viernes, 26 de junio de 2015

Diario de un perdedor

Mi alegría se encuentra varada en toda su eslora. Desde que amanece hasta que me acuesto busco algo que me saque del mal humor, de mis malos gestos, de mi lengua camuflada. Se escurren los soles entre los dedos. Confundo el lunes con el viernes. Sueño lo que debería de vivir y, lo peor de todo, es que es indiferente. No desasosiega lo más mínimo. Evocar en la oscuridad lo que una vez fui es otro de mis actuales problemas.
Pero aquí sigo. Escribiendo mientras se podría freír un huevo en el salpicadero de los coches por el calor imperante. Si no aguanto el verano y tampoco el invierno; lo mismo debería de replantearme una serie de cuestiones. No sé si me entienden. Que de cuatro estaciones valgan dos y de una semana algo similar... puesto que el domingo toca sacar el traje de calle del armario. El empleo y sus rutinas dan para muy poco; lo justo y nada más. Deberíamos de estar inmunizados contra la tristeza y, a lo sumo, más allá, la abulia. Cuando la mayor de la distracciones es sacar pelusa de un ombligo, frotar cepillos contra las grietas de los baldosines del baño o cocina, limpiar una mampara, ordenar tus papeles, mirar, desde lejos, un calendario para saber lo que le queda al mes... para qué... para nada o comprobar efectivamente si al repelente de insectos le hace falta otro nuevo cartucho de reemplazo. Sí. La vida pasa. Y arrastra demasiadas sensaciones y emociones que no deberían perderse al acabarse todo. Debería haber un manual de choque contra la desidia. Otras personas sufridoras de ello podrían haber escrito algo al respecto. Por ejemplo, se me vienen ideas sobre dicho asunto. De facto, existe una guía contra el aburrimiento que comienza así:
1-Si usted se encuentra solo en una habitación a las cinco de la tarde recapacite y dígase ‘¿Qué he hecho mal?’.
2-Si usted cree que la soledad buscada no es soledad es porque no conoce la alegría de compartir.
De pronto, mientras pensaba en esta estúpida frase se ha colado un recuerdo de niñez. Estaba yo jugando con la arena bajo un columpio de esos similares a castillos pequeños y verdes elaborados en hierro de tres plantas, cuando una niña que jugaba a escalarlo se me cayó encima. Realmente contado así no tiene la menor gracia, por supuesto, pero os digo que en momentos antes de que ella cayera yo estaba relajado con las manos sobre mis rodillas y al notar que algo caía abrí los brazos y la desconocida caída del cielo ocupó el hueco que dibujaron mis extremidades superiores evitando así su colisión contra el suelo. La salvé digamos de un buen golpe. Nunca antes me he sentido más grande y reconfortado. Por unos momentos fui un verdadero príncipe de cuento.
Ahora, nada es como por entonces. Actualmente, mis textos se han manchado de la enfermedad del queísmo. Sí. Una bibliotecaria atractiva me lo reveló sin percatarme: ‘Era periodista y lo dejé porque revisando lo escrito me encontraba multitud de "ques". Ahora o no escribo tanto o no reviso lo que hago’. Esto fue lo que me comentó en cierta ocasión mientras charlábamos. Y cuando releo lo creado me doy cuenta de que también recurro demasiado al maldito pronombre relativo. En fin, da lo mismo.
Sea como fuere, recuerdo más las frases de las personas a sus rostros y nombres. Si fuera juez, sus expresiones insertadas en la memoria harían de mazo en el trascurso de los años. Mi mente graba frases de todo tipo, y si son ridículas o personales más. Ya ven. Locura pasajera.
Lo peor del caso es el hecho de su inutilidad. Porque nadie ha encontrado la felicidad rememorando lo que Fulanito y Menganito le confesaron por puro aburrimiento. O sí.
Mal de muchos...

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