martes, 29 de junio de 2010

La desconocida

Un compañero nos avisó de que nos dejáramos de risitas. Era un viernes creativo donde se escribe, conjuntamente o por separado, un pequeño relato y aquéllos eran eróticos. Una mujer de unos cincuenta años, teñida de rojo, entró en la sala con todo el sigilo de alguien que no ha estado ahí antes.
Nos contó que su mayor ilusión era que le transcribiéramos y corrigiéramos unos cuadernos escritos por ella, ya que su hijo había desistido en el intento y una conocida drogadicta también. Su aparición proseguía con la explicación pormenorizada de su situación angustiosa, ya que debía pagar una cuantiosa deuda, la cual pretendía solventar con el envío de su obra acabada a un concurso literario y alzarse con el primer premio (casi na´).
Así, al primer bote, me comprometí a revisar el trabajo (que por cierto lo está haciendo otra compañera). Me conmovió ligeramente su estado anímico, pero, tras reposar los argumentos durante unos minutos, llegué a la conclusión de que esa escritora novel era una ingenua tremebunda o una desequilibrada sin más (y quién no está de ese modo cuando el banco no deja de llamar a tu casa).
Así que la mujer se marchó a buscar los cuadernos y nosotros, mientras, redactamos un documento para que lo firmase, más tarde; ya que no se sabe nunca lo que uno está dispuesto a llevar a cabo preso de la desesperación más hostil e inhóspita.
Al cabo de una hora regresaba y nos cedió sus manuscritos. Escogí el mayor de todos para echar un vistazo; el de la tapa naranja. La letra era clara, firme y cuidadosa. Demasiado bien trazada para alguien que declara abiertamente ser analfabeta. Leí unas dos páginas. Era un diario crudo que reflejaba las vísceras antropológicas.
Cuando estábamos en el bar, ya sin la misteriosa mujer afligida, concedí mi opinión a los presentes y afirmé que el material era bueno para alguien que sostiene no saber escribir ni leer (para mayor descripción afirmaba que no sabía escribir las ideas que le iban sucediendo. Eso dista mucho del analfabetismo más propio de la España de entreguerras). La opinión generalizada era contraria a la propia. Sostenían que lo que escribía eran tripas y que eso no vendía; Harry Potter sí. En mi fuero interno manejaba el término medio del debate. Y puede que resbale, pero esa desconocida estaba más queda que próxima con la acometida de un pufo. Bien es cierto que sus argumentos estaban basados en ablandarnos para que nos percatásemos de que esa madre estaba próxima a caer en ignominia. Pero el detalle de que se le humedecieran los ojos mientras articulaba las palabras…, podía, casi con total seguridad, indicar otra serie de cuestiones más partidarias de buscar el bien que de hallar el mal. Dicho lo cual…
No obstante es de ilusos creer en premios literarios y un suceso paranormal el toparse con alguien así. Seguramente los del registro de la propiedad intelectual le bajen de la nube al no concederle el certificado por un título semejante al libro Las ratas, de Miguel Delibes.

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