miércoles, 21 de julio de 2010

Siéntese bien

Lamento ser algo grotesco con ello, aunque para muchos no será así, pero creo que hablar de las hemorroides se ha convertido en algo demasiado banal y utilizado. No es nada del otro mundo, pero parece que la gente lo cuenta como si se refiriera al plato que se comió ayer, un programa que emiten la noche de los martes o el regalo que han comprado para el cumpleaños de... quíen sea. Siendo franco, poseer eso alrededor del ano puede ser frecuente, pero también lo es orinar y nadie va por ahí describiendo la gran meada que tuvo que expulsar antes de salir de su casa.
En uno de los pocos trabajos que he tenido, había una compañera a la que estimaba bastante porque la eficacia de mi trabajo repercutia, a baja escala, en el buen desarrollo del suyo y cuando me equivocaba era benevolente. Pues bueno, llegó el día señalado en el que habló de su estreñimiento y del atroz ataque de almorranas que ello le acarreaba. Con el extenso abanico que poseen los extrovertidos y acaban cayendo, a mi entender, en la vulgaridad más desinteresada. Otra cosa bien distinta es que te vayan a realizar una operación y al contestar sobre los motivos uno diga: “de almorranas”. A nadie le gusta pasar por el quirófano y menos cuando se pone en juego tu culo.
Otro caso es cuando nada más conocer a una chica va y suelta (sin tocar verbalmente antes el tema): “es que tengo una fisura en el ano”. ¿Cómo que fisura? ¿Desde cuándo salen ahí? ¿Puedes caminar con eso?
No es que fuera inoportuno, pero creo que antes de bajar a la zona se puede hablar del pelo, frente, labios, pechos, las causas de la muerte de Salchicha Peleona… Miren con los anos de por medio es un buen pretexto para hablar de los coágulos en la menstruación, más fácil ya…
Además, esto incita a pensar en la mala labor de investigación que se hizo en el anuncio de la pomada contra las hemorroides al decir “… sufrirlas en silencio”. Pero si nadie se avergüenza de ello, vamos hombre, cuánta falsedad.
Y ya puestos voy a hablar de lo mío (¿ven?). Resulta que hace diez años, o así, sufrí un asalto de gastroenteritis serio; así que no me quedó otra solución que acudir de urgencias al Severo Ochoa, si no quería amanecer con seis kilos menos. En la sala había un hombre cuyos dolores estomacales le hacían quejarse de vez en cuando y por el pasillo vi a una chica en minifalda, sobre una silla de ruedas, que se había pasado con la fiesta. La alcoholizada no se preocupaba de cruzar las piernas para evitar mostrar su ropa íntima. Me dio algo de pena verla en este estado, aunque mi padre dijo que daba la misma que los chicos que también se ponían así. Cierto. Pero mientras observaba la belleza de la joven dentro de su fealdad (dos realidades distintas como diría Julio Cortázar), me olvidaba de que, salvo un milagro, mis nalgas probarían otro inodoro. Y como dice un amigo: “el váter es como las madres; sólo hay uno”.
Tras de mí oí que una mujer decía que la chica de la camiseta blanca todavía no había pasado a consulta; es decir, yo.
Ya con la doctora de guardia mis sudores se multiplicaron ante las ganas incontroladas de hacer de vientre (la expresión me la enseñó también mi padre. Creo que esto de los sinónimos comencé a sufrirlo en la infancia). La consulta iba bien hasta que la médico decidió realizarme una exploración rectal. <<¡Dios mio, qué valiente!>>, fue lo que pensé; y cuando concluyó me dijo que no padecía de hemorroides internas ni externas.
¿O sea que campan a sus anchas encima?
Y eso es lo que tengo que contar en este extenso y gratificante tema. Por cierto, sigo sin ellas. Me siento afortunado con esta particular ventaja. Al menos por el momento.

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