miércoles, 15 de octubre de 2014

Un concierto especial

Era una sala enorme... El Auditorio Nacional de Música es un edificio que sorprende desde dentro, no por fuera. Nada más entrar uno se daba cuenta de que ahí, tal vez, solo va gente de a bien, bien porque los roperos son de una madera elegante, el aroma que te embarga en las salas o porque la música clásica se ha conservado como un gusto refinado y sibarita. Digo con esto que si a alguien le gusta suele generar en mí cierta curiosidad ya que eso significa que esa persona ha sabido ‘escaparse’ del capitalismo musical imperante (reguetón, pop o incluso rock) en emisoras jactanciosas, que se piropean de ser las únicas en España, cuando no es así.
Observé, una vez sentado, todos los espacios aún por llenar del coro y del elenco de músicos que iba a actuar o a cantar, mejor dicho.
Carmina Burana es un nombre que me sonaba, pero que era incapaz de reconocer. La he oído decenas de veces, pero por el nombre no caía.
El espectáculo no tardaría en comenzar. Tras una espera que no sabría decir cuánto duró (porque en estos sitios uno se cohíbe del habla, por no molestar, y ante la contemplación de todos los pequeños detalles que allí había. Desde las grandes lámparas hasta el órgano más que eclesiástico que se alza a doce metros de altura y 5.700 tubos plateados. Una verdadera joya instalada en 1990).
Cuando comienza el evento. Todo es movimiento y eso que las notas musicales se oyen y sienten. Pero se capta a los músicos desplazándose para tocar un bombo y un gong prácticamente a la misma vez,  al director musical representando todo porque conserva y guarda Carmina Burana en su memoria. Solo él conduce este Titanic de más de cuatrocientas personas, más de cuatrocientas partituras que cada uno de ellos pasa sus paginas con ahínco. Luego, los del bombo y gong saben exactamente dónde golpear, dónde aflojar la manija, cuándo posar la palma de la mano para detener la reverberación de su instrumento y así hasta la perfección, porque los que no estamos allá abajo, dentro, incluidos, no sabemos en que momento se yerra. Se anticipan a las pautas del director dejando los mazos en su sitio y preparando los siguientes. Y el coro, esas voces sobrehumanas que sobrecogen...
O Fortuna, eso es lo que sentí al escuchar con atención esa canción, fortuna. La reprodujeron más que al milímetro para abrir la obra y para su cierre. Increíble tanto en el principio como en su final. Qué manera de transmitir, qué acústica tiene dicho auditorio que cada nota musical hace vibrar el tímpano, luego el cerebro, más tarde, también sin saber cómo, el estómago.     
Al concluir la sinfonía uno sale como de un spa, como si sus piernas no pesaran. La espalda duele, eso sí. Porque uno está en vilo, sin utilizar el respaldo de la silla, queriendo atrapar con la retina entre pestañeo y pestañeo lo que abarquen nuestros sentidos. 

1 comentario:

madrigal dijo...

Esto es sentir, y saber explicarlo. Lo que tantas veces hablamos. Quien vale, vale, y lo demás cuento. Un besazo