miércoles, 18 de abril de 2012

El final

Todas las tardes después de la siesta Aurelio baja a la calle y se sienta en el banco de piedra que hay enfrente de su casa, aunque lo que busca es sentarse en otro. En esas horas ya le ha dado tiempo de fregar su platito de cristal y el vaso, además de prepararse algo de comer para el día siguiente. Una manía obligada que le venía de muy lejos, porque no tenía tampoco nada que hacer por las mañanas.
Aquella tarde, el banco, su banco, está plagado de niños con las madres. En aquel parque junto a la iglesia del pueblo, alejado de casi todo no se explica qué hacía tanto número de críos ahí sentado, de pronto junto a él. Por un momento, se ve tentado de apartarlos levemente con su bastón, pero Aurelio decide, no sin pensarlo varias veces, cambiarse de banco e irse a los que colindan con el quiosco y la carretera. Algo que no había hecho… nunca.
Desde esa posición la torre eclesiástica se ve ligeramente desde otra perspectiva más lejana pero igual de omnipresente. Ella seguiría ahí cuando él se fuera.
Entonces, cuando le esta asaltando una especie de honda melancolía, Arturo sale de su quiosco para entregarle como siempre el periódico del día anterior.
­­—¿Cómo estás Aurelio?
—Aquí sentado, que me he tenido que cambiar de sitio por unos críos.
—No pasa nada hombre, que todos los bancos son iguales.
—Ya pero ese me gusta especialmente. Sabes que prefiero el de madera que te comento a los de piedra.
—Bueno, hombre, bueno. En tu periódico no pone nada interesante, tan solo lo de Don Juan Carlos —dice Arturo rascándose la nuca.
—En realidad he salido de casa por eso solo. Por ver qué dicen de él, o qué han dicho, porque ya es pasado.
—¿Por qué no compras la prensa diariamente?
—Porque me la regalas tú en el modo que lo hacemos ahora y porque por las tardes, que es cuando me gusta salir, las noticias impresas ya son pasadas casi. Viene a significar lo mismo que comprarse un periódico por la noche.
—Pss, será.
Y luego Aurelio se va a su mundo de El Mundo y llega a la conclusión leyendo las noticias y el editorial que hasta ser Rey va a ser difícil ya. Porque una buena parte de la opinión pública está en su contra. ¿Y qué era eso para alguien con inmunidad?
Sea como fuere se devora en un santiamén el periódico en el orden que le gustaba. Siempre con las mismas costumbres, siempre lo mismo, se repite para el cuello de su camisa, algo descolorida de tanto lavarla, durante demasiado tiempo quizá.
Así que se marcha y cuando ve que ya no hay nadie en su banco, se sienta un poco. Las vecinas lo llaman “el viejo Kant” porque siempre pasaba por los mismos sitios a la misma hora. A las seis menos veinte si miras al parque allí lo tienes y a menos cuarto, y a menos diez y si supieran todo lo que les queda por observarle, porque en ese banco murió su mujer hace ya diez años y porque, en esta ocasión, el olvido, al menos el suyo, no haría de entierro. Y donde lo único que va a hacer es ir todas las tardes a su sitio funesto y tan hogareño. Cuatro tablones de madera, tornillos y los soportes en hierro. Por las tardes no quiere nada más. Solo sentarse ahí y esperar el momento. Aunque si ese final se produce en el mismo sitio que su esposa, comprometería a Arturo que solía mirarlo desde su quiosco. Le imagina socorriéndole cruzando la calle y por eso preferiría marcharse en otro lugar, tal vez en la mañana de su solitaria casa, aunque como eso no se elige si ha de ser de un modo natural. En aquel salón con un brasero inoperativo hasta que regresara el frío tampoco era mal sitio. La única diferencia que hay entre ella y él es que tuvo una esquela. Y ahora nadie recodará a Aurelio. Tampoco un simple y estúpido recordatorio te asegura más gloria una vez que ya no se está, pero era un buen cierre. Pensó en lo mal que se siente ya en su casa y preferiría no ir más. Esto lo piensa cada día cuando le toca regresar. Siempre el mismo procedimiento, levantarse y mirar el respaldo. Se había convertido en una manía. Arturo se lo tiene dicho, pero no hay manera de abandonar el hábito del frío y amargo recuerdo.
Así, se aleja de aquel sacro lugar para esconderse, momentáneamente, en su casa. Mañana volvería con la escusa de leer la prensa caduca y engañarse, un poco más, a sí mismo.

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