miércoles, 13 de julio de 2011

Unidos por el deporte

Dentro del vagón hacía una temperatura mucho más fresca y agradable que en la calle. Eso significaba que había dos realidades, como siempre: la exterior y la interior. Rápidamente me fijo en una pareja de ciclistas que hay sentada en los asientos del tren. Él es moreno, alto, buena constitución, es decir, la requerida para alguien que se suele dedicar a una práctica deportiva o que simplemente nació con esa complexión, a veces sucede. Ella, a su derecha, es tan alta como él o eso parece. Al ir sentados se tienden a igualar las alturas; pero no está tan definida. Tiene el rostro sonrojado por el esfuerzo físico. Adsorbe un líquido marrón a través de una goma que conduce al interior del macuto del novio, que a su vez reposa sobre las rodillas del chico. Está fatigada. Así son nuestros cuerpos, lo que a la mujer le supone un gran esfuerzo para el hombre es una acción menos ardua por el origen innato y genético… sin olvidar las atletas plusmarquistas que han pulverizado marcas.
El tren y el metro son un medio de transporte únicos ya que los pasajeros que hay en veinte metros en derredor pueden escuchar una conversación lejana. Ésto en el autobús no procede. La gente guarda más el tono en los espacios reducidos.
La novia demuestra más el cariño, como debió proferirlo al comienzo de la relación (y tal vez desde): le abraza, le besa, está más encima; esto no significa nada hasta que significa. A las pocas paradas él sale de su embrujo y sube más la potencia de la voz. Si fuera para algo importante… debería estar permitido pero en este caso, no. Porque como se suele decir: «En esta vida lo que importa no es lo que dices, sino cómo lo dices». Y entretanto, el ciclista comienza a increparla con argumentos tácitos del estilo: «pues te lo he dejado caer», «no quieres darte cuenta» o «pienso ir contigo o sin tí».
Ella, ya sin sofoco cuando quizá más convendría tenerlo, sigue en sus trece aplacándolo con caricias y más zalamerías porque es conocedora de sus arrebatos, que ya la han convertido en una observadora algo pusilánime.
Mientras, observo sus bicicletas apoyadas sobre la puerta que no se abre del vagón y pienso que también forman otra pareja, que la una soporta también a la otra. Luego llega el momento de bajarse en la penúltima parada del trayecto. La chica se desciñe las mayas, de las dos: la física y la psicológica, y actúa como si nada le pasase, porque nada pasa o sí.
Se pierden en la distancia. Me quedo sin distracción.

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