viernes, 19 de febrero de 2016

Maraña

Hay algo en la gente, de un tiempo a esta parte, que me disgusta. Puede que la visión objetiva sobre el asunto esté distorsionada, es decir, un mea culpa. Pero de no ser así podemos estar peor de lo esperado. No estoy cuestionando el nivel de educación de los desconocidos con los que me cruzo, sino algo más profundo y dañino. ¿Estamos otorgando la mejor versión de nosotros mismos?
Desde luego hay un innegable caldo de cultivo para los iracundos. Lo veo en la manera de devolver las monedas en un cambio, lo aprecio en las prisas del empleado en abrir tu depósito del vehículo, lo siento en la impaciencia de algunos en saltarse las normas preestablecidas y lo sufro en las medias tintas de la sanidad pública.
Nada más lejos de ahí. Una colisión de miradas y malos gestos, una mala contestación, siempre a destiempo; una pérdida de principios colosal a coste cero.
En otras sociedades, cuando vienen mal dadas no solo se arrima el hombro, más bien aprenden a vivir con nada desde la cuna. Aquí no. Ahora, según dónde me encuentre parece prosperar la altivez de los improperios, la mala baba.
Por supuesto; siguen existiendo bellas personas allí donde la misantropía todavía es un mal sueño. Ancianos extraños y extrañados de que se haya perdido la costumbre de exhibir un pañuelo impoluto desde el bolsillo superior de la americana o mujeres impedidas sin dónde sentarse en el vagón sin nadie que se preste.
El desplante, ignominia y animadversión parecen estar a la última moda. La bondad kantiana, ahora más que nunca, se me antoja una utopía.

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