De nuevo allí, en un quirófano, un sitio donde la
muerte puede acechar a cualquiera sea cual sea el motivo de esa visita. Antes
de eso han sido buenos, se han portado bien. Han dejado que un familiar te
acompañase hasta la habitación con taquilla y vestuario. Te dicen las normas
que has de seguir y uno las cumple a rajatabla. Bueno, mi intención era entrar
con los pendientes puestos para no sentirme tan desnudo, pero no pudo ser y eso
que son de madera. Pasada media hora larga amenizada por la cháchara con ese
familiar tuyo, que al menos va vestido como se merece, llega el enfermero que
transita con una silla de ruedas.
Le habrán guiado en ello. Imagino que le han dicho
que no puede transportar rápido a los enfermos ni a la salida ni mucho menos en
la entrada, cuando más nervioso se está; a la vuelta lo que predomina es un
cansancio enorme y una bajada producida por el consumo cerebral de adrenalina y
el subsiguiente uso de endorfinas.
Así que el conductor de la silla te guía como si de
un videojuego se tratase, a un paso de metrónomo y una voz de barítono. Las
especialistas cuelgan sus móviles diciendo que ya le están trayendo al enfermo.
Qué suerte decir “enfermo” y no “a otro enfermo”. Eso indicaría que ya están un
poco cansadas de extirpar tumores y otras células malignas; lo cual, aunque se
sepa, serás otro cuerpo indefenso sobre la mesa, y es que el quirófano, con sus
bajas temperaturas y su aspecto aséptico, conserva ya algo de morgue. Con lo
cual debo decir que esa zona del hospital es una especie de via crucis
momentánea que recuerda lo agradable que uno vive fuera de sus muros.
Entonces el hombre tranquilo me deja al lado de la
mesa que se eleva manualmente. Lo primero que me impacta es el frío que ahí
allí. Dan ganas de preguntar: “Oye, ¿No lo sienten?” pero debe ser que los de
adentro están hechos de otra pasta, de una muy dura. Lo segundo que me paraliza
es que está todo el suelo repleto de un color rojo apagado. Alguien ha
intentado limpiar sangre sin conseguirlo. Ya sabemos lo escandalosa que es que
nos damos un pequeño golpe y sale enseguida. Pues me colé en un sitio donde no
hacen más que buscar la sangre… en un sitio o en otro, pero husmean, cortan,
sajan, y ahí no pasa nunca nada; excepto cuando sucede.
Ahí me tienen… tumbado boca arriba con una vía nasal
de oxígeno en la nariz que me está helando la pituitaria por segundos. Lo peor
es cuando te colocan ese manto verde y traslúcido por el que un enfermo puede
adivinar lo que le están haciendo lo cual deja de tener un poco de sentido que
a uno le imposibiliten la visión. Aunque guarda perfectamente la estética
hospitalaria
Y por último, cuando acabaron conmigo, mejor, cuando
acabaron de operarme arrojaron mis despojos sanguinolentos al suelo y ya lo
entendí todo.
Lo ideal es no tener que apreciar la vida cuando se
nos introduce en esos sitios… pero es inevitable. A quién no le ha sucedido
alguna vez. Olvidamos que dentro también hay más vidas que nos cuidan y que
trabajan para ello. Son las mismas que luego deslizan la factura de los costes
de la operación al enfermo cuando lo único que quiere hacer es salir pitando de
allí. Eso es lo irreal de lo más real… el quirófano y sus operaciones.
Y ya para concluir mencionar el buen pulso de quien
debe poseerlo… el cirujano. No hacía falta verlo con claridad pero hasta tapado
diferenciaba las manos de él comparado con las compañeras que le ayudaban. Por
su decisión y precisión, porque sabían como nadie de los allí presentes por dónde
operar. Para ese puesto no vale cualquiera. Hay un escalón muy grande entre
quien abre y en el que es abierto. A veces es tan amplio que el azar se puede
colar entremedias. Por suerte y de momento, alguien ha salido casi ileso. El tiempo
dictaminará cuándo volverá a pasar por un quirófano. El tiempo y la vida…
suenan igual.
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