viernes, 4 de julio de 2014

Señoras del pelo

Siempre me ha parecido llamativo el mundo de la peluquería. Que te acaricien y froten el pelo considero que son acciones tanto privadas como personales. Por eso suelo estar incómodo en esos lavabos donde la peluquera intenta contener el agua para que no pase de la nuca del cliente o de la toalla que te colocan alrededor del cuello. Todo tan pulcro y a la vez tan inhóspito. Olores de laca, gomina, el motor del secador zumbando sobre una melena sexagenaria y teñida, el aroma a tinta impresa de las revistas del corazón (algunas muy manoseadas, otras casi caducas), la emisora de radio en una sintonía mal elegida. Trabajar con el pelo se podría llegar a sostener que es un oficio de exquisita precisión. Esa tijera próxima a tu iris mientras te recortan el flequillo (si aún te queda). ¿Acaso hay otras ocasiones donde uno pueda ser tan vulnerable? En caso de pánico no nos podríamos defender porque nuestras manos están bajo la sotana negra para evitar mancharnos. He dicho pánico porque no me explico como hay casos donde una profesional puede hacer tres acciones a la vez: cortar, pensar en lo próximo que te va a preguntar y hablar a la vez.
Las hay fumadoras que no se reprimen en contener el olor a nicotina que desprenden sus manos. Las hay impertinentes preguntando aspectos quizá demasiado personales para el estrecho margen que debería haber entre profesional y cliente y en ocasiones ni existe. Es cierto, no soy uno más. Me gusta que haya cierta distancia cuando trato con las personas. No me gusta que me pregunten dónde vivo, ni qué funciones desempeño en el trabajo. Intento estar lo menos posible en los sitios donde más se me pide que intervenga. Habrá clientes que estarán gustosos de desinhibirse con el primero que pase... no es mi caso. 
Como todo, también hay aspectos positivos. Hay peluqueras agradables que mantienen a raya su rol. Es como si pretendieran hacerte sentir cómodo, pero de un modo innato. Se me han dado casos donde me ha parecido hasta algo interesante lo que me contaban. Es más, semanas más tarde he seguido pensando en lo que me habían dicho: sus hijos, sus proyectos... hasta que he tenido que volver a ir para asear, meses más tarde, mi imagen. Entonces hay otra peluquera que me cuenta su historia y la nueva narración tapa a la anterior y la solapa. Unas por otras, siempre acabo preguntándome por qué no cambio de peluquería. Pero las historias se multiplicarían y mi mente, capaz de memorizar el más absurdo de los detalles, acabaría escribiendo sobre ello.
En cualquiera caso soy de los que opina que todos nacemos para desempeñar una función. Hay otra corriente progresista que afirma que cualquier labor se puede aprender y poner en práctica por cualquiera y donde sea. Tenga quien tenga la razón, a todos nos ha pasado que al caer en manos del profesional adecuado nos hemos despedido pensando: «Ha nacido para esto». Luego nos remorderá una envidia un tanto insana que nunca hará tambalear los cimientos, pero ahí estará. Presente como el lunes, inexorable como los domingos.

No hay comentarios: