jueves, 28 de febrero de 2013

Polis y cacos

Me sustrajeron el vehículo... los muy... y al cuarto día apareció en Móstoles. La policía me informó que mi modelo se roba con suma facilidad, aunque no saben cómo. No lo saben y tal vez no lo vayan a saber nunca.
Cuando me llamaron de la comisaria no quería comprobar el estado del automóvil, pero al verlo quedé un poco impactado. Las ruedas delanteras estaban rectas perfectamente y tenía roto el faldón delantero por su derecha. Lo abrí como me dijeron los agentes, con el cierre centralizado que todavía funcionaba correctamente... quizá lo único que iba. Lo demás, para mi asombro, parecía estar en su sitio.
La colonia de mi abuelo, el mando de la puerta de mis padres, el permiso de circulación y la tarjeta de inspección técnica; todo. Pero horas más tarde cuando otros policías cubrieron de polvo blanco el interior del coche no encontraron huellas... ahí iban a estar.
Montarse en algo propio que ha sido robado es como si desvirgaran tu estado de seguridad. Casi como si un desconocido pasara impunemente a tu casa desnudo para sentarse en el sofá a ver la tele. Además, por el modo en que dejó colocado el asiento me atrevo a decir que era una persona alta y despreocupada en que ello se supiera.
Más tarde nos percatamos que faltaban más elementos básicos.
Tampoco estaba el airbag del conductor, ni la rueda de repuesto y mucho menos, el catalizador.
Ya en el taller, y tras sufrir un poquito más con el conductor a la hora de subirlo a la grúa, me informaron sobre el uso que hacían actualmente del catalizador. En algunos casos contiene metales preciosos como oro o platino y sirve para filtrar los gases del motor. Para que el vehículo fuera como es debido tuvieron que soldarle otra pieza ya inservible y a modo de apaño con la finalidad de poderlo desplazar a donde ellos tengan ese fastuoso garaje multiusos; porque en la calle no creo que se pongan a desarrollar estas malditas fechorías.
Admito que por un momento no quise recuperar nada y a punto estuve de rezar lo que buenamente supiese para que se estrellaran y no lo contasen; no os voy a engañar. La impotencia vivida es enorme. A los políticos no les roban, al contrario te engañan también. Y si encima de la situación laboral hay estas bandas que con frialdad e irracionalidad están dispuestos a jugarte una mala pasada... nos podemos dar por fastidiados.
Luego está el papeleo del vente pa´ca y vete pa´lla, pero menos mal que creo que el seguro me puede pagar los daños. De todos modos como no arranca no se sabe lo que esconde el motor... el cerebro de mi medio de transporte es lo que más me tiene en vilo... lo demás es chapa y pintura. La palabra impunidad es la que repite mi moralidad. Porque hay casos que no acaban tan bien como el mío y ¿entonces qué? Un vehículo sustraído es más que un simple coche robado; es un fragmento de tu vida que te arrancan de cuajo sin pedir permiso. Todos estamos expuestos a ello ya que hasta en los garajes campan a sus anchas. ¿Y las viviendas? aguas pantanosas en las que prefiero no introducir ni el empeine del pie.
Por último, he de dar gracias a la policía local de Móstoles y a la empresa Aid Car, especialista en estos casos y en cuya página principal hay un video de una mujer que recupera su automóvil. Al verlo me abrió la posibilidad de creer en algo. A pesar, y hablo por mí, de dar carpetazo al caso antes de tiempo.
Y cómo no a todos mis amigos que han estado ahí con sus palabras, a la familia con su apoyo y a mi chica, todos sois el platino que guardo dentro.

