viernes, 5 de junio de 2015

Paisanaje

Estoy en la zona de los andenes de la estación de Atocha. De pronto los altavoces impiden que me comunique adecuadamente. Las voces de los narradores de vías no se detienen... primero uno indicando la trayectoria (sí, como un misil o bala) que tendrá el tren, luego otro distinto a escasos metros más a la izquierda o derecha.
De pronto, cuando se callan por un instante las voces chirriantes y repelentes en su estruendo, me da por pensar que es como si estuviéramos en una especie de campo de concentración: Tanto hormigón, tanta columna, tantos seres de un lado a otro, casi escondidos como desprovistos entre esa mal nube de desconocidos ahora que en verano se muestra más la carne. La claridad del sol nunca termina de alumbrar del todo el espacio y confiere más sombras que luces. La estación, mi estación, hoy se me hinca profundo.
Nadie nos retiene allí.
La comparación es odiosa y pretenciosa, teñida, no obstante, de dosis descontroladas de subjetivismo.
Quien más y quien menos, se encuentran encerrados sin saberlo. Manejando Facebook y Twitter a destajo. Otros muchos wasapean. Llevan el teléfono entre sus dedos (nunca en las manos. Los más espabilados escriben con agilidad. De ahí que me dé la sensación de que, cualquier día, se caerá contra el suelo y solo se dañará la pantalla en el mejor de los casos). Se comunican con sus conocidos, amistades, novios, esposas, amantes, compañeros de trabajo... mirando fijamente ese cristal opaco, quebrantable y frío. Sonríen frente al espejo oscuro. Ilusionados gracias a la información que trasmite una pantalla más poderosa que la propia televisión.
Algunos van ensimismados colocándose los cascos y van escuchando música ligera, porque sí, porque les da por ahí (como diría Pereza).
En seguida, reparo en alguien que se ‘sale’ de lo habitual. Camina con la vista perdida, manos en los bolsillos y entre sus labios sostiene con fiereza una ramita de palulú. Corpulento y con una calva bien llevada parece tener las ideas ancladas en la zona gris de su cerebro. A pesar de la imagen hostil que con seguridad os estéis planteando y de las tres cabezas que me saca, no temo por mi integridad.
No es ningún pueblerino, como la pareja de chicas jóvenes y madrileñas que hablaban acerca de los cortes en la línea 10 de metro. ‘Será por las ratas’ dice una mientras la otra asiente.  ‘Alguien se ha arrojado’. Eso es lo que pienso cuando los altavoces indican que por circunstancias externas a Metro o Renfe se han visto obligados a cerrar un tramo de vía.
El hombre del fragmento de regaliz en la boca va ataviado una cazadora verde apagado, casi por el desgaste. Quién puede ir así con el calor que hace. Le observo sin tapujos ( a veces olvidando que mis apuntes mentales podrían ofender a quien se sienta tan espiado). ¿Es eso lo que busca? ¿Una expiación? Aunque no le veo siendo causa y motivo de que el ferrocarril pegue el frenazo en balde.
De ratas, hombres e irrealidades. De eso iba esto.

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