sábado, 4 de abril de 2020

Un piloto


Amanece. El sol decora de un naranja rosáceo las nubes del cielo. Regreso con el cargamento de test rápidos para detectar el Covid-19, que se han adquirido en una empresa asiática.
Voy con viento a favor, por lo que llegaré antes a mi destino. El avión de mercancías va sin tripulación, solo con un par de escoltas. Ello no evita que esté más tenso ante la posibilidad de algún contratiempo en las alturas. Tengo la sensación de transportar un tesoro; una de las flechas para enfrentarnos al virus, hasta dar con la vacuna. Podría ser un Atlas cualquiera; lo cierto es que solo soy un desconocido uniformado cruzando el firmamento. Cuando se distribuyan los test, quizá nos anticipemos a la pandemia. Puede ser una ventaja ante este enemigo hostil, letal, atroz y lacerante.
Una vez en casa, intento conciliar el sueño. Pienso en algunos de los lugares hermosos que se esconden tras mis ojos en duermevela. El corazón de la Selva Negra, las estepas en Mongolia, las márgenes del Nilo, el cañón del Colorado.
Poco después, debí caer en un sueño reparador, como los que concede el alma satisfecha.
Tal vez, fue a la mañana siguiente cuando el café caliente no me supo a nada y la acidez del tomate se me antojó inexistente. ¿Qué es una persona sin el disfrute de cualquiera de sus sentidos?
Ahora, seguro que pertenezco al recuento. Da igual si mi desenlace queda reflejado en cifras rojas o verdes en cualquier telediario. Fui uno de tantos y tantos granitos en esa montaña de empeños, para enfrentarse con denuedo a lo que jamás estábamos preparados.
Y no es poca cosa, si cada uno de nosotros notara el peso del mundo sobre su espalda. Entonces, el devenir, quizá, fuera un poco más sencillo.

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