lunes, 19 de marzo de 2012

El espantapájaros

La luna resplandecía en el cielo rojizo de Madrid. Era uno de esos momentos de la noche, que no se solía dar demasiado, donde se encontraba enorme allá arriba. Un grandioso queso repleto de luz que hacía recordar, de vez en cuando, a los seres humanos, lo diminutos y e insignificantes que eran no por lo evidente del tamaño y las distancias siderales; si no por el hecho de no comprenderlos jamás, por mucha ciencia que hubiera. Un céfiro cálido y suave esparcía con levedad las hojas de los parques y las aceras. En cambio, las pocas que quedaban ya en las hayas y olmos permanecían aferradas a ellos con su último halito de vida otoñal. Mientras tanto, en lontananza, en un campo de Coslada se apreciaba una extraña silueta en cruz, era un espantapájaros que se mecía sin esfuerzo sobre la construcción en madera que lo sujetaba por su parte posterior. Ya apenas había de ellos, pero este, en concreto, se encontraba casi al borde de su extinción también, al estar deshilachado y desecho, pero aún estaba en pie con un sombrero de paja bien encalado a dos metros del suelo y al alcance de unos pocos que tuvieran escalera. La función era archiconocida, espantar a los mirlos, urracas y demás aves hambrientas, pero la inmovilidad era su mayor inconveniente. Aunque más de un vecino de esas tierras, le había parecido que el espantapájaros se movía. Dicha apreciación había sido afirmada en un atisbo de reojo, por lo que no se podía contrastar fehacientemente además de lo ridículo que contenía el tema. Lo que si fue demostrable, y su dueño podía dejar constancia de ello fue un día que estaba agotado de trabajar el campo cuando se sentó a recuperar el aliento, arrojando a un lado la azada. A los cinco minutos de estar sentado contemplando el cielo y los pájaros de Barajas una cigüeña se posó de repente en la cruz del muñeco “aterrador” y cuando el propio animal comprobó que el crucificado inanimado no se movía comenzó a arrancarle paja entre la camisa desabrochada. Le pareció curioso que de su herramienta humanoide saliera materia para hacer nidos. Al fin y al cabo estaba hecho de paja: de los frutos de la tierra a los frutos de la cigüeña. El hombre inmiscuido en el ciclo vital. Cuando ya se hartó de coger alzó el vuelo ante la mirada tranquila del agricultor. Pero no reparó demasiado en que su pequeña obra de arte sirviera para otros usos cuando, en verdad, lo mejor hubiera sido tal vez juntar cuatro palos con una soga y un par de trapos y listo. La camiseta de cuadros rojos y negros era de su dueño, un apuesto hombre de campo, de los que valdrían para realizar el próximo anuncio de Marlboro. Y al no saber cómo vestirlo le colocó ese atuendo. La bruma penetraba a través de su destartalado cuerpo. El enigma era cómo se mantenía todavía en la encrucijada. Parecía como si fuera a seguir enhiesto de por vida. El hombre anuncio no quería descolgarlo de su cruz pero sería ahora o nunca; en mitad de la noche. No lo quería para la siguiente temporada de cultivo. Así que cogió una escalera de cuatro peldaños y se dispuso a descolgar y tirar al viejo muñeco. No sin antes subirse hasta su misma altura y contemplarlo bien de cerca. Las estaciones le habían mermado como el frío a las aves de El Retiro, obligándolas a migrar. Ahora el humano le iba a provocar una migración definitiva: el cubo de la basura. Y ese hubiera sido su destino cuando el agricultor guapo, desabrochó su camisa aunque ya era del espantapájaros para ver lo que había allí dentro. Por alguna razón vio verdor, aunque a esas horas lo identificó como un gris oscuro, en lo que podía ser un estómago humano. Al parecer, allí habían encontrado algunas plantas el refugio y el calor idóneos. Aunque lo inexplicable era la ausencia de luz durante las horas de sol. El muñeco se había convertido sin pretenderlo en un tiesto; donde el maíz había enraizado con delicadeza. Así que decidió dejarlo ahí por la curiosidad de ver qué podía crecer de aquello de ese nudo de plantas que maduraba entre la paja seca de su cuerpo. El agricultor se había dejado llevar por las apariencias. El espantapájaros le recordó que llevaba toda la vida fijándose nada más que en lo de fuera y eso tenía un precio… la soledad del campo. Y el hombre anuncio dejó escapar una bocanada de aire entre los labios tan contagiosa como un suspiro.

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