sábado, 19 de marzo de 2016

La caja de hojalata

Abrí la caja de recuerdos y aspiré como un niño el aroma que de allí salió. Nada. Mi pituitaria se había contaminado también de nihilismo.
Habría pagado una gran suma de dinero porque hubiera escapado del cofre de los vientos una delicada esencia de los días olvidados. El primer sentido anulado; vamos con los demás. Dejé a la vista y al tacto todas mis esperanzas de socavar información oculta, guardada y en salvaguarda.  El problema de generar un cajón desastre es eso; al final nuestros recuerdos se acaban convirtiendo en materia varada y extraída de algunos lugares recónditos sepultados por la colcha de olvido.
En el interior de la lata, allá dentro, había multitud de objetos.
Lo primero que cogí (aunque sospecho que acabó por ser él quien vino a mi mano) fue un coletero de color negro. Mi mano diestra lo sujeto con mimo, mientras lo observaba con infinita curiosidad. Debía de ser una de las gomas que utilizaba para anudarme la coleta cuando era joven.
En seguida, como una polea que influye movimiento a la siguiente y esta a la de más allá, mis ojos (extensión del cerebro) recorrieron prestos todo el contenido de Pandora, y como un refusilo buscaron con rapidez y avidez algo que echarse a la memoria.
Había dos hojas, de tilo y otra de eucalipto, perfectamente conservadas o esa parecía, porque la más pequeña y delgada, al inspeccionarla, se resquebrajó en decenas de añicos entre los dedos.
No recordaba su función allá dentro. Lo mismo, de chiquillo, el viento las arrastró allí y cerré la tapadera adrede, con el único fin de recordar siempre ese momento.
Luego me detuve en un piedra, resto de otra roca, que había firmada con una frase en color azul desgastado. Dicho rotulador no debía de ser muy bueno, porque me costó descifrar el mensaje. La frase sobre su superficie prefiero no desvelarla, puesto que fue como un mazazo seco en el omóplato. Otra lástima, no saber, tampoco, el autor o autora de semejante unión de palabras.
Por supuesto, también había pendientes de aro. Tanto de plata como los de coco permanecían allí olvidados tan oscuros ya casi los primeros como los segundos. Y he de reconocer mi predilección por la plata más que el oro. Hago esta comparación porque el modo de ‘herrumbrarse’ de mi elemento químico favorito era asombroso. Como si el tiempo le mellara y con un simple trozo de tela o aclarado con bicarbonato diluyera el roce del pasado y lo devolviera al presente con su aspecto impertérrito, el de siempre, el de antes.
También había relojes. Cuatro concretamente. Desconozco mi antiguo afán por conocer el paso de las horas anclado en la muñeca. Hace años que me deshice de ese lazo. Ahora, unos sin pilas otros parados anhelando el roce de la piel humana, permanecían desamparados observándome con sus vértices oculares.
Y allí, tras colocar la tapa de latón sobre todos ellos más algunas cartas procastinadas a ser leídas en el futuro de otro momento de intimidad, decidí colocar mis recuerdos a la espera de volver a ser descubiertos y desenterrados. Ocultos, guardados y en salvaguarda... hasta que llegase el día en donde los abriera y fueran solo fragmentos descabalados de uno mismo.