domingo, 14 de marzo de 2010

Sara

Se sentó en un taburete del Pub. Estaba sola. Durante ese intervalo “lunar” tras los primeros días de la emancipación femenina en la que una mujer se sentía más en celo y donde apenas existen ya molestias. Se notaba terriblemente seductora y atractiva. Los ojos azules se le habían tornado de un gris claro, pero eso ella no lo sabía. De hecho, era un detalle insignificante dentro de aquel tumulto. Sin embargo, aquel pequeño azucarillo no había pasado inadvertido ante los ojos de varios chavales que, tras pasar a su lado, no pudieron disimular lanzarle otro vistazo de los que se echan de soslayo.
La química. Esos pentagramas invisibles y rotos, que habitan en el aire y que lo mismo les da por pasar totalmente desapercibidos para unos, como que se adentran en el subconsciente para aflorar, del modo más inesperado, en otros.
Sara no fumaba. Lo hizo durante un tiempo, pero era otra de sus tácticas de seducción. Sin la exhalación del humo, el aliento no quedaba impregnado de ese sabor plomizo, a veces amargo, y los besos, lentos y prolongados, les resultaban más frescos a los chicos. Un sutil engatusamiento, que no sabía si podría materializarlo aquella noche.
Se tomó un cubata y a los quince minutos, tiempo que decidió dedicarse para que el alcohol se asentara bien en un cuerpecín tan delicado, fue hacía la barra a por otro. Sin querer pero queriendo acabó por fijar la vista en el tatueje que el camarero llevaba en la cintura y que la mente de la joven prolongó hasta llegar al pubis. El dibujo eran dos plumas indias entrelazadas. El conjunto global le pareció sexy. Hablaron y tras tres preguntas, ella acabó por enterarse de que estaba casado y que nanai.
Más tarde y vacía, decidió marcharse de allí. Estaba famélica por la carne y el aroma varonil, pero ya lo conseguiría otro cercano día con total seguridad.
Y así, se marchó caminando de la mano de la soltería a sus veintitrés. Según se iba alejando del bullicio más completa se sentía. Se le cruzó la idea de que tenía algo de salmón por vivir a contracorriente; ahora que llegaba la primavera y las zalamerías de las parejas eran un gratificante escaparate en los bancos de cualquier parque y plazoleta. Iba ensimismada observando y escuchando el golpeo de los finos zapatos sobre el asfalto. Por un momento sintió que la calzada experimentó una recarga magnética para atraer la varilla metálica que había dentro del tacón. Ahora, le costaba levantar el pie del alquitrán. Andar, de pronto, se le hizo un poco más laborioso. Ella que había nacido casi con los zapatitos puestos. Escuchar algo de música antes de acostarse, le arengaría en su justa medida el corazón. Recordando el perenne pasado para imaginarse con deleite, todo lo que, a buen seguro, le deparaba el alentador futuro.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Precioso...