sábado, 3 de julio de 2010

Percances culinarios

La cocina; para algunos obligación y, para otros, una mera afición. Lo primero que recuerdo con respecto a este tema es estar pegado al televisor, en mi cálida infancia, cuando emitían el programa Con las manos en la masa en TVE2. Puede que de la sintonía de la cabecera me venga el idilio actual con el de Úbeda.
Ahora, pasados bastantes años de aquello, hay una serie de anécdotas que quería recodar; aunque tampoco han sido muchas, hablando con franqueza.
Una de ellas me sucedió una mañana a las 7:30, minuto arriba minuto abajo, cuando estaba desayunando para coger mi ruta e ir al instituto. Por aquellos entonces, mi primera comida del día consistía en un gran tazón de cereales chocolateados, que una vez ingeridos teñían la leche como si de un colacao se tratase, pero sin grumos claro. Bien, pues juro que estaba más despejado que dormido cuando observé que de la cesta de la fruta parecía salir un pequeño gusano de una naranja.
Es inesperado que salga un insecto de esa fruta cuando sería más lógico de una manzana o una pera… piezas con más azúcar, pero con la acidez que posee la naranja, de haber dejado crecer al gusanito lo mismo iba para alien.
Me quedé inmóvil observando el estiramiento-encogimiento que describía aquel madrugador invitado. No daba crédito. Para mayor incredulidad, la posible cría de mosca dio un salto energético saliéndose de la cesta. Por suerte cayó lejos de mi tazón… ¡Qué asco, joder! Y lo peor de algunos recuerdos es que al no quedar transparentes en la memoria a largo plazo, a veces, los completamos adrede. Así que no sé si lo acabé por espachurrar mientras salpicaba el mismo líquido que el que puede llevar un gajo de naranja o se fue de rositas. De lo que estoy seguro es que busqué signos de podredumbre en cada fruta y no hallé absolutamente nada. Ningún indicio de que hubiera otro gusano acrobático.
Otro suceso, un tanto peliagudo, fue una tarde en la que me encontraba sentado en la cocina. Mi abuela, sin pretenderlo evidentemente, se había dejado abierto un poco el gas durante… no sé cuánto. Al encender un mechero próximo a la salida del gas se generó en un segundo una relampagueante llama azul por toda la cocina. Pudimos haber saltado por los aires o se nos podía haber quemado el pelo o algo así desastroso, pero no ocurrió ninguna desgracia.
La última no tuvo nada que ver con mi casa. Estábamos unos compañeros universitarios y yo, casi al final de la castellana, muy próximos a las torres Kio. Serían las tres de la tarde o por ahí cuando decidimos ir a comer a un chino. La situación del lugar estaba un poco escondida del tránsito normal, pero estábamos famélicos, por lo menos yo. Tras pedir los platos permanecí absorto observando cómo había una especie de pelo bailarín dentro de la oquedad del bote de salsa rosa. Lo primero que pensé era que no sabía muy bien con qué suerte ha ido a parar allí un pelo mío. Nadie más lo veía. Lo segundo es que ojalá se cumplieran los rumores sobre los restaurantes de esa clase. La segunda idea fue más pareja con la realidad. De repente apareció otro pelo y luego la cabeza y más tarde todo el cuerpo alargado de una pequeña cucaracha roja. En seguida se apoderó de nosotros la repugnancia. Pudimos haber consumido sin pagar o irnos directamente, pero permanecimos allí todos, comiendo con el estómago rígido de quien no sabe lo que ingiere. Si la memoria no me falla esta vez, recuerdo que el pollo al limón era de los mejores que había probado. Puede que esa opinión estuviera sustentada por el hambre. Me hubiera comido hasta gusanos con sabor a naranja.
Antes de irnos del restaurante infesto fui al baño y había un hueco, a modo de ventana, en la pared por el que no me pude resistir a mirar. Introduje la cabeza por el estrecho espacio con cuidado de no tiznarme con nada. Las vistas daban a una gran oquedad vertical; una especie de pozo rectangular. Un aire estancado emanaba de las profundidades de aquel vacío acompañado de un denso silencio londinense. Era un agujero sin fondo que se comunicaba con el mismísimo Japón o infierno.
No. Sólo era el lugar idóneo para albergar una plaga de cucarachas.

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