sábado, 30 de enero de 2010

Cenicero

No me gusta el trabajo. Siempre estoy dentro de este anquilosado bar. Envuelto por el jaleo cosmopolita de los transeúntes. Lo mejor es escuchar las conversaciones de la gente: ofertas de negocios, infidelidades, proyectos, cotilleos, manías, miedos, dudas... Sin embargo, es horrible que te quemen el rostro y no sentir nada. Es lo que supone ser de cristal. Por aguantar aguanto hasta el humo. Tampoco sé si mis demás compañeros son tan serios como yo; como sólo miro al techo y no me puedo girar...
¡Qué desidia estar siempre quieto! Las tazas y los vasos al menos son besados y van de un lado a otro; además la saliva tiene que ser distinta si va destinada a un sorbo que a una calada. Tampoco hagan mucho caso de alguien que tiene una pegatina Amstel en la espalda. Claro que ellos se caen más; ver romperse un cenicero es algo menos frecuente.
Que infortunio ser un recipiente donde arrojan todo lo que ya no vale. Soporto chicles baboseados, envoltorios, chicles dentro de otros envoltorios, restos de comida masticada y sin masticar, los consiguientes palillos usados, cáscaras de pipa, céntimos... menos mal que de cuando en cuando se apiadan de mí. En fin, lo mío es una labor sustentada por la paciencia. Qué otra cosa puedo hacer. Por otro lado, y sin que nadie se entere, he de confesar el hecho que me produce mayor felicidad. Éste no es otro que cuando alguien deposita un cigarro en cualquiera de mis cuatro oquedades. Me siento completo, satisfecho, realizado. No me percato, pero seguro que, alguna que otra vez, he dejado escapar una pequeña sonrisa.
Al concluir la jornada me rescata una mano, me agita bruscamente como si con esa acción se fuera a deshacer de toda la porquería que ahorro, me pasa un paño, que por el color que muestra ya debe de oler mal y concluye aromatizándome; al menos no todo el mundo puede acabar el día laboral oliendo mejor de como lo empiezan. Humanos.

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