miércoles, 24 de septiembre de 2014

Miedo

Una vez soñé con un compañero de trabajo que utiliza una peligrosa guillotina para cortar hojas en la vida real. En lo irreal se había seccionado todos los dedos de las manos y conducía un autobús repleto de niños. Sí, ese amarillo que aparece en las películas y en los dibujos animados. Aun así, a pesar de la imagen sangrienta decidí montarme en su medio de transporte. Además, se reía mientras yo no podía parar de observar lo que le pasaba al intentar guiar el volante.
En otra recreación estaba de botellón y pasaba frío. Mientras mal bebía pensaba en las horas que me quedaban para regresar a mi coche y largarme de allí. Cuando voy al sitio donde supuestamente estaba aparcado no hay ni rastro de él. Me lo habían sustraído.
No todo es malo.
También sueño con paisajes hermosos. Sitios donde nunca he estado ni estaré. Colinas espesas de verdor, cielos nublados y caminos embarrados, casi intransitables. Allí hay una casa rural y cuando me encuentro con algunas de las amistades que se me han ido extraviando, juntos recorremos la casa contemplando sus detalles. Hay pañitos blancos como los que conservaba mi abuela. Todo me llamaba la atención de este lugar inventado. Me siento cómodo, embargado por la calidez de ese nuevo hogar en compañía de amigos.
Por supuesto que tengo imaginación para elaborar escenas en mi subconsciente de cuando era más joven. Me siento un chaval porque parece que no me pesa el cuerpo. No llevo ninguna carga. Hablo en presente porque todos deberíamos de soñar esto al menos una vez a la semana ¿Por qué menos? Me miro al espejo y veo una melena acompañada de una perilla. El Dani de antes se abre paso en los tiempos muertos del descanso nocturno. Lo maravilloso es que mezclo la felicidad de ahora con la imagen que reflejaban los espejos de antaño. Nada pesa ni sobra. Tampoco ocurre algo que trascienda para ser contado. Me noto y siento joven a raudales. Y el egocentrismo de tres al cuarto llega a su éxtasis cuando despierto. Entonces choco, de nuevo, con la oscuridad de la habitación. Miro de reojo a la mujer que siempre duerme a mi lado. Está acurrucada, casi agazapada en su posición fetal (como mejor se descansa, por cierto), bajo las sábanas y la colcha; entonces pienso que quizá ella también esté recreando su infancia. Si con treinta soñamos esto, qué imaginaremos dentro de otros treinta más... o menos, porque es una resta.
Luego el cielo rompe a llover. Parece que un golpe de insomnio no va a permitir que cierre los ojos al menos por ese momento. Mentira, en seguida me sobreviene otro, pero estos no los suelo recordar. No sabría describirlos, puesto que, insisto, no sé en estas ocasiones de dónde viene la mente.

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