lunes, 9 de septiembre de 2013

Epílogo

He decidido colgar lo último que he hecho de mi pequeña novela que aún no he registrado ni publicado. Empezar por el final es un poco deshonesto y más cuando lo que verán sea un fragmento de un epílogo de unas quince hojas o así. Algunos ya han leído mi librito y otros están en ello de manera incompleta por inacabada. En cualquier caso gracias por tener paciencia crítica conmigo. Siempre con ustedes.

Un mes después de que David llegara de Andalucía y de traerse consigo Cuentos reales, los cinco cuadernos que también había escrito el fenecido andaluz y cómo no, aquella guitarra que no le pertenecía y de la que se enamoró perdidamente hasta el punto de tenerla que hurtar cuando el equipo del 112 se marchó, estaba de vuelta por el hospital porque Miguel se había roto la cadera y luego caído (nunca al revés) al salir a comprar el periódico por la mañana.
Llegados a una edad no se les puede dejar ni siquiera solos. Es así. Crecemos y maduramos para volver a ser niños. Al menos eso es lo que pensaba el sobrino. Cruel modo de cerrar un círculo como es la vida.
Mientras se desesperaba un poco en la sala habilitada para ello, un médico pasó por el pasillo con un caminar seguro y firme. Era muy alto y calvo, por unos instantes se paró a pensar de qué le sonaba. A veces ocurre, que con el trajín diario uno acaba almacenando rostros por doquier y luego en algunas reuniones empresariales o en cualquier otro lugar recobran un poco el protagonismo pareciendo ser alguien conocido cuando todavía no lo son. Jugadas del cerebro.
Eso era lo que le estaba pasando ahora. Le dedicó poco tiempo a la indagación. Seguramente no le habría visto en la vida y todo era porque la cara le recordaba a la del famoso nadador americano pero sin pelo «¿Cómo se llamaba?». No iba a perder más el tiempo con manías absurdas como la de dedicar demasiado a intentar reconocer a un desconocido.
Su pequeño ordenador portátil seguía emitiendo un leve reflejo azul sin el salvapantallas sobre la camisa gris de Adalid bien abrochada y metida casi sin pliegues dentro del pantalón negro de pinza. Los calcetines iban a juego en tonalidad con la pernera de la prenda y eso mismo era lo que estaba viendo una señora con un flemón que estaba sentada en frente suya. Eso y lo atractivo que era. Él, por el contrario, parecía un empresario rodeado de cuadernos de colores que se esforzaba en encontrar una idea adecuada a las doce del mediodía.
Así era. Al final decidieron reunir los textos de los cinco ejemplares que dejó Segundo más el “libro fino” como lo llamaba su tío acostumbrado a leer obras bastante extensas. Aunque, para ser más exactos, leía lo que le cayera en las manos. Una tarea bastante ardua para el que nunca haya leído nada, pero Miguel, una vez comprendido y asimilado todo, expresó su deseo de recopilar lo literario de los volúmenes e intentar publicarlo. Lo hacía por filantropía, empatía, porque le conmovió la historia de alguien que en vida necesitó ayuda y luchó a su modo. Esto a David ni le pareció bien ni mal. Entendió que era una petición más de la persona que tenía a cargo y mientras el tío se hiciera responsable de la lectura y captura de los textos, no pasaba nada. Lo malo es que ahora estaba dentro con el médico, con lo cual era su turno.
Miguel subrayaba y corregía en rojo sobre azul. El sobrino no tenía el bolígrafo encima, así que optó por empezar a leer por donde estaba marcado desde la última revisión. Abrió el libro rojo desde el principio, ya que iba a realizar esa tarea, lo haría como es debido.
Otro médico apareció en la sala y pronunció el nombre de Adrián Álvarez Cruceta. El inesperado lector dejó su portátil en la silla de al lado, observando antes las caras de los que estaban sentados por si alguno hubiera mostrado el más mínimo interés sobre su caprichosa herramienta de trabajo. No fue así. Parecía que preferían los móviles de última generación, las tablets u otros soportes; pensó el publicista.
De pronto regresó al apellido de antes, Álvarez. Recordó que en el colegio le enseñaron un día que en la época de El Quijote la terminación –ez significaba «hijo de». Así Álvarez era hijo de Álvaro y Rodríguez de Rodrigo; así sucesivamente.

1 comentario:

Werra dijo...

Ésto es una putada D. Dani.Y otra vez perdón de nuevo.
Resulta que aparece una ampliación del final que yo conocí, y encima nos dejas a medias, otra vez. No, no, no, ya estas tardando en pasarme ese nuevo final. Jajajajaja. Así que ya sabes, cómo quieras, dónde quieras, elige lugar y arma....pero yo eso lo quiero leer, y a ser posible en breve.

Venga Sr. conde, ya me dirás algo.