lunes, 9 de febrero de 2015

Vileza

Me van a perdonar las editoriales, pero he de afirmar que no estoy cómodo con ninguna. Incluso con la que me ha publicado recientemente, qué va, ni por esas, y eso que me ha bailado un poco el agua. Ya ven.
Cuando me autopublicaba me leían los más allegados y ahora que, en teoría tengo mayor difusión... por ahí andará la cosa, no se crean. El dato no es quién me lee, puesto que lo hago por afición y necesidad, sino a qué precio y a que coste lo hacen. Por una inversión vital de mi puño y letra otros se lo devoran crudo (con lo poco que se han de llevar, puesto que sigo siendo un don nadie). Y sacar beneficios de ahí me parece simple y llanamente una innecesaria bofetada.
Todo ello vino a raíz de que les propusiera visitar el pueblo donde se ambienta la novela. A lo que respondieron que no iban a acudir, que, a cambio, me vendían libros con un 30 % de ganancia para mí. Pues discúlpenme, pero no tengo ni debo de estar en la cadena de venta de mi propia obra.
Sí. Sé que este texto está adquiriendo tintes umbralescos. No es para menos, les recuerdo el sacrificio (autodestrucción creativa incluida) que conlleva la enfermedad de la escritura. Esas horas muertas mirando el folio y la pared, sin distinguir apenas, lo uno de lo otro. Esos lapsos donde la soledad te invade de un modo hondo y profundo, como la peligrosidad, en la intención, de un cuchillo muy afilado sostenido por su mango. Esas dudas que se arraigan en las personas que expresan más con un lápiz que con su propia boca.
Señores; no está pagado. El esfuerzo de la creación es tan desigual al esfuerzo del robo... tanto, que el segundo no debería ni barajarse. Con las discográficas sucede lo mismo. Las productoras soportan índices elevados y desmesurados de IVA. La cultura y la educación pueden arengar a un país o adormecerlo. ¿Dónde estamos? ¿Qué más falta para que saltemos de verdad?
Pensaba que sería cuando nos tocaran el bolsillo. Pero ni por esas. Nos han camuflado la basura bajo un dulce aroma embriagador. Tal y como sucede al respirar los gases del gasoil y gasolina.
Esa es mi maldición. Contemplar como mi mayor afición se evapora sin mayor repercusión.
He llenado páginas de letras y frases, igual que un obrero levanta un muro. Ahora que cuesta tan poco derribarlo no sé cuánto tardaré en levantar el siguiente. Solo sé que habrá otro, y luego otro... porque es lo único que sé hacer. Y mientras haya alguien al otro lado para interpretar lo escrito y descrito nunca sobrarán las palabras.

1 comentario:

Madrigal dijo...

Repito y afirmo: siempre habrá alguien al otro lado y nunca sobrarán las palabras