viernes, 22 de febrero de 2013

Bilbao

Íbamos a vender con la casa por mochila, es decir, con la furgoneta preparada para dormir los dos. Mi padre y yo. Cuando llegamos a esta esperada ciudad algo no me acabó de encajar. Era una tarde oscura y gris; de esas donde al mirar las nubes pronostican más casi un tornado que una tormenta. Estaban apelmazadas como si en vez de agua transportaran tornillos y clavos. Su aspecto algodonado y denso parecía ser la máscara que siempre cubría en invierno el cielo de Bilbao.
En aquellos tiempos ETA todavía estaba activa y un comercial con su hijo se adentraban en el corazón geográfico del conflicto nacionalista vasco más extremo. Tuve respeto y quizá miedo. No encuentro otras palabras a cómo me sentí aquella tarde de niño por aquellas calles de silencio y donde los árboles de los parques donde jugaban los niños sufrían de cierto beriberi por la contaminación de una ciudad con pasado y presente metalúrgico e industrial.
El Nervión segmentaba la ciudad, al menos unos distritos, y pude comprobar, hasta donde alcanzaron mis ojos, que el agua del río se perdía por unas cloacas bajo la urbe. Me acordé de Venecía, que no he estado y de Londres, que por aquellos entonces tampoco y me percaté de la apariencia cosmopolita de lo que andaba contemplando.
Al caer la noche el vecindario se recogió como suele suceder en esa época del año en cualquier ciudad española y del mundo, pero nuestros estómagos rugían de hambre tras la jornada laboral. Así que fuimos a pedir un bocadillo en el primer bar que viésemos, y así hicimos. La desilusión fue amplia puesto que lo primero que busca un viajero es una sonrisa o un trato mediánamente amable... en este caso ausencia de las dos acciones. Para colmo se sorprendieron de que pidiésemos un bocadillo y añadieron que podían ponernos garbanzos entre pan y pan.
Salimos anodados de allí y pensando que había sido una broma nos fuimos a otro. Cuál fue nuestra sorpresa que más de lo mismo. En esta ocasión la camarera si parecía simpática, pero nos ofrecían pulgas, que son bocadillos que entran en una muela de las cuatro que hay en la boca sin disponer de las del juicio.
Sonreímos cortésmente y salimos de allí también. Tras ir a un tercer bar de mucha banderita y personaje siniestro, seguramente ebrio, (cuando uno lo necesita  es cuando toman el revelo las farmacias y los estancos, sin encontrar lo que realmente se busca), nos desengañamos por última vez. Así que accedimos a las pulgas: "Pónganos tres o cuatro a cada uno; bueno no, mejor saque la bandeja". Y allí estuvimos cenando en la barra de un bar más pequeño que grande rodeados del paisanaje que nos miraba con bastante indiferencia. A ver si ahora se iban a acostumbrar a ver cenar un bocadillo. Ciudades y su encanto. Todas deberían ser igual de hospitalarias.

