la distancia. Y ahora, una vez más, se agolpan las ideas con las que los vinculo: ‘vocalizar bien’, ‘leer despacio’, ‘leer mucho’, ‘para escribir hay que tirar lo que no sirve’, ‘pégate al micrófono’, ‘tranquilo’, ‘risasֹ’, ‘abrazos’, ‘aplausos’ y ‘cariño’. Valores aprendidos junto a ellos, que me han hecho crecer e ir hacia delante.
Por último, desearles que el techo de los 20 años sea el suelo de su mañana. Porque lo merecen, porque en Fuenlabrada se han labrado un surco creativo, porque quién va a ser, sino ellos, los elegidos para seguir creando el presente de la asociación. Con toda mi admiración y respeto: aquí siguen. 

miércoles, 8 de marzo de 2017

Un 8 de marzo

Confieso mi profunda admiración hacia las mujeres. Desde las que han hecho historia (como Marie Curie, Amelia Earhart, Chavela Vargas, Frida Kahlo, Mary Shelley, Kathryn Bigelow o Meryl Streep), las desconocidas que captan la atención solo con un caminar y, por supuesto, todas las que pasaron y siguen en mi vida, gracias a Dios o a la fortuna.
He de admitir, con cierto reparo, que sustentado por la timidez he podido observarlas, en algunas ocasiones, tal y como si fueran completamente distintas a los hombres. Puede que tal afirmación me haga jugarme el tipo, pero a día de hoy, y puedo estar profundamente equivocado, las sigo mirando con ese respeto, incertidumbre y júbilo de quien ha descubierto un tesoro secreto, un enigma indescifrable, un ático con vistas al mar. 
Milan Kundera con La insoportable levedad del ser hace un buen acercamiento con uno de sus personajes hacia lo que los hombres podríamos desear/necesitar de las mujeres. Más allá de esa recomendable lectura, lo que verdaderamente me fascina del género femenino es la vitalidad con la que preparan al mayor rival que (supuestamente) la sociedad les ha colocado, el hombre. Bien por medio de una reinvención de la esposa para con su marido, bien por los métodos de los lazos familiares si son hermanas, madres, tías y abuelas aplicando el cariño y los buenos modales. En todos estos roles detecto una profunda implicación en la finalidad de moldear grandes hombrecitos y mujercitas, que luego han de poner en práctica el aprendizaje para ver de igual a igual a las féminas y estas para con sus semejantes masculinos.
Hasta el papel de mujer fatal ha dejado una huella en el celuloide con multitud de intérpretes que han hecho de la presuntuosa virilidad del macho lo que bien les ha dado la gana. Y bien por ellas. 
Pero voy a ir a lo concreto. Rememoro a la abuela que se esforzó en hacerme más educado y gentil, a la tía con la que comparto confidencias sobre la vida, a mi madre que es un ejemplo de coraza, perseverancia y un tributo a la idea del esmero hasta el último minuto de existencia, a esa suegra que ocupa mi pensamiento y con la que siempre me esmero en dar la talla y a Cris por ser vértice en toda esta escultura vital que configura nuestras vidas, el día a día. Por ella pondría la otra mejilla, la mano en el fuego, y la concedería hasta la propia cartera. Porque se puede contar en todo y para todo, porque representa los anhelos más inmediatos. Es lluvia, arcoíris, primavera y festividad para los sentidos. Un regalo que esperaba sentado en un banco al merodeador despistado, que un buen día subió unas escaleras y se topó, de lleno, con la más exitosa de sus suertes.

domingo, 19 de febrero de 2017

¿Adónde vamos?

