viernes, 18 de junio de 2010

El poeta sin nombre

Dispongo de información concisa sobre un escritor español de los de mano ágil y cráneo privilegiado. La finalidad de este texto no es la de incurrir en un delito contra el derecho al honor, intimidad personal y familiar y a la propia imagen (habría que añadir dentro de esos límites, aunque no sea recurrente para la ocasión, el derecho a la protección de la juventud y de la infancia), ni en la difamación, calumnia e injuria. A soga tendida siempre es mejor en un juicio ser acusado de cometer calumnia que de injuriar con su contraproducente y desfavorable animus iniuriandi.
Todo buen periodista debería leerse el art.20 de la Constitución española previamente hasta en la redacción sobre el anidamiento de las nutrias. El cirujano consumado debería dedicarse un par de minutos a pensar en el procedimiento de la operación y en el modo de llegar al problema del modo más rápido y menos aparatoso. Un arquitecto debe analizar la homogeneidad del suelo donde se erigirá la construcción y saber, aunque sólo sea por curiosidad, si la estructura que va a concebir recibirá más sol en saliente o poniente. Un abogado defensor sería conveniente que se preguntara si el culpable que él va a defender como inocente merece ser considerado como tal y el psiquiatra comprometido debería de saber que, tarde o temprano, acabará ingresado en un centro, como un paciente más, preso de la empatía más paradójica.
Retomando el hilo. El protagonista que describo es un hombre nacido entre diez mil. Me cautivó una mirada azul tan entrañable como serena y su imperturbable proceder filantrópico.
Señores, y esto ya consta en cualquier sitio, este autor era como el compañero genial retratado, alguna que otra vez, en la gran pantalla y que de haber coincidido bajo el talón de la RDA, hubiera sido de los que te abren su puerta, con la fuerza necesaria para descoyuntar las susodichas bisagras, y ocultar así al amigo perseguido por la Stasi en un falso fondo de cualquier sofá. Más o menos, así hizo con Federico García Lorca.
En su proceder literario solía consumir un ponche, pero no el de Caballero, sino el de antaño. En Andalucía se preparaba el siguiente tentempié o refrigerio: en una copa se echaba un huevo crudo, o dos, y se batía con azúcar. Al conseguir la espumosidad se mezclaba con un chorrito de leche, vino dulce, blanco o coñac. El aporte nutritivo era considerable.
El autor fue un fumador empedernido, pero sólo de puros. Con una personalidad campechana y próxima supo labrarse un hueco entre las instituciones literarias sostenido por un estilo tan clásico como surrealista a la hora de escribir. Y así consta, que el poeta abandonaba la urbe para alojarse en la sierra madrileña donde cultivaba el verso durante las apuestas de sol. Además, permitía evadirse y, de estrofa a estrofa, iba a regar el jardín, cuidar sus rosas o arrancar la maleza.
Observando una foto en Internet, se reflejan las paredes de libros que cosechaba y bajo las que se sentía como una iguana, a la sombra, en medio del desierto de Arizona. Esa persiana bajada hasta los topes. Ese submarino pilotado por la intelectualidad más acérrima.
Y en cuanto a sus contrariedades prefiero estrechar la mano del hermetismo. Más que nada, porque cualquiera hubiera obrado de ese modo (caso específico que no revelaré) y no me considero quien para poner, en este lance, el punto sobre la i.

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