miércoles, 23 de julio de 2014

Época estival

El sol se alza todavía en su cielo. Digo suyo porque en verano el cielo parece una extensión en forma de calor. Al igual que en el invierno son las nubes las que lo pueblan y Lorenzo parece que era un secundario más, pero ahora no. Hoy es el protagonista, él y muchos más.
Las calles huelen a comida recién cocinada. En el mejor de los casos calamares y fritura que, quizá, alguien estuviera degustando con una cervecita edulcorada con limón en cualquier terracita de bar. Ahí están todos y nadie reparaba que a partir de ese día (21 de junio) empezaría a anochecer un poco antes, pero solo un poco, era algo imperceptible casi. Pero no deja de ser la cúspide del año en cuanto a alegría solar, luego... la bajada, el abrigo, la lluvia y el paraguas con su respectivo ¡achís!
Por los parques están los niños, que, al no haber colegio, los padres los "liberan" con un horario prefijado. Así corrían y chillaban como si fueran sus últimas vacaciones (la vida debería vivirse en un continúo de últimas vacaciones. No sé cómo se conseguiría con los trabajos y los problemas que te sobrevuelan solos). Cuando uno se divierte no asume el hecho de que hay alguien a quien le puede molestar. Como al anciano en su siesta, al sonámbulo, a mí y punto.
Los aparcamientos permanecen semivacíos a la espera de que alguien motorizado los ocupe. Ese hueco representaba el lleno de los estacionamientos en la primera línea de playa. El aire, en Madrid, es seco y quema hasta en la sombra.
Una chica cruza la carretera con unos tacones demasiado altos. Sabe caminar sobre ellos. Por su contoneo debe ser azafata o algo por el estilo. Sus hombros siempre rectos, como si quisieran mirar hacia lo más alto, parecen desertar a la siempre inesperada vejez. Desde lejos se puede adivinar que era, incluso, impertinentemente guapa. Se encuentra con alguien que ha quedado. Un desconocido también atractivo y que tal vez podría ser su acompañante momentáneo o no, a saber. Ambos pasean por las aceras sin agarrarse de la mano, pero juntos. Él con las gafas apoyadas en el cuello del niqui, ella en su cabeza, solo que los anteojos apuntan hacia el cielo, como si tuviera el rostro en la parte más arriba del cráneo.
No entiendo cómo había días en los que la ciudad quedaba fantasmal y otros en los que no echas en falta nada para crear moldes de personajes literarios. Por último, quiero destacar la fugaz presencia del hombre que nunca termina de pasar. Por su discapacidad en el sistema nervioso periférico, no coordina bien su cuerpo y cuando camina parece que lo hace con espasmos y a trompicones. Por ello se apoya y descansa en cada banco y exhala una bocanada de aire nuevo en cada esquina. Le cuesta desplazarse demasiado. Además ha cogido la rutina de caminar (pasear requiere más placer) todos los días durante un rato. Cuando aparece a lo lejos pienso en la canción Heroes de David Bowie. No es que disfrute viéndole cruzar una calzada; digamos que percibo la belleza de a quien la vida no se lo ha puesto nada fácil. La urbe es el caldo de cultivo, la única que ha seguido ahí tiempo ha. La verdadera destinataria cuando en la iglesia doblan las campanas. Lo demás es el vestido en su conjunto.

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