martes, 17 de febrero de 2015

Tu vida a través de un VHS

Encontré las películas de mi infancia (VHS pasados a DVD) por casualidad. Limpiando el polvo en una mañana fría y gris, apática. Aunque nunca estuvieron perdidas. Sospecho, ahora que he caído en la cuenta, que la última vez que las vi pude haberlas escondido a medias. Como estaba solo decidí rememorar viejos tiempos del ayer, ahora que la vida pasa tan deprisa.
Había cinco copias distintas. Escogí la primera que me pareció y la introduje en su lector. Luego le di al Play.
En la pantalla de la televisión no tardó en aparecer Peñíscola, con su castillo de fondo, y mi hermano jugando en la orilla del mar. Bajo un cielo azul radiante alguien hacía parapente sobre el Mediterráneo. De pronto me sobresaltó una sensación profunda y decidí quitarle el audio. La gente pasaba interminablemente en dirección al agua para bañarse con la parsimonia característica de una época estival. Pronto aparecía en escena mi padre con treinta kilos menos y una apariencia que de vez en cuando ya casi he olvidado. También, próximos a mi hermano que jugaba con cubo y pala, se encontraba mi abuelo. Está fumando con una camisa desabrochada por el pecho. En seguida, acudía mi abuela también para, casi con total seguridad, comprobar que al nene, que seguía jugando, no le pasara nada. Puede que me salga del guión, pero quizá los hombres miren, y las mujeres observen. Al menos, esta es la vaga idea que se me cruzó a priori. Y si mi madre no estaba presente es porque era la que llevaba la cámara en la mano.
Yo también fui partícipe de aquellas vacaciones familiares. Tengo un primer plano con la cara embadurnada de crema, para variar. En un momento dado, papá me cogió de la mano y juntos avanzamos en la misma dirección. Pronto dejamos la arena para introducir los pies en el agua. Ahí, dejo de mirar. No sé por qué ni de qué manera me he vuelto sensible a estos metrajes personales. Tengo que apagar el televisor y dedicarme a otros menesteres, distraer el pensamiento. Con el cine de terror también me pasa, antes las veía todas y sin embargo... algo ha cambiado en mí. Sin duda. Pero ni he crecido ni me he hecho mayor, tan solo se puede llegar a afirmar que con el tiempo una pluma se puede convertir en un anzuelo en el lagrimal. El pasar de los días afila el frío metal para que cuando te distraigas en el futuro y digas: ‘¡Voy a ver, qué días aquellos!’ Vuelvas a caer en tu propia trampa. Además, el duendecillo misericordioso del tempus fugit que se oculta en estos casos es más poderoso que el que habita en nuestras fotografías. ¿Somos los mismos los supervivientes de aquel confortable núcleo? Presupongo que no. Las cámaras recogen el pasado para mostrarnos en un futuro que todas las preocupaciones que nos invadían en aquel momento, hoy, en retrospectiva, son pavesas.
Lamentablemente, creemos que lo sucedido en la actualidad es lo más grave que nos pueda pasar. Pero yo les invito a que hagan la prueba: grábense narrando su mayor problema. Luego escondan la cinta, déjenla reposar y pónganla dentro de, al menos, diez años. Entonces se darán cuenta de que salieron a flote solos; el mal no era tanto como se creía; el viento no quebró la rama y la herida hizo costra. Sí. Pero todo conlleva un precio.

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