sábado, 16 de febrero de 2013

El outsider

Estaba sentado en una mesa solitaria, aunque decir esto indicaba cierto grado de connotaciones erróneas, puesto que las mesas no pueden estar solas y sí vacías. Esto nos lleva a pensar que el solitario era una persona. Así, se encontraba en The Dinner; uno de esos restaurantes caracterizados a la americana con sus bebidas rosas, sus propios canales de televisión que emitían contenidos propios sesenteros y setenteros y la comida rápida y fácil de consumir. Un lugar afable donde The Mamas and the Papas entonaban a placer desde un tocadiscos lo que siempre ha sido y será el sueño americano. Tan pegadizo como inalcanzable.
Pero él andaba a lo suyo, en sus pensamientos. Odiaba ver comer a los demás. Su ruido desagradable al masticar la lechuga o al roer el pan; el sonido de los cubiertos cortando y pinchando sobre la cerámica le irritaba de sobremanera, por no hablar de los gestos que ponía la gente al llevarse los alimentos a la boca; siempre le resultaron obscenos, hasta los suyos propios, y en cambio, ahí estaba recluido por la estúpida idea de que era como estar en una especie de embajada alimenticia norteamericana, al igual que los restaurantes chinos se le antojaban que era como estar en el interior de la china o el Döner kebap de Turquía o de cualquier otro país de cultura musulmana. Se le figuraban ser pequeñas porciones de realidad sin moverse de su país, de una silla o mesa a medio llenar. Un buen sitio donde perderse y no ser encontrado por ninguna red social.
Luego se encendió un cigarro como si las leyes no fueran con él y aprovechó la bolsa de papel donde antes llegaron sus patatas fritas y esperó a ver qué pasaba.
Algunos desconocidos pronto comenzaron a mirarle de un modo escéptico y con algo de irritación. El encargado vino para decirle que allí estaba prohibido fumar y que si lo prefería podía salirse a las mesas de fuera donde no había inconveniente.
Entonces él, ataviado con su vestimenta negra, le respondió que no era lo mismo fumarse un cigarro al aire libre que en un interior. Para empezar alegó que el cigarrillo se consumía antes de lo esperado y que fuera, al no haber nadie, iba a estar tan solo como aquí. Su interlocutor puso cara de pocos amigos y le invitó a que lo apagara de buenas maneras. Al final accedió dando un espectáculo de aspavientos, muy a la francesa, y exclamaciones malsonantes. No había manera. Visto lo visto seguía en su país de origen. Había durado poco su traslación cultural. Al fin y al cabo no se peinaba ni como Jhonny Cash, así que lo prudente sería obedecer. Cuando el murmullo volvió a su ser, y el molesto ruido de la cubertería siguió golpeándole los odios, a poco de perder la paciencia, comenzó a escribir un poema. Las musas eran así... acudían, en ocasiones, en los peores lugares y en momentos imprevistos.
En su tinta solo brotaban palabras afiladas, abruptas, severas para un lector cualquiera. Tachones y más tachones para que al final no sacara nada productivo... y es que las musas también son así.
Más tarde pagó su cuenta sin dejar nada de propina, por supuesto. En la calle había un ligero aroma a leña quemada; su mente se trasladó a su pueblo en Ávila; extraño suceso en una calle de Madrid, pero el mundo está repleto de falsos escritores, que no llegan al éxito y que son capaces de hacer un poema de lo inexistente, recogiendo la perspectiva más sórdida de su mundo. Impregnando una servilleta impresa en colores saltones con los borrones de unos egos ahogados en nicotina. La verdad la inventan algunos para que otros se lleven la fama. Él solo quiso perderse del contexto social para poder seguir adelante. Romper las barreras de lo establecido e impuesto y quedarse al final en el punto de partida. Todo gira y vuelve a suceder... en esta alocada e indescifrable cuenta atrás.
Y mientras que el escritor volvía a su casa otra nueva idea asaltó su mente. Esta no la escribiría; sería solamente suya por unos instantes.

jueves, 7 de febrero de 2013

El alcohólico

Érase una vez un hombre sin nombre, pero con una yonquilata en la mano. Se sube al tren que va de Fuenlabrada hasta Móstoles. Dudo que haya pagado el ticket puesto que ese presupuesto también podría estar predestinado a derrocharlo en bebida. Quizá haya sido un tanto descuidado al definirlo como derroche, ya que él parece feliz y contenido, como si la vida le fuera en cada pequeño sorbo.
Y quién puede presumir más en esos lares de disfrutar al máximo cada trago que un borracho. ¿Acaso hay alguien más libre y esclavo a la vez de quien se abandona a su hedonismo?
Aunque el desconocido estaba bastante despejado y despierto como para adentrarse en la oscuridad de los que se juegan todo a un líquido etílico, se le notaba su predilección por la cerveza en el modo de sujetar la lata, apenas con resistencia y mucho esmero, como si no quisiera que se le cayera el suelo del vagón. También en cada sorbo, de poca cantidad, pero muy prolongado. Estiraba el gesto en la acción colocando los labios suavemente sobre el borde metálico; como diciendo «No te me acabes nunca por Baco».
De constitución bien formada y con ello refiero que era alto y ancho de espaldas, pero la indumentaria le delataba al ir mal combinado, por ejemplo con zapatillas de deporte blancas y vaquero subido demasiado a la cintura y aprisionado por un cinturón, aunque en él parecía correa. O su peinado que consistía en ir muy mojado y con las rayas del peine muy remarcadas. Gomina o aceite con sudor hacían bien su labor, paracer lo que era.
De pronto los de seguridad se suben al tren con nosotros. Por un momento se pronostica lo peor, que le echen al hombre por beber en ese sitio; por otro lado no hay ley que lo prohiba y así sucede. Los dos armarios pasan delante de la lata adherida a una mano conocida y no hacen nada, ni deberían hacerlo. Hace años que la Ley de vagos y maleantes dejó de ponerse en práctica. Con ella, ese desconocido no habría subido con la altanería mostrada... yonquilata en mano dispuesto a beberse el mundo.
A una anciana que pasaba por su lado se le cae el bolso y este se posa sobre su calzado blanco impoluto. Indico "posar" porque la acción no hace ni ruido. Entonces este se agacha, encorva toda la espalda para recoger con sus manos huesudas, unas garras como de rapaz, lo perteneciente a la señora mayor.
Es este momento donde el narrador del texto que aprecian es cuando recapacita; piensa que juzgar a simple vista es fiable a un 50% y que caer en ello es un tanto mediocre. De todos modos no se espera uno que el "malo" haga bien y por eso le dedico el escrito. Siempre será más fácil acusar de ladrón a alguien así antes que a otra persona que vaya vestida de traje y corbata. Uno podría optar al bolso, otro a una deuda impagada a saldo preferente.
Cuando el convoy llegó a Atocha el protagonista tiró su lata en las papeleras habilitadas para ello. Definitivamente los que viven al margen pueden marcar las distancias; sobre todo si son un ejemplo a seguir por su conducta, aunque, a priori, parezcan seres descarriados.
 

