sábado, 7 de enero de 2017

El profesor de historia

Es como una aparición de la serie A dos metros bajo tierra. Una de esas en las que los personajes secundarios que morían al principio del capítulo aparecían más tarde durante el mismo para aleccionar a los protagonistas cual fantasmas con un tema vital que, a priori, se les pasaba por alto. Este parecía uno de esos casos, aunque a mí, este hombre no me hablaba; tan solo me lo encontraba en la sección de frutería del centro comercial donde, por lo visto, solíamos acudir a realizar nuestras compras. Pero algo no cuadraba. Ya era muy mayor cuando impartía clases en el instituto al que fui, por lo que con el paso del tiempo una de dos: o no era él y es un hermano pequeño que en la actualidad dispone de la edad con la que le recuerdo por entonces o podría ser alguien increiblemente parecido. Ser profesor, aunque dispongan de bastantes días de vacaciones, no es una profesión fácil (cuál lo es) por lo que algo de vejez debería notársele. Quizá sea eso lo que más me enoja, el simple hecho de que él se mantenga tal cual y yo haya cambiado. Aunque en el propio cauce vital de la enseñanza los que más terreno disponen por abonar son los alumnos, los maestros pueden cambiar de centro, pero van encauzados. Los adolescentes tienen un mar de incertidumbre por delante. 
Voy andando por el centro comercial y tras una robusta columna exterior de piedra, cerca del aparcamiento sentado en un banco con gafas de sol y un niqui añil, aparece su silueta, sus contornos plácidos y su gesto un poco arrogante. Este Platón modernista aprovecha el sol de las doce de la mañana, como quien disfruta de una merecida jubilación. Un Richard Jenkins pepinero, con la ‘nueva vida‘ por delante. Es entonces cuando me dan ganas de soltar mis bolsas, todavía vacías, y agarrarle por el cuello de la prenda para espetarle: ‘El truco de tus esquemas no me sirvió de nada’ o ‘¡Qué haces aquí!’. Pero en seguida desisto en mi acometida. No puedo increpar nada a alguien que sopesa tanto si los plátanos son buenos o no, porque hago lo mismo. En el fondo, supongo que sigo respetando, ahora que soy un hombre a ese ‘garbancito’ con el que primero suspendí, luego obtuve un sobresaliente para más tarde quedarme en la tercera evaluación en un notable. Seguiré espiando su meticulosidad en ese gran desconocido que pasea como si nadie le reconociera, como si fuera uno más y no hubiera dejado cierto poso de aprendizaje en un alumno del pasado. Por lo tanto todo permanece igual. La tiza por las patatas, las zanahorias por el parte de asistencia. Siempre hay alguien mirándonos o simplemente observando lo que pasa. Es la única historia que conozco, la que ven nuestros ojos. Esa también merece ser contada.

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