domingo, 4 de julio de 2010

El sanatorio olvidado

Por los pelos vuelvo hoy, a modo de excursión, a aquel sitio. El sanatorio de La Marina ubicado en Los Molinos de Madrid, abandonado hace unos cinco años, es un lugar sobrecogedor. La mayoría de morbosos suelen acudir ahí para ver satisfechas sus inquietudes misteriosas. Pero para mí lo que impera en el ambiente es una profunda sensación de soledad y pena. Un sentimiento propio y como tal subjetivo; aunque no debe de distar a mucha distancia de lo que pueden llegar a sentir los demás allanadores de la morada.
Para penetrar en el complejo podías pasar por una ventana rota en la garita de donde antes, seguramente, había un guardia. El complejo abarcaba dos instalaciones principales. A la izquierda quedaba el edificio de dormitorios cuyo mayor atractivo era un ascensor antiquísimo con las puertas de madera, que ya estaba bastante deteriorado. A la derecha estaban otros edificios más pequeños que podrían destinarse a los trabajadores de allí y en frente se erguía el centro sanitario de cuatro plantas.
En la entrada alguien había colocado la cabeza de un maniquí. Ya, una vez dentro, el viento planeaba a sus anchas sin la resistencia de ninguna puerta cerrada o una ventana sin abrir. El aire es el único habitante que queda allí… bueno… habitaba alguien más, pero de eso no te das cuenta hasta pasado un buen rato.
Había múltiples pintadas por las paredes desconchadas y balas de juguete azules y verdes de las típicas pistolas de imitación… Alguien ha hecho paintball en toda la zona. El único recoveco donde conseguí liberar un poco la angustia fue el comedor, que con sus vistas se podía ver un plácido paisaje natural. Las terrazas de los enfermos del primer edificio tenían panorámicas semejantes; a pesar de ello sólo lograban generarme una sensación de intranquilidad…, de pájaro enjaulado.
Junto a las lúdicas balas me percaté de la presencia de excrementos animales, probablemente de ovejas o algo así.
Los pasillos eran extensos. Con tanto aire y la acuciante sensación de falta de él.
El quirófano presentaba una imagen derruida y otros asaltantes han colocado en el centro de la sala un cuerpo de un muñeco (éstos restos pertenecerían con toda probabilidad a la cabeza colgante del recibidor). En la planta baja estaba, o está, la morgue. Un olor característico indica que estabas allí. Extrañaba ver que la sala donde exhibían a los familiares el cuerpo de los fallecidos seguía casi intacta. La capilla era la única que se ha acostumbrado a respirar de ese viento melancólico y triste.
De pronto desde la planta primera se escuchó un leve tintineo que iba en aumento procedente del segundo nivel. Parecía que alguien avanzaba hacía nuestra posición sin prisa ni pausa. Un valiente decidió ver qué o quién generaba ese sonido. Era una cabra. Un maldito animal cornudo que se había emocionado por nuestro jaleo. Más tarde, y en el piso del animal vi que, a lo lejos y entre dos jambas, aparecía otra cabra que se asomó al pasillo volviéndose a esconder temerosamente. Ésta ya no asusta.
Al fondo había una habitación con el suelo repleto de fichas de antiguos pacientes. El panorama no es agradable.
El patio continuaba con el aspecto decrépito del conjunto. La hojarasca formada en su mayoría por restos orgánicos de chopos sepultaba el jardín; recubriendolo todo de unos colores marrones y grises apagados. Entonces ya desde el exterior se percibía. El esqueleto de una estructura olvidada es distinto al de una que está por concluir. Era casi palpable el vacío lánguido que dejan los humanos al marcharse de un edificio; nada que ver, ya digo, con el esperanzador e intangible hueco de las familias que han de poblar cualquier casa en construcción. Luego nos fuimos sin mirar atrás. Puede que alguna cabra, a modo de persona improvisada, todavía nos estuviera observando desde la altitud de lo que ya se había convertido en su segunda planta.

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