martes, 5 de febrero de 2013

La gallina

Apareció un día de invierno en mitad de la parcela, entre las matas de tomillo y los troncos absorbidos por la hiedra. Andaba resuelta y con el garbo que se le puede presuponer a una gallina salvaje; la que nunca ha comido de la mano del hombre ni de sus dispensadores metálicos.
Lo llamativo del asunto era que estaba despeluchada y algo tísica, además de pertenecer a la raza de un ave enana y con el plumaje negro como el carbón.
Aquella familia no supo saber nunca cómo el animal llegó hasta ese punto sin saber volar siquiera, pero en seguida la cogieron cariño por el afán de que algún día les pusiera huevos y porque se pudiera quedar conviviendo con ellos.
La abuela no tardó en imaginársela flotando en algún caldo apetitoso y jugoso, pero para ello debía de recubrirse más de grasa, mejorando la silueta, casi raquítica, en comparación con las demás gallinas del corral.
El ave de oscuro plumaje no solo no ganaba corpulencia sino que ponía sus huevos cuando le parecía conveniente, e incluso, en más de una ocasión, lo mellaba con su afilado pico y lo sorbía vorazmente fortificando el instinto animal, el mismo, tal vez, que le empujó a ir a aquella casa. Otras los depositaba desde lo alto de una barandilla y los óvulos sin fecundar caían desparramados al suelo y las menos se metía en el gallinero para comerse los de los demás pájaros. Era la única a la que el gallo no hacía nada y le pasaba desapercibida.
Un día puso un huevo igual de grande que los de las otras del corral. La abuela, al verlo, no pudo evitar alegrarse y regocijarse ante la frase: "Este me lo voy a comer hoy mismo". Y así fue. El reloj antiguo del salón marcaba la una y diez del mediodía cuando el aceite de oliva ya humeaba en su punto. La anciana hambrienta cascó el huevo con el filo de la sartén y para su sorpresa brotaron dos grandes yemas naranjas como dos soles.
No tardó mucho en ingerirlos con un poquito de pan tierno. No había pasado ni media hora cuando la abuela, Lorena, comenzó a sentir unos dolores estomacales que le postraron en una cama. Los hijos la quisieron llevar al hospital, pero ella era tozuda y les relajó diciendoles que remitiría en cuanto hiciese la digestión. La anciana cada vez más pálida parecía haber caido en un duermevela profundo.
Ellos preocupados no paraban de colocarle un paño humedo sobre la frente caliente para intentar rebejar el sufrimiento, sin saber que el mal ya se había diluido por su sangre.
Así, sin mejoría cayó la tarde y Lorena se había dormido para siempre. Los hijos profundamente dolidos y encolerizados rebuscaron en la basura para ver lo que había tomado ese día durante la comida. Cuando encontraron las cáscaras de huevo se armaron de dos escopetas que tenían guardadas por la cinegética para con las perdices, entraron al gallinero y como no sabían cuál de ellas había sido arremetieron contra todas. Por matar, aniquilaron hasta al gallo de unos perdigonazos en el cuello. Y es que la familia Pérez, orgullosa y ostentosa como pocas no se andaba con chiquitas a la hora de ajustar cuentas. Al final, cuando solo quedaban ellos en pie observaron a esa estúpida gallina negra de cresta caida y plumaje alborotado fuera del cobertizo picoteando la hierba verde, que todavía estaba muy baja.
«¿Y esa, qué hacemos con ella?».
«Nada. Ese estúpido ser es incapaz de poner».
De ese modo su descendencia dejó con vida a la causante de la muerte de Lorena, la dichosa, como la conocían en el pueblo.
El ave superviviente siguió picoteando por la parcela, pero nunca mejoró su aspecto. Esa no era su función. La naturaleza es muy sabía y lo que parece, en ocasiones, inofensivo bien puede acabar por ser justo y mortal. Que una gallina acabe con la máxima representante de un anquilosado clan es un designio simple y azaroso.
Desde entonces el animal ya no subía a casa como de un gato o perro se tratase y ya apenas se dejaba ver por la finca. No volvió a comer de la mano de ningún ser humano y tampoco puso más huevos. Un día desapareció como vino y nadie la echó de menos. Todo tiene un porqué, menos los sucesos misteriosos que carecen de él.
Los mayores imperios caen del mismo modo del que se han levantado.

