lunes, 12 de julio de 2010

Los veranos en Galicia

Eran vacaciones agradables y largas en el norte español. Un clima confortable donde uno puede dormir arropado y salir de noche con una camisa larga y nada más. Si caían algunas gotas, los gallegos explicaban que hasta hace unos días había hecho un sol de escándalo, pero con la llegada de los veraneantes foráneos se había instalado un cielo gris y encapotado. Y el madrileñito pensaba “vaya por dios, hombre”.
El agua de Boiro, localidad próxima a Padrón, de donde son esos deliciosos pimientos, estaba muy fría. Así que mi tío Agustín nos enseñó una distracción mayor para cuando el chapuzón no era la mejor opción. Cogíamos berberechos hasta el punto de que no cupieran más en los bolsillos del bañador. Además estaban bastante próximos a la orilla por lo que no era necesario zambullirse.
Pronto aprendí, que en el mar también había meigas. Una mañana, por entonces tenía catorce o quince años, decidí adentrarme solo en el agua para recolectar marisco y que luego mi madre lo cocinara. Recuerdo que el hallazgo animal fue glorioso ese día y en un periodo de tiempo corto inflé los bolsillos de animales marinos.
Agustín, que todos los veranos iba a Boiro, y creo que aún lo sigue haciendo, avisaba de que tuviéramos cuidado con los vigilantes cuya única función era hacerte pasar un mal rato vaciándote los bolsillos o la mochila que llevaras como medio de recolecta. Aquellas cuatro brujas vinieron a por mí como perros a por un gato. Eran meigas. No me cabía la menor duda. Trabajaban para la Xunta con esa fastuosa labor. Sus viseras publicitarias de colores chillones las delataban.
-Vacía todo al agua, -expresó una con grandilocuencia.
Lo noté. La cara me ardía a la altura de los pómulos. Decenas de veraneantes estarían plácidamente sentados en sus toallas viendo como cuatro viejas regañaban a alguien cuyo gesto estaba llegando al punto de cocción óptimo tal y como de un cangrejo en una cacerola se tratase.
Obedecí porque no se me ocurrieron argumentos a mi favor para explicar que los dos abultamientos laterales del bañador resultaban la mejor atracción turística de todo Galicia. Qué rato más malo. Qué ridículo me ha parecido siempre el uso de la visera.
Luego mi tío nos comentaba que los habitantes del pueblo estaban un tanto desconformes con que los esporádicos fuéramos a la playa a “divertirnos”. Hecho que quedó ensamblado cuando un gallego se subió a unas rocas marítimas y gritó como si le fuera a escuchar Neptuno-: ¡Idos de aquí extranjeros!
No quiero envilecer la concepción de los vecinos, pero es posible, que, por entonces, para ellos fuera una situación insostenible la captura furtiva.
La playa de Boiro, suprimiendo lo descrito, es magnífica porque tiene una zona de césped donde mantenerse al margen de la incómoda arena. Aunque como no hace calor no se produce esa unión dañina sobre la piel formada por la unión de tu sudor más arena de playa. Hay mucha gente que encuentra reconfortante esa amalgama. A mí me agita el ánimo.
Otro día ya nos íbamos a nuestro apartamento y una joven de mi edad se me quedó mirando. Tanto empeño puso en el observar que olvidó que su abuela salía también de aquel Seat verde y le cerró la puerta golpeándola. Le tuvo que hacer un buen chichón al familiar. Esa chica guapa había levitado por mi presencia. No fue un sueño, ni una película, ni una historia. Eso me había pasado a mí. No la dije nada. Dios, qué bonita era. Si la situación hubiera sido a la inversa yo también hubiera cerrado la puerta del vehículo antes de tiempo. El momento me llenó de una alegría desconocida y esperanzadora. Busqué testigos en los rostros de mis acompañantes. Nadie lo captó.
A veces, también, nos desplazábamos a uno de los pueblos colindantes. Había un bar donde por cada consumición te colocaban una sardina enorme como tapa y de las más jugosas que he probado en mi vida. Allí el pescado está exquisito, porque no sabe a pescado. Un sabor antinatural que se degusta fuera de los litorales, macerado con sustancias químicas para conservarlo. Otras tardes acudíamos a la lonja donde se pujaba por las piezas capturadas como si de oro se tratase.
