jueves, 19 de agosto de 2010

Sin balanza

El destino me colocó el otro día en la órbita, una vez más, de mi vecina. Frases como: “¡vaya dos añitos que me has dado!”, “¡Quieres el móvil; pues toma!” o de la madre de ésta, que también aprovechó la discusión para entrometerse con: “¡Mándale con su madre, es un cobarde!” (¿qué tendrán las pobres para utilizarlas como arma arrojadiza?) echaron al fango otra gran frase de Aristóteles “A una mujer le sirve de joya el silencio” (ingenuos los y las que sólo vean la superficie machista ficticia de este enorme filósofo).
Comenzaba hablando del destino, porque es la segunda vez que estoy presente en una de sus rupturas.
En la anterior fui a tirar la basura y la vi rompiendo por móvil con alguien. Ella lloraba como un bollito borracho. Preferí no intervenir entonces, como ahora. Además, ¿acaso era mejor que el bandido cruel que le había hecho eso? Lamentablemente formo parte del equipo de zánganos sexuales, que sólo pretendemos eso, mientras ellas se quedan vertiendo lágrimas de plata, oro blanco, y en el mejor de los casos, platino.
Lejos de más críticas, la situación no fue agradable: El chaval “oculto” en su vehículo, la chica sollozaba mientras se ahogaba entre palabras de espino que le estrujaban la garganta y, seguramente, el corazón. La madre desde su casa le gritaba acusaciones, que, nada más llegar al tímpano del destinatario, le empujaron a largarse con un acelerón. La tranquilidad de aquí transcurre así; o faltan cerillas o sobran incendios…, muy a lo Far West con balas que ya fluyen sangrientas desde la recámara… Nada más lejos que los temas de amor, sin más.
Hubo otra vez, que vino la esposa de un jardinero y comenzó a pregonarle una supuesta infidelidad. Ella tan gustosa de hacer un speaker corner a la madrileña, él con el rastrillo en la mano conteniéndose en darle otra nueva utilidad si de un manofloja se tratase. Aun así le fue ganando terreno hasta que el torrencial amainó y la quietud volvió a envolverlo todo con su capa de mutismo.
Retomando la desavenencia inicial me surgen varias dudas: ¿Por qué le acusaba de esos dos años, cuando no hay nada que ate? ¿o sí?
Las mujeres, que, por naturaleza, pueden alcanzar niveles más altos de cariño por el instinto maternal se ven reducidas a la merma de autonomía frente a la extensa del hombre (no refiero, en absoluto, el plano sexual). Eso ni las convierte en peores, ni a los varones en mejores. Sencillamente, una ruptura podría ser el momento álgido donde habría que auscultar el interior y contentarse con esas dos valiosas virtudes en ambos sexos y que, jamás, llegarán a equilibrarse. Con ésto y con la obtención de un punto intermedio de acusaciones y defensas sujetas al respeto mutuo, caer en el alboroto del gallinero estará siempre de más.

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