domingo, 26 de octubre de 2014

De nuevo el dentista

Cuando se va al dentista son días oscuros por mucho que se esté mentalizado de que acudimos a sufrir. Mi situación no era distinta, a pesar de todas las veces que ya he ido. Esperé veinte minutos desesperando un poco. Esta vez me acompañaba mi hermano que a su vez iba con la tablet bajo el brazo para poder leer en mi ausencia.
En seguida, notamos que no hay aire acondicionado, en este Veranillo de San Miguel tan prolongado, ya casi a destiempo para estar en Noviembre.
Al nombrarme entro en la sala y me percato de que el hilo musical está muy alto. No solo eso, sino que la música, desde mi punto de vista, estaba mal elegida. Así que, diez minutos más tarde, me abren la encía y me insertan un implante en la mandíbula, mientras se oye: ‘A ella le gusta la gasolina/dale más gasolina’. El sudor perla mi frente y se desliza por mi espalda. Clara, que así se llama el ángel que opera, tiene los ojos oscuros y unas manos que seccionan, aprietan y cosen con precisión. Al cabo de un rato, al ver mi estado sudoroso me pregunta que si estoy bien. Yo emito un sonido equivalente a un ‘por supuesto’.
Están terminando a ritmo de reggaetón mientras hablan de que ojalá les toque la lotería. Me vuelven a preguntar sobre lo que opino al respecto. Los dentistas pasan por alto que uno no puede hablar por tener la boca desencajada, repleta entre un tubo succionador, un algodoncillo y el bisturí. Entrecierro los ojos. Estos hacen de comunicadores cuando no se puede hablar. Los entrecierro para asentir o para decirles ‘acabad, por Dios’. Cuando me cosen con cuatro puntos se oía ‘Vivir así es morir de amor’. El tubo extractor, succiona saliva y sangre en una mezcla que para cualquiera sería digna de un leve mareo, a mí me gusta observar, hay quien cierra los ojos en la consulta, yo no. De todos modos me encuentro alterado por las melodías y por la incomodidad del respaldo que intenta recoger mi espalda sudorosa. La intervención no es más de veinte minutos, pero se hacen inevitablemente largos.
Al concluir me dan una hoja de indicaciones de higiene. Clara me recomienda Ibuprofeno cada ocho horas. Avisa que saldrá flemón. Luego me marcho con la próxima cita en la mano. La música sigue alta y desentonando. Los demás pacientes que esperan en la sala están amodorrados. Yo no. Me han taladrado la mandíbula y tengo unas ganas locas de comentarlo.

Carta de un indignado


Querido Mariano Rajoy:

 
Soy Teresa Romero. La auxiliar de enfermería que se contagió de ébola. En el fondo, creo que no necesito presentación y menos ante ustedes, los políticos.
Le escribo esta carta porque considero que es el máximo responsable de la mala gestión que ha tenido este caso en España. Estará pensando que no es así, claro, cómo no, que entremedias hay una serie de factores, condiciones y hechos que lo salvaguardan de mi caso y de otras corruptelas. Los políticos no paran de llenarse los bolsillos y nosotros vemos como la justicia se frota también las manos.
Pero volvamos a lo que nos acontece a usted y a mí. Ahora que aún guardo la mesura.
Aunque los análisis hayan sido favorables y el contagio se haya visto frenado, me siento estigmatizada, el aislamiento social que sobreviene será acuciante, han sacrificado a Escalibur y, de acuerdo, era un asunto casi de vida o muerte, pero en todo esto ¿Qué es lo que ha perdido usted?
La credibilidad política española luce un chubasquero demasiado resistente para la que le está cayendo.
Los medios de comunicación han difundido fotos en las que no salgo favorecida. Estoy medio tirada y relajada junto a mi perro, en ese sofá que siempre dije que cambiaría y esto ya no entra ni en mis peores planes. Quien les proporcionó las imágenes tuvo que ganar lo suyo. Fue un inepto algo sutil que de entre todos los álbumes escogió la peor muestra. Lo mismo fue un familiar o mi propio marido. Las piedras no deberían caer sobre los propios tejados, sino sobre el Congreso.
Desde aquí pido que esto no se vuelva a repetir. Que no se hagan acciones políticas, ni militares, ni religiosas, de cara a la galería.
La realidad siempre supera a la ficción. Con esto quiero decir que aunque estemos viendo la punta del iceberg, seguro que lo que algún día se destapará será inabarcable e insostenible. Contáis con la colaboración de un país que solo se manifiesta por el fútbol y con unas togas y mazos tan corruptos y despiadados como vosotros.
Es hora de que alguien pague por todo; que dé con el pellejo y los huesos en una celda. Me gustaría verle en ella y esta idea, créame, sí que me eleva la temperatura corporal.
Por último, decir que esta carta me relegará cuando menos a la exclusión, mientras otros semejantes a su cargo se seguirán pavoneando. Ya nada temo. En el fondo estoy agradecida a todo esto por haberme convertido en una superviviente. Esa es la realidad. Lo demás es limo del lóbrego rio de la política.

miércoles, 15 de octubre de 2014

Un concierto especial

Era una sala enorme... El Auditorio Nacional de Música es un edificio que sorprende desde dentro, no por fuera. Nada más entrar uno se daba cuenta de que ahí, tal vez, solo va gente de a bien, bien porque los roperos son de una madera elegante, el aroma que te embarga en las salas o porque la música clásica se ha conservado como un gusto refinado y sibarita. Digo con esto que si a alguien le gusta suele generar en mí cierta curiosidad ya que eso significa que esa persona ha sabido ‘escaparse’ del capitalismo musical imperante (reguetón, pop o incluso rock) en emisoras jactanciosas, que se piropean de ser las únicas en España, cuando no es así.
Observé, una vez sentado, todos los espacios aún por llenar del coro y del elenco de músicos que iba a actuar o a cantar, mejor dicho.
Carmina Burana es un nombre que me sonaba, pero que era incapaz de reconocer. La he oído decenas de veces, pero por el nombre no caía.
El espectáculo no tardaría en comenzar. Tras una espera que no sabría decir cuánto duró (porque en estos sitios uno se cohíbe del habla, por no molestar, y ante la contemplación de todos los pequeños detalles que allí había. Desde las grandes lámparas hasta el órgano más que eclesiástico que se alza a doce metros de altura y 5.700 tubos plateados. Una verdadera joya instalada en 1990).
Cuando comienza el evento. Todo es movimiento y eso que las notas musicales se oyen y sienten. Pero se capta a los músicos desplazándose para tocar un bombo y un gong prácticamente a la misma vez,  al director musical representando todo porque conserva y guarda Carmina Burana en su memoria. Solo él conduce este Titanic de más de cuatrocientas personas, más de cuatrocientas partituras que cada uno de ellos pasa sus paginas con ahínco. Luego, los del bombo y gong saben exactamente dónde golpear, dónde aflojar la manija, cuándo posar la palma de la mano para detener la reverberación de su instrumento y así hasta la perfección, porque los que no estamos allá abajo, dentro, incluidos, no sabemos en que momento se yerra. Se anticipan a las pautas del director dejando los mazos en su sitio y preparando los siguientes. Y el coro, esas voces sobrehumanas que sobrecogen...
O Fortuna, eso es lo que sentí al escuchar con atención esa canción, fortuna. La reprodujeron más que al milímetro para abrir la obra y para su cierre. Increíble tanto en el principio como en su final. Qué manera de transmitir, qué acústica tiene dicho auditorio que cada nota musical hace vibrar el tímpano, luego el cerebro, más tarde, también sin saber cómo, el estómago.     
Al concluir la sinfonía uno sale como de un spa, como si sus piernas no pesaran. La espalda duele, eso sí. Porque uno está en vilo, sin utilizar el respaldo de la silla, queriendo atrapar con la retina entre pestañeo y pestañeo lo que abarquen nuestros sentidos. 

jueves, 9 de octubre de 2014

Un gato

Está quieto, totalmente inmóvil, desde lo alto de la estantería debe divisar todo el salón. Se podría decir que es un objeto inanimado más hasta que un pestañeo acompañado de un giro de cabeza demuestra que está vivo. Es un gato de pelo largo, de esos que lo llevan limpio y pomposo. Sus pupilas afiladas por la luz de la sala miran al infinito. Algo le llama la atención y de pronto comienza a erizársele la cola. Esta, en este estado, parece ser una mopa atrapa polvo. El instinto animal parece asomar en su expresión. La mariposa vuela inocentemente hacia él con movimientos rítmicos. El felino estira el cuello. La sensibilidad del vello que rodea la boca amplifica sus ganas de cazar. Junta las patitas delanteras como para dar un brinco letal y caer sobre el indefenso insecto. Todavía se dedica unos segundos más para calcular la fuerza del salto y los movimientos que ha de trazar en el aire para capturarla. Todo en él es precisión. Aún es pronto para sacar las uñas, esta acción siempre ha de retrasarse hasta el desenlace. Unos movimientos rítmicos le recorren el lomo. Va a saltar y cuando por fin se va a decidir la presa se ha vuelto a escapar por la ventana. Segundos más tarde, Onis me mira como si eso le ayudara a entender que se ha ido volando por donde vino. Mueve su cuello mirando más allá de la ventana... la calle. Se le ha pasado. Su cuerpo vuelve a relajarse y adopta una postura cómoda sobre el anaquel.
Pronto le traerán su comida. Por fortuna no le hace faltan presas para sobrevivir. Si fuera un gato callejero, seguramente no aguantaría demasiado. Pero esos movimientos, ese instinto cinegético no se le han ido nunca.