domingo, 29 de diciembre de 2019

Ruido

Allí estaba. En la centralita viendo algún video de Internet. Goles, partidos, futbolistas destacados. Dennis Bergkamp. Qué maravilla. 
Aquel trabajo no era malo, ninguno lo es porque de todo se aprende. Pero había que estar centrado para combatir el tedio. Hace tres años iba al norte de Madrid, a un centro de investigaciones. Mis labores consistían en ser el encargado de realizar las rondas, controlar el aparcamiento y coordinar las  visitas a las instalaciones. 
Era un edificio de cinco plantas, con muchísimos despachos y bastantes laboratorios. 
Lo peor era cuando llegaba una hora de la noche en la que se apagaban todos los automáticos y yo, acompañado únicamente de una linterna iba, planta por planta, encendiendo cada fase. 
Al principio lo cumplía con respeto, luego había días que me invadía el miedo, lo reconozco, y otros llegó a visitarme la desidia (un estado que tolero menos). Esa que consigue echar en falta algo de adrenalina, suspense, acción. 
Por supuesto. No soy Ewan McGregor en La sombra de la noche, ni lo quisiera. Donde él interpretaba a un vigilante de seguridad en un depósito de cadáveres. Claro que no. La vida no es cinematográfica. Desde luego. Menos mal. 
Aunque pasé un momento en ese lugar, que hubiera preferido evitar. Eso sí, el salario es el salario. 
Ese lapso fue el siguiente. Cuando no quedaba nadie en el edificio, cuando todos los despachos estaban vacíos, en los laboratorios solo zumbaba el runrun de las cámaras frigoríficas, el teléfono estaba tranquilo, las puertas automáticas permanecían cerradas, bloqueadas por seguridad, es decir, estaba solo en toda la instalación. Allí, a priori, no había ni Cristo.
Permanecía sentado en la recepción con el ordenador encendido, como siempre. Solía contemplar la amplia cristalera que se erguía frente a mí. Una estructura de cristal con la misma altura del edificio que mostraba la oscuridad del invierno allá fuera. Me embelesaba. Me distraía, hasta que de pronto un ruido ensordecedor casi me tiró del asiento. Duró ¿Cuánto? ¿Un segundo, dos? Cuando terminó lo primero que intenté razonar fue qué había escuchado. Aquel ruido era como cuando un altavoz suena muy grave y se distorsiona por la reverberación. ‘Altavoces’, pensé. La sala de conferencias estaba cerrada a cal y canto, con todo apagado. El único sistema de sonido preparado para ello se encontraba allí, pero no iba a revisarlo. Qué va. Lo tuve claro. Si hubiera sido una llamada de auxilio. Esto era algo bien distinto. Me armé de valor y como el estruendo vino desde mi izquierda cogí el llavero y fui puerta por puerta abriéndola, para cerciorarme de qué había sido. Actúe así hasta que el vello volvió a su ser. La dentera siempre me ha descolocado. Allí no había nada ni nadie. Tampoco era una broma pesada de algún estudiante de las prácticas que allí realizaban. 
Finalmente, decidí dejarlo estar con la tranquilidad que concede el asumir algo irracional e inexplicable. Media hora más tarde, cumplí mi horario. Días más tarde me salió otra oportunidad, que no dudé en aprovechar. Ese trabajo pasó a formar parte del pasado. A día de hoy sigo sin comprender qué fue aquello. Aunque tampoco ha de importar mucho, porque como dijo, más o menos, Groucho Marx, la vida no hay que tomarla demasiado en serio. 

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