viernes, 28 de enero de 2011

Vejez

A lo lejos, hasta allí se le escapaba la mirada mientras pensaba en sus cosas, ante lo poco que le quedaba ya por realizar… culpa del infortunio. En aquel bar donde uno podía divisar el mar de San Sebastián plácidamente, no era mal edén donde esperar el gorigori, el silencio opaco, el encallamiento del barquero en busca de sus dos óvolos.
De la mesa de cuatro amigos, sólo quedaban la mitad: Luis y Carlos. A Fulgencio se lo llevó un accidente de tráfico y a Roberto el Alzheimer. Pero no era momento de cavar por el trozo huero y sí de distraerse todo lo que estuviera en sus manos. Así que uno y otro quedaban más a menudo en la tasca para, bajo el influjo de la camaradería y de la complicidad, como sólo puede darse entre dos hombres, los dos últimos compañeros y supervivientes, contarse los pequeños resquicios de su vida. Amenizado con la compañía de un buen vino dulce.
En algunos momentos rieron, hasta que otras personas, desde la barra, les miraron con desdén; en otros se les humedecieron los ojos, hasta sentirse algo ridículos, recordando lo que ya no serían jamás; a quién amaron y lo bobos que fueron recordando momentos en los que se habían dejado calentar por la sábana de la soledad y lo solos, que, ahora sí, les tocaba estar. Carlos todavía estaba con Teresa, pero, al igual que Luis, ya había empezado a masticar el sinsabor de la pérdida familiar. Una gangrena que comienza cuando se dejan atrás algunas amistades por el tiempo o la lejanía y que toma cuerpo con la ausencia de los más allegados.
Un día, pasados ya dos años, Carlos no se presentó en la tasca. Algo a lo que su amigo intentó restarle interés.
Tres días después ya comenzó a preocuparse por él, y sin embargo, no hizo nada. Ni llamó a Teresa, ni se personó en su casa; la primera cuyo balcón daba al comienzo del paseo marítimo. Simplemente se limitó a aceptar, de nuevo, la acogida de otro puntapié en el lumbar o en la boca del estómago. Tan sólo se sentó a mirar la lontananza, la línea ficticia, entre cielo y agua, completada por el ojo humano.
Se le ocurrió juntarse con los de la barra, que estaban de jolgorio armando una buena algarabía, pero… ¿para qué?
El rugido de la caída final en cascada parecía llegar ya a sus sufridos tímpanos.
Pudo haber ido a contemplar, una vez más, el Peine del viento, y atusar un par de malas ideas que venían visitándole al desayuno y en la cena, o pedirle al dueño el pan sin consumir del día anterior para echárselo a las gaviotas y palomas, aunque, de buen seguro, habrían acudido cuervos, haciendo del mirlo de su rostro un alimento.
El postrero amigo solía pensar que salir ileso de una guerra y que un simple resfriado te medio matase… era algo para lo que la entereza no está diseñada.
Luis siguió acudiendo al mismo lugar de “reunión” diariamente. Antes de entrar, no siempre, conseguía reunir el denuedo suficiente como para mirar y esperar que el primer balcón del paseo estuviera abierto, de par en par; hecho que nunca se produjo. Prosiguió su lenta espera, en donde su río se derramaría del todo, mientras que, de forma natural, los clientes de la barra se fueron aproximando a la mesa buscando el cobijo de las sabias palabras y de quien sabe narrar una buena historia a tiempo.

domingo, 2 de enero de 2011

Ajustes de cuentas

De existir Atlas, se podría llegar a pensar que el globo se le está escurriendo por la espalda; en definitiva, no está bien sujeto (¿Alguien sostiene que deba estarlo?).
Cuando paso la página del diario y veo esta fotografía, que se aferra a las pestañas, algo me susurra que tiene algo de especial, pero no consigo saber el porqué.
En la imagen a color se ve a una mujer rubia de espaldas, joven, de buena silueta y sólo lleva unos vaqueros. Sobre la espalda desnuda se pueden apreciar unas letras, que el texto informativo se encarga de especificar: «Yair».
Es el cadáver de La pelirroja; una criminal mexicana cuyo cuerpo inerte ha aparecido en Monterrey.
Tantas desapariciones del mismo sexo producidas en Ciudad de México y ahora aparece una paladín con la soga bien tensa alrededor del cuello.
La escena parece sacada de un largometraje… como si algún narco hubiera perdido la cachola y hubiera disfrutado materializando la versión chicana de El Padrino. Bajo los pies de la difunta, Gabriela Elizabeth Muñiz Támez, hay un eslogan, que viene a tino y dice así: «Ayuda a tu memoria, recuerda esto».
Y así ha sucedido. Resulta que el suceso parece un calco de lo que, presuntamente, le hizo la mafia italiana a Roberto Calvi en 1982; El banquero de Dios. O lo que Homero narraba en La Iliada, donde la soberbia de Ulises le empujaba a atar el cadáver de Héctor a un carro y arrastrarlo por el campo de batalla durante nueve días.
Parece que tampoco existe el respeto entre sicarios, bandas y demás turbas. En este caso, exponiendo el cadáver, traspasan sus asuntos a la vox populi; lo hacen público, y, quizás (si es que existen), los índices del temor despunten al alza. Lo del "guante blanco" debe haberse quedado anticuado. Honestamente, se obtiene mayor control con un muerto que pendula, antes que con un disparo en el entrecejo y deshaciéndose del muerto.
La situación no es nada halagüeña en Monterrey, gracias a esos delincuentes paseando en calma por los jardines, mientras llevan un escalpelo escondido en el chivo, abanicos elaborados con la muda de las serpientes y formol por gomina. Ya no hay consideración por el igual, aunque los sujetos, en aquiescencia, hayan cruzado la línea y ese sea el único vínculo que les relacione. Estarán demasiado lejos.