lunes, 5 de julio de 2010

Aburrido

José Miguel, Josemi para los amigos, seguía sin nada qué hacer en su casa. Marzo ya estaba bien entrado. Un mes capaz de espabilar a cualquiera, a todos, menos a él. Acababa de recibir la carta de despido. No iba a recurrir. La empresa no tenía ningún motivo, como los tantos casos que se producían en un momento como aquel; pero todo era legal. El jefe había actuado a vista de pájaro y con unos irreprochables movimientos conforme a las leyes laborales. Su mujer le había abandonado. Hacía un mes pero daba la sensación de que el minutero había dejado correr diez años de sopetón y a tumba abierta. Estaba en uno de esos momentos donde el aburrimiento se mezcla con la desesperación. Puso el canal Cocina. Se sorprendió al comprobar que la mayoría de los ingredientes del plato que aquel cocinero, de pinta bastante desaliñada, iba a cocinar, los tenía también en su propia nevera. -¡Coopón! -expresó frenéticamente-. Fue en un periquete al frigorífico y sacó a toda prisa todos los preparativos, además de cuchillos y una tabla que servía como soporte para cortar alimentos. El plato era una ensalada de pollo. José Miguel al pelar un huevo duro se le escurrió entre los dedos. Tuvo que ir bastante lejos entre los rebotes porque no aparecía por ningún lado. –¿Dónde diablos te has metido? –preguntó al aire-. El huevo estaba bajo la mesa de cristal del fondo del salón. El óvulo de gallina sin fecundar pegó un buen brinco para llegar allí. Al capturarlo y regresar ante el cocinero barbudo ya no sabía qué parte le tocaba por hacer al desempleado. El grunge era más mañoso de lo que parecía. Los expertos en ese ámbito se delatan en el manejo del cuchillo. Qué agilidad y precisión demostraba con la hoja metálica. El ex conductor no se inquietó. Echó salsa césar a todo el revuelto y la ingirió con voracidad. No había nadie que comiera tan rápido como él, sólo un amigo de la infancia que acababa un pelín antes. Nunca echaron una competición antes de distanciarse. Hubiera estado bien. Al rato volvió el atolondramiento. Se le ocurrió poner a prueba la irrefutable verdad universal en la que se afirma que una persona no puede dejar de vivir por dejar de respirar. Lo comprobó cronometrándose. La primera vez hizo dos minutos y algo con un esfuerzo brutal. “Los cigarros, los millares de ellos que he fumado no me permiten lograrlo”, pensó. Las otras veces ni se aproximó a su mejor marca. Así que desistió. Se le ocurrió salir a los jardines para buscar nidos de caracol. Aquellos atrayentes guas repletos de canicas embrionarias por sus paredes. En otrora época le encantaba introducir un dedo en la oquedad terrosa y saber que de moverlo podía aplastar a todo una nueva generación de babosas; otras veces sólo pretendía sentir algún resquicio de vida allá dentro, hasta que se le erizaba el bello del índice, generando un cosquilleo que le serpenteaba hasta su espalda. Entonces se retiraba. Pero marzo era muy pronto para que hubiera futuras crías. Luego cogió su móvil y revisó la lista de contactos. Llamaría a alguien no por el hecho de saber de sus vidas, datos que siempre le eran gratificantes, sino por fastidiar. Pocas cosas eran tan placenteras como saludar a quien disfruta negándote un hola o seguir telefoneando a quien no devuelve ni una mera llamada. Al fin y al cabo fueron la mayoría de sus amigos los que creyeron mudarse de continente cuando aún seguían viviendo a unos diez o veinte kilómetros de Josemi. Una distancia atroz, según parecía. Sí. Les telefonearía. Sonreiría ante ese aparato inventado por un tal Antonio Meucci. Les contaría situaciones graciosas (reales o no). Actuaría para ellos. Simularía estar fenomenal y evitar que se notara que hacía ya bastante tiempo que había tocado fondo. Hubiera accedido a que le clavaran agujas bajo las uñas con tal de no reconocer el orgullo herido

No hay comentarios: