sábado, 20 de marzo de 2010

Afilador


Era la segunda vez que pasaba el afilador por la puerta en menos de ocho días. Cómo debía de estar el pobre hombre para regresar a esta zona tan deshabitada y perdida del ruido cosmopolita. Tiene más de fantasma que de humano, porque apenas se ve. Sabemos que camina en nuestra calle por la escueta melodía que brota de su instrumento de aire. Un sonido casi prehistórico, que, todavía ahora, no entendía como seguía vivo; hecho que amplificaba más su halo desconocido y misterioso. Traspasaba la rigidez de las ventanas y la solidez de las paredes con una tenacidad incólume como si fuera a oírse durante los siglos venideros. Al escucharlo había ocasiones que me recorría como un refusilo por el espinazo. Una mano flotante que decía: “préstame los cuchillos”.
Por la ventana se veía al fósil vivo. ¿Acaso aquel pantalón era de pana? ¡Santo cielo! Que buen material. Cómo abriga. Cuánto representa para la historia española cuando la izquierda (la de la calle, no la del gobierno) vestía con ella.
¿Y de dónde sacaba el combustible para la Avespa? ¿Los afiladores tendrán otro oficio? Y si es así como debería, ¿Por qué decidían volver a algo ya en desuso? Seguramente, porque la mayoría de la etnia gitana estaban obligados a ello. Pero el de esta ocasión no era como tales. Parecía de los que heredan un oficio. Tal vez, estaba viendo al último del gremio antes de que la lava del olvido lo sepultase.
Es una práctica anquilosada en suma medida por dos razones principales. La más importante es la gran presencia en el mercado español de las tiendas asiáticas. Donde se venden cubiertos con un bajo coste (a pesar de que pronto subirán todos los precios por no tener competencia).
Y el otro aspecto a destacar es que cada vez comemos peor y más comida basura. Este tipo de alimentos no necesitan la utilización de cubiertos.
Así que, es toda una suerte el escuchar a un afilador y ya no digamos verlo. Va un poco de la mano con el último videoclub con dependiente que quede en la localidad, los limpiabotas o los dibujantes de la cartelera cinematográfica; ya más que enterrados. Son como ondinas del pasado que casi nadie aprecia y que se deberían observar con cierta ternura. Porque cuando se los trague la globalización puede que ya estemos demasiado lejos de nuestros orígenes y que no no le vaya a importar a nadie.
Juraría que, cuando el afilador se fue, el eco de su melodía seguía reverberando en el aire.

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