lunes, 1 de marzo de 2010

A mis ocho

A esa temprana edad, me sucedieron tres hechos dignos de mención en cualquier diario que se precie. El primero de ellos es el más feliz y del que más orgulloso me siento, aunque los que restan también me hicieron madurar a su medida.
Bien. Estaba en el colegio y la profesora nos mandó escribir un cuento sobre un chaval que cumplía años para que al día siguiente lo leyéramos en voz alta. Escribí un relato donde al niño le regalan un paquete envuelto y del que al abrirlo sale un guante de boxeo impulsado por un muelle que le golpea el rostro...
Creo que no fui tan detallista entonces y, con toda seguridad, copiara la idea de algún dibujo animado, pero cuando lo estaba leyendo (imagino que ya tendría la cara inundada por la soflama) la tutora se empezó a reír y los compañeros, ante este hecho, la imitaron. Puede que desde ese día tuviera ya en mente la idea de estudiar algo referente a la escritura. También aprecié que hacer reír a la gente era algo sumamente agradable.
El segundo hecho me desconcierta. Lo recordó hace poco Rubén, un amigo de toda la vida, que íbamos juntos a clase. Afirma que un día otra amiga me vio solo y triste por el recreo (hubiera jurado que mi mayor preocupación por entonces era el cómo hacer para que mi madre me dejara merendar tres bollicaos y no dos) y al preguntarme dice que le respondí lo siguiente: -Nada, que me he quedado sin amigos. Por aquellos entonces, Rafael y Ramón (a este último ya le he recuperado) se habían mudado a otro sitio. Puede que tuviera razón. De todos modos, da que pensar un niño triste en medio de un patio de colegio.
El tercero es el más desagradable. Lo tengo muy presente.
Ese verano mis padres decidieron apuntarme a un campamento militar en la sierra madrileña. No tardé en arrepentirme. Extrañaba horrores a mi madre (aunque,en realidad, sea más a la inversa) y el hogar; todo en general. Las noches eran frías. Dormiamos en literas dentro de tiendas de campañas enormes; arropados con mantas marrones y ásperas. Se hacían hogueras nocturnas y cantábamos canciones a lo boy scout. No se me olvidará una que aprendí sobre dos grandes amigos que van a un conflicto armado y uno mata al otro confundido por la "niebla" de la guerra. Una letra, que todavía ahora, me sigue pareciendo extremadamente triste. El título es Madre anoche en las trincheras. Y yo, claro, con morriña. Lo peor estaba por llegar.
Me había llevado unas sandalias de cuero cuya piel desteñía y me dejaba los pies azules. Cuando se me mojaron saltó la alarma por el campamento fascistoide y alguien llamó a la monitora que me hizo limpiármelos. No quise. Le expliqué que era por el calzado y que ya lo había intentado. Se pensaría que era un rebelde y la monitora trajo a otro monitor; Nacho. De trato más hosco insistió en que metiera los pies en una fuente natural que había (helada, por cierto). Cuando se desentendió me puse los calcetines y seguí triste, de nuevo, hasta que contactaron con mis padres que me recogieron un domingo. Secundariamente, aprendí lo que era un condón con ocho años, porque había un monitor graciosillo que no sé cómo sacó el tema pero dijo que no le contáramos a nuestros padres lo que significaba la palabra preservativo. Memoricé que venía de la palabra preservar y más tarde, ya en alguna charla del colegio, lo enlacé. También recuerdo los helechos de la montaña en una marcha que hicimos con macuto. Las chicas mayores que yo cantaban la canción de Mecano Una rosa es una rosa. Nos enseñaron que si nos cruzamos con una vía se puede adivinar si viene un tren colocando el oído en el raíl. Algo común, pero que a esa edad fascina. Muy a mi pesar, aquella tarde no pasó ningún tren por la ladera.
Por ultimo, recuerdo que en el menú diario servido en unas bandejas metálicas que quitaban el apetito, pusieron unos judiones que sólo cabía uno por cuchara. Un estúpido gigantismo que todavía no comparto; como las caracolas y los macarrones enormes que siguen en los supermercados. Qué tiempos.

2 comentarios:

Raquel dijo...

Muchas cosas suceden a esa temprana edad. Así que a partir de ahí, te empezó a gustar escribir relatos, historias y dejar volar la imaginación para así plasmarlo en una hoja, ¿eh?
Yo a mis ocho años quería jugar con las barbies o inventaba historias con mis amigos/as en las que cada uno interpretaba a un personaje de una serie, videojuego o película.
¿Sabes? Por aquella edad una amiga mía, muy listilla por entonces, me habló del preservativo, y tal y como yo lo entendí, era una bolsa que se ponían ahí abajo los hombres para no contagiar a las mujeres. Yo no lo comprendía, pensaba que era como si estuvieran resfriados o algo así, y pensaba: ¿y si estornudan por arriba?
saluditos

Daniel Atienza López dijo...

Querida Raquel. Acabo de caer en una ventaja entre los métodos anticonceptivos que usan los chicos y las chicas. Resulta estúpido que haya caido a mis veinteseís, pero bueno. Verás, la baina radica en que el de los chicos impide el embarazo y enfermedades venéreas, sin embargo el de las chicas impide el embarazo, pero no lo venéreo. Cómo es posible semejante absurdidad médica.
A mis ocho también jugaba como tú; soy rara avis pero no tanto. Por cierto, LISTILLA, te ha quedado un comentario gracioso con ese toque tan... tuyo.
Cambiando de tercio, ¿de qué sabor quereís las tartas para este sábado? ¿Para cuando los karts? Un besooo.