lunes, 14 de junio de 2010

Mundos paralelos

Se sentía un poco hemingway. Era una mañana cálida de finales de mayo. Ángela decidió darse una ducha para refrescarse. Al rato se secó, casi por completo, dejando su melena húmeda. El agua hizo su efecto; no sólo la había refrescado, sino, que también, la había atribuido la energía necesaria para comenzar el día.
Escogió la sombra del nogal, ya en el patio, para sentarse a leer en la hamaca, dejando los pies en contacto con el agradable y reconfortante calor del sol primaveral. Al permanecer durante un lapso de tiempo con el libro entre las manos, y sin apenas moverse, las aves de la zona se acostumbraron a su presencia y descendieron de los demás árboles para buscar alimento entre la hierba. De vez en cuando, abandonaba su lectura para coger unas picotas del platito que se había llevado para la ocasión. Las muelas penetraban y trituraban con suavidad la fruta hasta tocar el hueso redondo y pequeño. En más de una ocasión, Ángela disfrutaba del repentino salpicar dulce de los jugos en el paladar o sobre la lengua. De palabra en palabra y de mordisco en mordisco se fue abandonando hasta caer en un débil sopor. Durante el sueño pasó lo que llevaba haciendo durante dos años: Desayunar, montarse en su vehículo, ir a la farmacia, vender y atender durante ocho horas de cara al público, luego regresaba a su casa, preparaba la cena, siempre algo ligero, ver algo de tele o leer para concluir acostándose. Aunque en sus somnolencias siempre se producían las mismas acciones, a veces variaban. Como hacer la compra al salir del trabajo, quedar con amigas o compañeros los fines de semana o acudir a acciones burocráticas y financieras.
Al despertar seguía en la hamaca, pero un bikini remplazaba al conjunto veraniego. En esta ocasión no había libros por ningún lado. Acababa, por lo visto, de hacerse unos largos en la piscina. Donde antes había fruta, ahora estaba un álbum de fotografías. Le encantaba su ensimismamiento. Hacía que sus preocupaciones se mantuvieran en lejanía. Ojeó las imágenes durante largo rato, intentando recordar todos los detalles de las personas que aparecían en cada instantánea, los encantos de los paisajes estivales de antaño y las efemérides personales.
Luego se distrajo mirando al cielo e imaginando formas reconocibles en las nubes. Sin duda, era posible que entre aquel azul profundo y ella no existiera ningún impedimento ni distracción. Nadie la buscaba ni llamaba. Afuera no existía la contaminación acústica ni había otra tarea por hacer.
Tras unas horas, ya con el apetito ahíto, llegó la noche y comenzó a buscar constelaciones, estrellas, planetas y esas luces constantes en su desplazamiento y luz, que para algunos eran satélites. Cuando divisó el blanquecino y difuso contorno de la vía láctea comenzó a notar que los párpados le pesaban. Por entonces ya estaba inmersa en su duermevela.
Cuán enriquecedor y gratificante era estar con los ojos abiertos.

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