miércoles, 29 de junio de 2011

La equivocación

Hacía frío, pero allí dentro apenas se apreciaba. El hospital estaba bastante mal ventilado y había un aroma pesado, hacinado y algo plomizo en el ambiente. Su abuelo reposaba en calma con la delgada y ligera bata azul claro de la que tenía que estar muy atento para que no se quedaran al aire sus partes pudendas. Por mucha edad que se tenga, siempre nos da reparo que puedan campar a su aire… hasta para los que, alguna que otra vez, han acudido a una playa nudista.
El anciano permanecía allí tumbado sobre la cama, y ligeramente incorporado por un problema de pulmones, aunque lo que verdaderamente importa a un paciente no es cuando se entra al hospital, sino cuando se sale.
Alejandro, su nieto, entraba por la puerta saludándole con dos besos. Floro sonreía de sobremanera como cuando veía a un extraño y se sentó en la cama excusándose, como si se les estuviera permitido a los ingresados.
En aquellas habitaciones sólo había una silla para las visitas. Sólo una para toda la familia, vecinos, amistades y conocidos que la contemplaban porque nadie tenía el arrojo o la osadía de ocuparla. Además era incómoda para estar en ella un rato, no digamos para toda la noche. Menuda tortura. De ese modo el paciente compartía la molestia de tener inyectada la vía transparente en el brazo con la del visitante en la espalda y donde ésta perdía su rectitud.
Entretanto, Alejandro no daba crédito con su abuelo. La vista le estaba fallando, por no hablar del oído, ya que no le había reconocido y le estaba tomando por el hijo de un vecino.
Floro charlaba con jovialidad sobre la familia, sobre él mismo que había ido a verle, relatando hasta los más minúsculos detalles; mientras Alejandro intentó aclarar el malentendido profiriendo una explicación antes de que la perorata fuera a más. Pero el anciano seguía y seguía con su relato personal e íntimo. Para el nieto debía de ser la cantidad de oxigeno inspirada y para el abuelo, una auténtica suerte el hecho de recibir tan grata visita. Con poco se contentaba el hombre.
Comoquiera que fuera pero al final la escena siguió produciéndose porque Alex se lo estaba pasando bien, realmente bien, aprovechándose y haciéndose pasar por otro, tan oculto y tan a la vista… escuchando partes de su vida en boca de Floro pero destinadas a un tercero que no estaba allí. Obteniendo su opinión pública de un modo directo. Era una sensación tan impropia y extrañamente agradable la que estaba experimentando que la dejó aflorar y fluir, a ver en qué desembocaba.
Lo más chocante de todo fue que mientras uno relataba pensando que se refería a otro, el otro llegó a creerse ser ese vecino del barrio y todo podía haberse prolongado hasta el ridículo de no ser porque un paciente salió del cuarto de baño que compartían y Alex ya tuvo que acercarse al oído y decir: «abuelo, que soy yo».

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