miércoles, 17 de octubre de 2012

Reflexiones hospitalarias

De nuevo allí, en un quirófano, un sitio donde la muerte puede acechar a cualquiera sea cual sea el motivo de esa visita. Antes de eso han sido buenos, se han portado bien. Han dejado que un familiar te acompañase hasta la habitación con taquilla y vestuario. Te dicen las normas que has de seguir y uno las cumple a rajatabla. Bueno, mi intención era entrar con los pendientes puestos para no sentirme tan desnudo, pero no pudo ser y eso que son de madera. Pasada media hora larga amenizada por la cháchara con ese familiar tuyo, que al menos va vestido como se merece, llega el enfermero que transita con una silla de ruedas.
Le habrán guiado en ello. Imagino que le han dicho que no puede transportar rápido a los enfermos ni a la salida ni mucho menos en la entrada, cuando más nervioso se está; a la vuelta lo que predomina es un cansancio enorme y una bajada producida por el consumo cerebral de adrenalina y el subsiguiente uso de endorfinas.
Así que el conductor de la silla te guía como si de un videojuego se tratase, a un paso de metrónomo y una voz de barítono. Las especialistas cuelgan sus móviles diciendo que ya le están trayendo al enfermo. Qué suerte decir “enfermo” y no “a otro enfermo”. Eso indicaría que ya están un poco cansadas de extirpar tumores y otras células malignas; lo cual, aunque se sepa, serás otro cuerpo indefenso sobre la mesa, y es que el quirófano, con sus bajas temperaturas y su aspecto aséptico, conserva ya algo de morgue. Con lo cual debo decir que esa zona del hospital es una especie de via crucis momentánea que recuerda lo agradable que uno vive fuera de sus muros.
Entonces el hombre tranquilo me deja al lado de la mesa que se eleva manualmente. Lo primero que me impacta es el frío que ahí allí. Dan ganas de preguntar: “Oye, ¿No lo sienten?” pero debe ser que los de adentro están hechos de otra pasta, de una muy dura. Lo segundo que me paraliza es que está todo el suelo repleto de un color rojo apagado. Alguien ha intentado limpiar sangre sin conseguirlo. Ya sabemos lo escandalosa que es que nos damos un pequeño golpe y sale enseguida. Pues me colé en un sitio donde no hacen más que buscar la sangre… en un sitio o en otro, pero husmean, cortan, sajan, y ahí no pasa nunca nada; excepto cuando sucede.
Ahí me tienen… tumbado boca arriba con una vía nasal de oxígeno en la nariz que me está helando la pituitaria por segundos. Lo peor es cuando te colocan ese manto verde y traslúcido por el que un enfermo puede adivinar lo que le están haciendo lo cual deja de tener un poco de sentido que a uno le imposibiliten la visión. Aunque guarda perfectamente la estética hospitalaria
Y por último, cuando acabaron conmigo, mejor, cuando acabaron de operarme arrojaron mis despojos sanguinolentos al suelo y ya lo entendí todo.
Lo ideal es no tener que apreciar la vida cuando se nos introduce en esos sitios… pero es inevitable. A quién no le ha sucedido alguna vez. Olvidamos que dentro también hay más vidas que nos cuidan y que trabajan para ello. Son las mismas que luego deslizan la factura de los costes de la operación al enfermo cuando lo único que quiere hacer es salir pitando de allí. Eso es lo irreal de lo más real… el quirófano y sus operaciones.
Y ya para concluir mencionar el buen pulso de quien debe poseerlo… el cirujano. No hacía falta verlo con claridad pero hasta tapado diferenciaba las manos de él comparado con las compañeras que le ayudaban. Por su decisión y precisión, porque sabían como nadie de los allí presentes por dónde operar. Para ese puesto no vale cualquiera. Hay un escalón muy grande entre quien abre y en el que es abierto. A veces es tan amplio que el azar se puede colar entremedias. Por suerte y de momento, alguien ha salido casi ileso. El tiempo dictaminará cuándo volverá a pasar por un quirófano. El tiempo y la vida… suenan igual.

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