miércoles, 16 de diciembre de 2009

Angustia

Abrí lentamente los ojos como si hubiera bebido todo el alcohol de una licorería.
El sol inundaba cálidamente las paredes de la habitación. Hice un esfuerzo hercúleo por recordar dónde había estado o lo que había hecho la noche anterior, pero nada... todo estaba tan confuso. Me incorporé de la cama y al levantarme me dió la sensación como si del lecho al suelo hubiera un abismo. Me sobrevino un fuerte mareo y luego el vómito.
Todo fue bilis. Lo que significaba que no había ingerido nada... entonces ¿Qué me ocurría? ¿Tendría una especie de virus?
Cuando ya me pude poner en pie, decidí ir a la nevera y pegar un buen trago de leche al coleto. La puerta de casa estaba con el cerrojo puesto (pude haberlo echado cuando llegué) pero no recordaba nada del día anterior, ni del anterior al anterior, ni del anterior al último.

¿Cuánto tiempo llevaba entonces sin salir de casa? ¿Dónde estaba mi esposa? Y mis amigos... ¿no me han echado en falta en estos días?
En el contestador no había nada grabado. Ningún mensaje de nadie preguntando, ni ninguna llamada perdida.
Mi teléfono estaba apagado. Fui a meter el PIN y... no recordaba cuál era ¡Qué pasa aquí!
Me senté para intentar poner algo de orden a las ideas. Para ello, encendí el televisor y bajé el volumen al máximo. Nada mejor como una imagen muda para relajarse.
Recordaba todos los nombres de mis amigos, sus cualidades, sus defectos, sus números de teléfono, el color de sus vehículos... con mi esposa tanto de lo mismo.
Sabía dónde trabajaba, cuál era su fragancia favorita, el lunar en la nalga, pero en cuanto a mi... tenía recuerdos del último cumpleaños, del nombre y función de la empresa para la que trabajaba, sabía que en elecciones no solía votar y cuál era el mejor jugador de la liga española de balonmano; pero fuera de ahí sólo había lagunas.
Me quedé mirando el mando sobre la mano izquierda. Un momento, ¿Sobre mi mano izquierda?
No estaba del todo seguro, pero hubiera jurado que era diestro.
Cogí un papel y un lápiz y puse mi nombre sin problemas con esa mano y con bastante dificultad con la derecha. Hubiera jurado que era diestro. También probé con los cubiertos y todo parecía normal cuando sostenía el tenedor con la mano izquierda ¿Qué ocurría? ¿Y si los hemisferios del cerebro se habían invertido al igual que las manos y por eso no lograba recordar con claridad?
Decidí bajar a la calle para intentar disminuir la presión asfixiante que sentía en el pecho. Parecía que tuviese una prensa hidráulica aprisionando el corazón.
Hacía frío. Poco a poco, suavemente, el cielo comenzó a derramar copos de nieve.
Apreté más el abrigo contra mi destemplado cuerpo. Eran las cinco de la tarde y no había nadie por las aceras. Los coches no se movían. El semáforo cambiaba sus colores inútilmente. Por un momento, pensé que estaba dentro de los adornos esféricos de Navidad y que alguien se divertía agitándome externo a todo.
La opresión del pecho seguía afligiéndome. Entré de nuevo en casa. Me senté en el comedor. Sobre aquella hora solía llegar la vecina de recoger de la guardería a su hija. Nerea, creo que se llamaba Nerea. Tenía la insana costumbre de correr de un lado para otro armando gran escándalo. Ahora echaba de menos eso.
De repente se oyó una llave. Alguien iba a entrar en mi casa. -¡Quién va! Exclamé decidido.
Era mi mujer. Traía las bolsas de la compra.
-¿Estás bien? -Dijo-.
-No hay nadie en la calle y me ocurre algo.
-¿Has tomado tus pastillas?
Tampoco recordaba que tomara pastillas. Isabel, mi mujer, las sacó de un cajón del salón y las ofreció. La observé y me las tomé sumisamente. Luego le conté todo.
Cuando concluimos de colocar toda la compra llevó a cabo su costumbre de quitarse los zapatos en el pasillo para llevarlos, más tarde, a la habitación. Ella no parecía haberle dado la mayor importancia, pero vi cómo se quitaba el zapato derecho del pie izquierdo y viceversa. Había salido con los zapatos cambiados a la calle.

No hay comentarios: