sábado, 5 de junio de 2010

Semillas

A lo lejos, hasta allí tenía que ir. En aquella lontananza se había dejado su apero. Sin más dilaciones agarró de la correa a su burro y comenzó a caminar a campo traviesa.
De vez en cuando, Lázaro volvía la mirada para comprobar cuánto se estaba alejando del camino. Le estaba costando horrores caminar por un terreno labrado y tan seco bajo una solana capaz de alambicar la madera en un par de horas. No recordaba que hubiera dejado en olvido a tanta distancia sus herramientas bajo aquel arbusto, que, ahora, no acertaba a vislumbrar. Notaba como le latía la cara. Sentía quemazón. Los ojos le escocían por el turbio goteo del sudor. Probablemente, las córneas ya habrían adquirido una tonalidad rosácea. Decidió dar otro sorbo de su botijo, pero apenas se escurrieron un par de gotas por la oquedad más fina. Miró al burro. Estaba más calmado que de costumbre, pero parecía guardar algo de fuerza aún. Le acarició suavemente la frente para agradecerle el esfuerzo que estaba haciendo.
Lázaro no daba crédito. Se habían extraviado. Conocía esos paisajes desde niño y ahora… qué. Por otro lado, observó que la tonalidad de la tierra se había vuelto más gris. Durante cuánto tiempo habrían estado caminando. De todos modos si no encontraba el apero no tendría posibilidad de trabajar la tierra al día siguiente, aunque ya dudaba de que hubiera tal día.
Presa del agotamiento tropezó con una roca golpeándose la rodilla y haciéndose una herida. Estaba casi desfalleciendo en el suelo cuando el burro impulsivamente comenzó a lamerle la sangre. Intentó poner resistencia, pero luego se percató de que, al menos, el animal aplacaba así su sed.
¿Dónde se encontraba su dios? Antes de morir deshidratado, para siempre, se preocupó de sembrar las semillas que aún le quedaban en los bolsillos. A algunas, incluso, les hizo un hueco en la tierra, que luego tapó sin prisa; otras fueron arrojadas y esparcidas sin contemplación con las pocas fuerzas que conservaba. Con el paso del tiempo, de entre tanta simiente sólo creció una mata, que, más tarde, se hizo arbusto para acabar convirtiéndose en un árbol frondoso. Gracias a ello, muchos caminantes se resguardaban en su sombra para recuperar el aliento y descansar; otros lo tomaron como referencia para indicar que estaban a mitad de camino para llegar a su destino y, los menos, dejaban su apero ahí para recuperarlo más tarde. Esa ofrenda natural no fue concedida por alguien superior; la depositó un hombre, que, en sus últimos momentos, en vez de rezar se dedicó a hacer lo que mejor sabía. La pregunta que algunos fervientes se formularán será la de: ¿y quién o qué sembró el arbusto donde Lázaro perdió sus herramientas?

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