Quince días dan para mucho. Por eso acudimos a las dunas de Arousa. Unas montañas de tierra con unos cincuenta metros de altitud y que al rebasarlas había una playa muy tranquila donde se podía mariscar en busca de coquinas. Un marisco más fino y sabroso que el berberecho. En cierta ocasión bajábamos mi hermano y yo corriendo por las dunas: jajaja, jijiji. De pronto tropecé y comencé a rodar sin parar. Escuché a mi padre desde la cima como gritaba: -¡Sujétate a la gafaaa!
Mientras me rebozaba en la asquerosidad pensé en por qué me soltó aquello cuando lo que necesitaba era que alguien arrojara una cuerda bien robusta donde agarrarme. Nada pude hacer frente a la inercia gravitatoria. Se me hizo muy largo el centrifugado. Nada más tocar base me detuve. Una vez en pie me coloqué los anteojos que estaban completamente descuadrados. Demasiado hice en mantener la boca cerrada al caer para no tragar tierra. Sólo tuve alguna pequeña magulladura.
También solíamos visitar el faro de Corrubedo. Allí el sol se ocultaba en la inmensidad acuosa unos cinco minutos antes que en el centro peninsular y diez conforme al sur y a levante. La mujer del dueño del faro preparaba unas empanadas enormes y estupendas previo encargo. La de ternera estaba fuerte y la de pulpo resultona. Creo, fervientemente, que la mejor era la de sardinas.
En cierta ocasión coincidimos con un coche rojo que estaba allí estacionado. Cuando nos fuimos el único automóvil que permaneció fue aquél. A la semana, o así, salió en las noticias que se había producido una desaparición de una joven en el faro de Corrubedo. La mujer era propietaria de un Ford Fiesta rojo (creo que era ese modelo). Luego me enteré de que era funcionaría, y que se llamaba María José Arcos. Una de las veinte desapariciones en Galicia de los últimos años y cuyos expedientes siguen abiertos en la actualidad. Una red repleta de cabos sueltos ya que los criminales infalibles se deshacen de los cuerpos y, tanto la Guardía Civil como Policía Nacional no encuentran los cadáveres.
Así que ya ven. Mientras un adolescente pensaba en que la empanada mojada en algún caldo o guiso entraría mejor y de que había perdido la oportunidad de su vida con la joven que aporreó a la abuela, un frío y meticuloso calculador, no muy lejos, estaba sintiendo una cálida sensación mientras se desvinculaba del posible cadáver de una funcionaría como un ducho percebeiro.
Poco más tarde dejamos de visitar el norte en verano. Uno de los acontecimientos que nos sucedió fue que alquilamos un apartamento a una mujer mayor, a la que se le acumulaba el chocolate y la saliva en las comisuras de los labios, mientras devoraba un helado sin piedad; como si fuera su última voluntad. Siempre sospeché que bajaba a la playa con una visera. Y cuyo piso estaba tan deteriorado que cuando llegaba el atardecer multitud de insectos brotaban desde la madera de los armarios, muebles y puertas. Sufrimos la ofensiva despiadada de un desfile de hormigas a las que tuvimos que colocarles el melón en lo alto de la nevera y aún así…
Lo mejor de aquella casa es que a la salida tenías las vistas de las plataformas de cultivo de mejillones en el mar.
Cuando el día era estático. Agustín relataba, entre pacharán y pacharán, historías sobre la base militar americana, que no estaba lejos de allí o aquella ocasión donde se fue con la Jara, su perra adiestrada, al monte y descubrió una casa lúgubre y, probablemente, abandonada; así lo indicaba el avance de la flora sobre la vivienda, según él, y que no tardó mucho en marcharse por la incertidumbre de toparse con cierta mujer misteriosa y que no estaba vinculada a la Xunta.
Fue una gran época. Imborrable.

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