viernes, 14 de junio de 2019

Nos escuchan

Ustedes quizá no lo habrán percibido, ni notado o peor aún; lo saben desde hace años y permanecen como yo: intranquilos, indefensos, expectantes. Al leer 1984, de George Orwell, uno piensa en pamplinas como concursos televisados donde hay cámaras y donde el mayor logro es acostarse con las más guapa, la que pille más cerca o la que más beneficio contribuya una vez se salga de ese dichoso programa. Pero hete aquí que corresponde ir más lejos. 
El problema no es lo paranoide que uno se pueda volver con estos hechos que describiré a continuación, sino el tinte kafkiano que cubre y amenaza a los miembros de una sociedad cuando el velo de lo público y privado se nos arrebata inhumanamente. 
Señores, nuestros móviles son un ventanal con las cortinas descorridas frente a la indiscreta mirada de vayan a saber quién. A ciencia cierta, no sé si existe un organismo oficial que recopile todas nuestras conversaciones telefónicas. Quizá sea un lobby colmado de información personal de cada usuario o tal vez detrás de este asunto no exista más que un chiflado en una garita para dar acceso a un cuchitril con trabajadores, cuya única finalidad sea recabar datos privados de toda la población. 
Algunos pensarán que estoy perturbado y es cierto, nada me constriñe más el alma, que un estúpido aparato tecnológico creado para comunicarse y que ahora, no solo registra llamadas, sino que emplea y utiliza información a su antojo. 
Es probable que el sector de la publicidad esté detrás de ello. No hace mucho, diarios como El País y El Mundo publicaban lo que, más o menos, vengo a destacar. En sus páginas se leía que Amazon grababa todas nuestras conversaciones para su uso personal. Y si esa empresa puede, lo mismo hay más vinculadas con acceso a todo lo que filtran nuestros labios. 
Ahora, me hago esta pregunta: ¿Qué lógica existe si las leyes protegen los derechos fundamentales y, a su vez, se permite este abuso? ¿No es contradictorio?
Lo decía al principio. Algunos de ustedes habrán notado que su teléfono les manda publicidad cuando activan los datos o al levantarse de la silla cuando lo llevan encima (disculpen si uno ya se inclina a pensar como si hubiera algo oculto de sumo valor en acciones cotidianas mundanas y de escasa repercusión). Esto va a más. También les llegará información a sus receptores cuando el día anterior han hablado de cualquier tema. Por ejemplo, si hablan con su madre de una comida, la publicidad será de restaurantes o de recetas. Si mencionan el tiempo, lo mismo les aparece alguna oferta de vuelos o un viaje exótico que les quede por realizar. Sigo. El trasfondo del asunto es mucho más amplio de lo que parece. Ellos, esas entidades que se dedican no ya a vulnerar derechos, sino a abrirnos en canal y saber lo siguiente: que preferimos el filete muy hecho, cuál es nuestro estado de salud, qué gustos sexuales tenemos, cuánto dinero hay en nuestras cuentas bancarias, a quién votamos en las últimas elecciones, y continúo... a quién podríamos elegir en las siguientes votaciones, cuánto estamos dispuestos a gastar en la siguiente compra, con quién nos vamos a acostar (Sí. Los baremos preestablecidos podrían ser más fidedignos que la lámpara de cualquier genio).
Y créanme, cuando se obtiene la predisposición de cualquiera de nosotros frente a un hecho futuro es cuando el problema adquiere una repercusión de una escala considerable. No obstante, demasiado bien nos va para todo lo que pueden saber de nuestra vida. Ahora bien, permanecemos tan vulnerables como cualquier otra persona ante este posible peligro. 
Ante ello, solo se puede actuar con resignación porque somos ciudadanos; a priori gente sin relevancia ni mayor trascendencia (¿O sí?). Quién sabe. Lo mismo hay alguien moviendo los hilos, y detrás otros que mueven esos hilos y detrás otros, así hasta el infinito. Esto parece una broma soviética de la Guerra Fría o una idea sacada de cualquier argumento de espías. 
Lo bueno, como decía, es que nos va bien dentro de lo que cabe. Esa estabilidad, ¿la logramos nosotros o la conceden ellos al no interferir demasiado en nuestro día a día? Estas dudas dan para una conferencia de los servicios de inteligencia, una charla entre cafés o descarrilar en el delirio de un demente. Depende de cómo lo interpreten. 
Aun con todo, hablen alto y claro. Que las frases conserven su cometido para siempre. 
No hay palabra mal dicha si no fuese mal entendida. Y esto, señores, puede ser la clave. 

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