Caminaba por el municipio donde crecí, con la tremenda sorpresa de no reconocer los establecimientos ni tiendas que se habían abierto en los últimos años. Me entró una especie de nostalgia. Y aunque suelen decir que los lugares de la infancia son inalterables, en vez de la mirada y vida de quien regresa, no me lo creía. Entre tanto, mis inquietudes comenzaron a sembrar la alerta psicosomática. De pronto, una molestia empezó a cobrar forma. Esa especie de dolencia se hacía presente y ganaba enteros, muy adentro, bajo el entrecejo y sobre la nariz. El dolor afortunadamente no fue a más, a pesar de comprobar, cómo uno de los negocios más memorables de mi juventud, se había ido al garete también. Llevaba el cartel de la peste, digo ‘se alquila’. La guadaña económica había alcanzado ese lugar, donde el dueño fue quien, en un pasado adolescente, me grabó todos los videojuegos piratas en el instituto. Estaba perplejo por la nueva situación de su, ya extinguido, negocio o empresa. Supongo que cuando a uno le dan cierto cogotazo es mejor levantar la mirada lo antes posible; eso es lo que hice. Fue entonces cuando contemplé, con más asombro todavía, los muchos comercios, para mi gusto demasiados, portando el famoso ‘se alquila’ que tanto se ha puesto de moda. 
Es como si en medio del pasado de los caminantes y el futuro de las calles, se hubiera instalado de por medio un presente crítico, inmoral, indecente o ventajista, a la larga y en la corta. 
La jaqueca amenzaba con abrirse paso entre mi cráneo, tendones, nervios, músculos y piel. Era una verdadera jodienda subcutánea, pero lo realmente engorroso y de cierto peligro para la sociedad era esa tipografía naranja fluorescente y chillona; como diciendo: ‘Aquí estoy yo, con mi rictus mayúsculo con el fin de ser un verdadero quebradero de cabeza’. Decidí seguir adelante en mi rumbo un poco dubitativo, como quien se gira de vez en cuando para ver si alguien se estaba riendo o había una cámara oculta. En la desesperación todos los males hincan. Este del que os refiero puede ser una nueva adversidad, como tantas otras. Un problema de complicada solución para los que esperan con las manos cruzadas enfundados en trajes y corbatas. 
Los transeúntes en su día a día saben dónde fijar la mirada. Es una verdad agria, incómoda, nociva. Un pasatiempo imposible, un Scrabble con las letras predefinidas en los huecos justos o premeditados. Desde arriba sueltan los letreros; abajo se consiente el resultado.

sábado, 7 de enero de 2017

El profesor de historia

Es como una aparición de la serie A dos metros bajo tierra. Una de esas en las que los personajes secundarios que morían al principio del capítulo aparecían más tarde durante el mismo para aleccionar a los protagonistas cual fantasmas con un tema vital que, a priori, se les pasaba por alto. Este parecía uno de esos casos, aunque a mí, este hombre no me hablaba; tan solo me lo encontraba en la sección de frutería del centro comercial donde, por lo visto, solíamos acudir a realizar nuestras compras. Pero algo no cuadraba. Ya era muy mayor cuando impartía clases en el instituto al que fui, por lo que con el paso del tiempo una de dos: o no era él y es un hermano pequeño que en la actualidad dispone de la edad con la que le recuerdo por entonces o podría ser alguien increiblemente parecido. Ser profesor, aunque dispongan de bastantes días de vacaciones, no es una profesión fácil (cuál lo es) por lo que algo de vejez debería notársele. Quizá sea eso lo que más me enoja, el simple hecho de que él se mantenga tal cual y yo haya cambiado. Aunque en el propio cauce vital de la enseñanza los que más terreno disponen por abonar son los alumnos, los maestros pueden cambiar de centro, pero van encauzados. Los adolescentes tienen un mar de incertidumbre por delante. 
Voy andando por el centro comercial y tras una robusta columna exterior de piedra, cerca del aparcamiento sentado en un banco con gafas de sol y un niqui añil, aparece su silueta, sus contornos plácidos y su gesto un poco arrogante. Este Platón modernista aprovecha el sol de las doce de la mañana, como quien disfruta de una merecida jubilación. Un Richard Jenkins pepinero, con la ‘nueva vida‘ por delante. Es entonces cuando me dan ganas de soltar mis bolsas, todavía vacías, y agarrarle por el cuello de la prenda para espetarle: ‘El truco de tus esquemas no me sirvió de nada’ o ‘¡Qué haces aquí!’. Pero en seguida desisto en mi acometida. No puedo increpar nada a alguien que sopesa tanto si los plátanos son buenos o no, porque hago lo mismo. En el fondo, supongo que sigo respetando, ahora que soy un hombre a ese ‘garbancito’ con el que primero suspendí, luego obtuve un sobresaliente para más tarde quedarme en la tercera evaluación en un notable. Seguiré espiando su meticulosidad en ese gran desconocido que pasea como si nadie le reconociera, como si fuera uno más y no hubiera dejado cierto poso de aprendizaje en un alumno del pasado. Por lo tanto todo permanece igual. La tiza por las patatas, las zanahorias por el parte de asistencia. Siempre hay alguien mirándonos o simplemente observando lo que pasa. Es la única historia que conozco, la que ven nuestros ojos. Esa también merece ser contada.