miércoles, 19 de abril de 2017

La polilla

Abrí el armario y, al principio, pasó desapercibida. Luego, arengada por la intromisión o quizá fue el leve movimiento llevado a cabo por la puerta de madera al abrirse, no tuvo reparos en dejarse ver. Por el rabillo del ojo, capté un ligero movimiento que me crispó un poco los nervios, porque, a día de hoy, me siguen asustando los seres ocultos escondidos en los muebles viejos. Y este ser no era menos. Allí estaba, trepando por uno de los cuellos de esas camisas que ya nunca me he vuelto a poner. En el fondo la miré con más tristeza que respeto. Era como si me ahorrara el hecho de donar la ropa inservible a un punto de recogida o a la asociación para fines benéficos donde solemos llevar algunas prendas en desuso, como solía. 
El insecto alado me despertó una curiosidad infinita: ¿Por dónde había entrado? ¿Cuáles eran sus sensores nerviosos que le habían indicado que lo antiguo era más delicioso que cualquier tipo de moda? 
Fueron unos segundos, tan solo, nada más; lo que decantó la balanza a mi favor que para eso era el humano. En un periquete la polilla ya estaba revoloteando, esparciando inevitablemente el poco oxígeno que yo oprimía para no dejarla escapar y echar por tierra, tal vez, sus pretensiones osadas y lascivas en degustar con morbo y apetito (por lo visto son sensaciones muy vinculadas entre sí) nuestras cortinas o quién sabe, incluso la ropa interior. Al fin y al cabo era la mano y no mi boca quien la estaba reteniendo. Ya se sabe que, en el fondo, las zonas más alejadas de nuestro cuerpo, en un momento dado pueden dejar de considerarse parte de este. Sucede con los dedos, pasa también con los pies.
No la maté, en absoluto. Me apresuré a abrir la ventana del cuarto para que escapara. La escena, vista desde fuera, me estaba resultando un poco desagradable y el vello de los brazos ya empezaba a erizarse.
Cuando extendí toda la palma, la extensión de un hombre abierta para recibir la claridad del cielo, y la dejé marchar me dejó un rastro como de polvos argentados, y, en menor medida, áureos. Al fin y al cabo, no era un insecto tan repelente porque a pesar del mal rato que le infligí, lo compensó dejándo plata y oro a su paso.
Ya lo decía. Los seres escondidos en lo oscuro me generan una imperiosa intranquilidad.

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