martes, 20 de julio de 2010

Jabatos y hombres

Jean estaba, como cada tarde, en El Jabato tomándose unas cervezas, demasiadas. El joven rubio y espigado estaba sentado en un taburete con una postura manierista y despreocupada. Observó la variedad de tapas. Aquel bar se caracterizaba porque con una consumición podías optar a servirte, todo lo que quisieras, de bandejas de frutos secos, chorizo frito, anchoas con tomate, fritura y demás.
-¿Te pongo otra guapo? -le preguntó la camarera tras la barra-.
-No. Gracias Marisa. Por hoy tengo suficiente -contestó él con una pronunciación lograda-. Acto seguido desplegó sus piernas del asiento y su contorno recobró el aspecto de una pequeña montaña rusa para enfilar hacia la puerta y abandonar ese sitio al que ya habían denunciado los de sanidad por tener los baños públicos demasiado próximos a la cocina.
Fuera, sobre la acera empedrada, como de otro siglo, se topó con Mariano, El Manco. Aunque en verdad, le amputaron el brazo izquierdo hasta la altura del codo. En multitud de ocasiones declaraba no echar en falta su miembro y no hacía ningún empeño en disimular su carencia.
-¡Hombre Gin, ya te vas! -exclamó el que en breves instantes iba a ser el nuevo cliente en El Jabato-. Jo´ macho traigo un dolor de cabeza del copón bendito, a ver si se me pasa un poco aquí dentro; aunque lo mismo empeora.
-Con este tiempo tan cambiante es algo normal -dijo Jean mirándolo a los ojos-.
-¿Tienes ya algo de trabajo? -preguntó El Manco mientras se masajeaba las sienes-.
-No. Sigo en blanco o sin blanca.
-Mírate. Quieres ser uno de los nuestros, uno de nosotros, viniendo a este antro día sí y día también; pero para eso deberías ser un fracasado y yo sé que no eres tonto. Con esa altura…; seguro que en tu coronilla hace más frio, allí arriba, que en mi hombro… y esa espalda; tienes un buen tren superior. Acércate a la obra que están haciendo en la entrada y pregunta. Seguro que necesitan a alguien para llevar sacos.
-Eso no es lo mío -respondió él y añadió-: Además puede que pronto me llamen de otro sitio con más expectativas.
No muy lejos alguien que el joven conocía rebuscaba entre la basura.
-Tú verás muchacho. Un americano que habla tan bien un idioma que no es el suyo es más valioso fuera de cualquier bar que dentro.
De pronto Mariano se percató de la presencia de Luis.
-¡Luisito, anda ven que hoy invita un servidor con la paga fresca en los bolsillos! ¿Qué esperas encontrar dentro de esos cubos? –vociferó un manco, el único del pueblo, y, luego, con unos golpecitos de muñón sobre el pecho de Jean dijo en un tono más bajo-: Éste pobre sí que está mal. El viejo va en barrena.
Pero Jean ya no estaba allí. Su mente flotaba gracias al canto de las cigüeñas con su pico. En lo alto de la iglesia, dentro del nido, un espécimen producía el mismo sonido que pueden emitir dos mitades de cocos tras ser golpeadas entre sí. A cierta distancia, probablemente un macho, respondía al cortejo. Y más lejos una empacadora cruzaba un campo, aún demasiado verde e inmaduro, sin poder desarrollar su labor.
En la mente del americano sólo existía la preocupación por saber si a la tarde siguiente oiría el canto de las aves y vería, también, el avance de aquella maquina agrícola verde sin rumbo y nada por hacer. Era lo único que le inquietaba por entonces y cuando volvió en sí el sol ya había caído completamente tras la línea que marcaba su zénit. Los gorriones comenzaron a resguardarse en los nidos ante la llegada de la noche y el joven se marchó con el lento caminar de siempre. "Siempre tendré bebida a falta de paisajes".

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