Amanece.
El sol decora de un naranja rosáceo las nubes del cielo. Regreso con el
cargamento de test rápidos para detectar el Covid-19, que se han adquirido en
una empresa asiática.
Voy
con viento a favor, por lo que llegaré antes a mi destino. El avión de mercancías
va sin tripulación, solo con un par de escoltas. Ello no evita que esté más
tenso ante la posibilidad de algún contratiempo en las alturas. Tengo la
sensación de transportar un tesoro; una de las flechas para enfrentarnos al
virus, hasta dar con la vacuna. Podría ser un Atlas cualquiera; lo cierto es
que solo soy un desconocido uniformado cruzando el firmamento. Cuando se
distribuyan los test, quizá nos anticipemos a la pandemia. Puede ser una
ventaja ante este enemigo hostil, letal, atroz y lacerante.
Una
vez en casa, intento conciliar el sueño. Pienso en algunos de los lugares
hermosos que se esconden tras mis ojos en duermevela. El corazón de la Selva
Negra, las estepas en Mongolia, las márgenes del Nilo, el cañón del Colorado.
Poco
después, debí caer en un sueño reparador, como los que concede el alma
satisfecha.
Tal
vez, fue a la mañana siguiente cuando el café caliente no me supo a nada y la acidez
del tomate se me antojó inexistente. ¿Qué es una persona sin el disfrute de
cualquiera de sus sentidos?
Ahora,
seguro que pertenezco al recuento. Da igual si mi desenlace queda reflejado en
cifras rojas o verdes en cualquier telediario. Fui uno de tantos y tantos
granitos en esa montaña de empeños, para enfrentarse con denuedo a lo que jamás
estábamos preparados.
Y
no es poca cosa, si cada uno de nosotros notara el peso del mundo sobre su
espalda. Entonces, el devenir, quizá, fuera un poco más sencillo.
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