domingo, 3 de febrero de 2013

Relatillo curioso

Este texto no es erótico ni mucho menos pornográfico. Sí que podría servir de base para un Cincuenta sombras de Grey más completo y con algo más de sentido...
Lo que van a leer no es más que otro proyecto de relato inventado en la asociación un viernes con una de esas típicas rondas donde cada uno dice una palabra, para que luego aparezca finalmente en los respectivos escritos de cada uno. Esta vez me reservo el derecho de publicar cuáles han sido esos términos. Ahí va pues.
 
Por fin vería el azul, el agua gélida de aquel mar desconocido. No era una mañana especialmente invernal, pero estaba tiritando... manos frías... pensamientos rápidos... mala señal. Resultaba un tanto extraño que estuviera destemplada en mitad de un calentamiento global.
El corsé se había quedado en el maletero perfectamente doblado en el equipaje. A David no le importaría que acudiera a la cita sin eso debajo. Nunca más vestiria uno ante él. Como doble castigo, él se estaba retrasando una vez más.
Tantas ganas de conocer el mar para luego comtemplarlo sola. Por un momento se entretuvo mirando la línea marítima que se fundía con el cielo; allá donde debía de estar la nada, sin darse cuenta de que se le estaban secando los labios. El sol, de seguir así, le acabaría dorando el rostro, pero el temblor no cesaba.
Por fin divisó, acercándose, unas piernas estilizadas. Era él. Una vez más llevaba la cremallera del pantalón sin abrochar. La de gemidos que le había generado el miembro que había allí dentro. Puede sonar perverso... gracias a esos instantes le sirvieron para no echarse atrás con los implantes de silicona, aunque ya no tenían la menor importancia. Al menos este era su parecer y eso que los pechos para la mujer son como el pene para el hombre; la insignia del poder sexual.
Venía ligeramente despeinado con seis latas de cerveza colgando en la mano. Cuando que se veían ella se preguntaba lo que habría hecho él dutante el día. Al llegar a donde estaba David la besó enérgicamente, como si nada pasara. Los labios de Matilde apenas continuaron el beso. Por un momento deseó apartarlo de un manotazo y otear las vastas y líquidas vistas que ofrecía la inmensidad del mar nunca antes contempladas.
Le empujaria por el acantilado harta de tanta presión. No olvidaba la infidelidad sufrida. Le daria otra variedad de empellón; esta vez mortal. La muerte estaria justificada como el suicidio de Alfonsina Storni. Cualquiera que muriese por amor debería ser recordado por siempre.
Ella no era tan fuerte ni decidida como para elegir deshacerse de alguien. Al subirse Matilde a su vehículo y dejar tirado a David, le pareció que estaba dejando tras de si a su propia  sombra. Él, como truhán, la iría a rondar; sin embargo a veces lo complicado es dar el paso. El mañana es uno de los mejores jueces y casi siempre concede la razón, aunque esta caiga a plomo y no sepamos apreciarla.

