martes, 5 de febrero de 2013

La gallina

Apareció un día de invierno en mitad de la parcela, entre las matas de tomillo y los troncos absorbidos por la hiedra. Andaba resuelta y con el garbo que se le puede presuponer a una gallina salvaje; la que nunca ha comido de la mano del hombre ni de sus dispensadores metálicos.
Lo llamativo del asunto era que estaba despeluchada y algo tísica, además de pertenecer a la raza de un ave enana y con el plumaje negro como el carbón.
Aquella familia no supo saber nunca cómo el animal llegó hasta ese punto sin saber volar siquiera, pero en seguida la cogieron cariño por el afán de que algún día les pusiera huevos y porque se pudiera quedar conviviendo con ellos.
La abuela no tardó en imaginársela flotando en algún caldo apetitoso y jugoso, pero para ello debía de recubrirse más de grasa, mejorando la silueta, casi raquítica, en comparación con las demás gallinas del corral.
El ave de oscuro plumaje no solo no ganaba corpulencia sino que ponía sus huevos cuando le parecía conveniente, e incluso, en más de una ocasión, lo mellaba con su afilado pico y lo sorbía vorazmente fortificando el instinto animal, el mismo, tal vez, que le empujó a ir a aquella casa. Otras los depositaba desde lo alto de una barandilla y los óvulos sin fecundar caían desparramados al suelo y las menos se metía en el gallinero para comerse los de los demás pájaros. Era la única a la que el gallo no hacía nada y le pasaba desapercibida.
Un día puso un huevo igual de grande que los de las otras del corral. La abuela, al verlo, no pudo evitar alegrarse y regocijarse ante la frase: "Este me lo voy a comer hoy mismo". Y así fue. El reloj antiguo del salón marcaba la una y diez del mediodía cuando el aceite de oliva ya humeaba en su punto. La anciana hambrienta cascó el huevo con el filo de la sartén y para su sorpresa brotaron dos grandes yemas naranjas como dos soles.
No tardó mucho en ingerirlos con un poquito de pan tierno. No había pasado ni media hora cuando la abuela, Lorena, comenzó a sentir unos dolores estomacales que le postraron en una cama. Los hijos la quisieron llevar al hospital, pero ella era tozuda y les relajó diciendoles que remitiría en cuanto hiciese la digestión. La anciana cada vez más pálida parecía haber caido en un duermevela profundo.
Ellos preocupados no paraban de colocarle un paño humedo sobre la frente caliente para intentar rebejar el sufrimiento, sin saber que el mal ya se había diluido por su sangre.
Así, sin mejoría cayó la tarde y Lorena se había dormido para siempre. Los hijos profundamente dolidos y encolerizados rebuscaron en la basura para ver lo que había tomado ese día durante la comida. Cuando encontraron las cáscaras de huevo se armaron de dos escopetas que tenían guardadas por la cinegética para con las perdices, entraron al gallinero y como no sabían cuál de ellas había sido arremetieron contra todas. Por matar, aniquilaron hasta al gallo de unos perdigonazos en el cuello. Y es que la familia Pérez, orgullosa y ostentosa como pocas no se andaba con chiquitas a la hora de ajustar cuentas. Al final, cuando solo quedaban ellos en pie observaron a esa estúpida gallina negra de cresta caida y plumaje alborotado fuera del cobertizo picoteando la hierba verde, que todavía estaba muy baja.
«¿Y esa, qué hacemos con ella?».
«Nada. Ese estúpido ser es incapaz de poner».
De ese modo su descendencia dejó con vida a la causante de la muerte de Lorena, la dichosa, como la conocían en el pueblo.
El ave superviviente siguió picoteando por la parcela, pero nunca mejoró su aspecto. Esa no era su función. La naturaleza es muy sabía y lo que parece, en ocasiones, inofensivo bien puede acabar por ser justo y mortal. Que una gallina acabe con la máxima representante de un anquilosado clan es un designio simple y azaroso.
Desde entonces el animal ya no subía a casa como de un gato o perro se tratase y ya apenas se dejaba ver por la finca. No volvió a comer de la mano de ningún ser humano y tampoco puso más huevos. Un día desapareció como vino y nadie la echó de menos. Todo tiene un porqué, menos los sucesos misteriosos que carecen de él.
Los mayores imperios caen del mismo modo del que se han levantado.

1 comentario:

Werra dijo...

Sir Dani,
Que curioso relato, me gustó bastante, vamos me encantó, al final me has dejado con ganas de saber algo más, ya sabes como soy... Quizá hecho de menos un nombre para el animal, Aquiles, o mejor Atila no le vendrían mal. (jodido bicho...)

Felicidades como imperios Sr. Conde, aunque como en este caso sean derruidos por una gallina.

Г-н писатель объятия (ruso, de los rusos de toda la vida)