viernes, 1 de febrero de 2013

Matarifes y arrecifes

"No se puede acertar siempre en la vida". Por desgracia es una frase que cuando intentas analizarla estás ya a las puertas de la treintena. A pesar de ello hay una vocecilla, un tanto sesgada, que afirma rotundamente que no ha habido apenas errores y que su receptor va en la dirección idónea.
Bola de dragón y demás recuerdos de tu infancia ahora son una profunda desilusión y solo generan aburrimiento. Con lo que han sido. El gusto por los sabores también se transforma; lo que antes era intolerable ahora se toma a sorbitos y lo que antaño producía un placer para el paladar ahora solo es una carga calórica. El tiempo pasa y tus pezones también envejecen. Todo comienza a colgar. A sobrar. Por alguna razón inhumana tu mente se difiende y adapta. Prefieres ir con un macuto de diez kilos sobre tu espalda, que ponerte a dieta. Total ya eres un hombre. En teoría puedes con todo.
Se podría llegar a afirmar que hay tres etapas complicadas para un sujeto: los treinta, los cincuenta y los setenta. Los periodos entremedias bien podrían significar la plenitud... la jubilación... el climax de una vida. Estos otros que describo son la cara oculta de tu luna, el reverso de la raqueta con la que golpeamos la pelota y, por alguna razón, siempre va fuera. Yin Yang. Blanco sobre negro y viceversa.
Supongo que algo debe de haber para que el mensaje vital se recargue con tanto ruido con el paso de los años. En cierta medida es una distorsión de la interpretación ya que no es lógico que algo, en aparencia triunfal, como un programa de radio de toda la vida, de repente, por ejemplo, se haya transformado en acicate para el duermevela.
Los paisajes no varian por mucho que las constructoras hayan edificado en llano y talado árboles, lo que se modifica es el individuo. Este, a su vez, se ha modificado por el contacto con otros individuos, sus labores y experiencias.
Los amigos, siguen ahí. Ahora sus planes se han recalculado. Quieren casarse (la firmita) y procrear (la semillita). En consecuencia tu compañía varia y ya jamás volverá a ser la misma. Porque seamos claros, un hijo te debe cambiar la perspectiva de las metas y pobres metas que no cambien de perspectiva llegado el caso. Así que de pronto te ves visitando las salas de maternidad de los hospitales y cogiendo recién nacidos entre tus brazos. Piensas en si será o no ese el arrecife. El verdadero plan por el que estamos aquí. 
Qué quieren que les diga. A mi edad no he sido persona que pueda labrarse un futuro con las manos. No se anudar cuerdas, me cuesta manejar desde el martillo al taladro, y la cocina, aunque no se me dé del todo mal, tampoco es nada destacable y eso que todo lo que pasa por la sartén ya está muerto, que sino... tampoco podría. A mi edad, y aun con veinte años antes, no valgo para matar. Todavía he de dar gracias porque mi cerebro manda las señales oportunas al teclado; sin eso... no sé lo que seria.
Y esto sirve de enlace para hablar del pobre hombre que pedía en el metro sin dedos en sus miembros. Cómo se puede jugar así con la humanidad de los demás ¿Acaso le quedaba otro modo de subsistir?
Para concluir, mencionar, de refilón, la frase de que siempre hay alguien peor que tú de Calderón de la Barca. Está claro, pero no es la clave. Tampoco me quejo. Solo quiero seguir formando parte del ruido de cualquier paisaje. De ese veloz e irreconocible que sucede entre extraños mirando la ventanilla de un vagón de tren y que sobrevive gracias a la persistencia retiniana hasta pasar la oscuridad del túnel.